La vocación
trae el silencio con la palabra. No es, en la vocación, el silencio anterior
a la palabra como, en la inspiración, lo es a la voz que recorre los silencios.
La vocación no es participación de algo que ya existía antes. En la vocación no
existe “antes” ni “después” en el sentido de que lo anterior anticipa lo que
viene después. La vocación no vive el tiempo en sentido espacial, es decir, en
el sentido de una línea imaginaria que discurre de pasado a futuro. La vocación
-lo hemos dicho ya- no es revelación del espacio sino del tiempo. No es
solidaria, por ello, de un cambio de lugar como no lo es tampoco de una
permanencia allí donde, tal vez, se haya sentido la llamada. La vocación,
decimos, trae el silencio con la palabra. La palabra de la vocación -el grito
de los serafines- deja en silencio al que la escucha para que éste pueda oír el
ruido que impide percibir la voz humana y su significado.
El misterio de
los misterios, que es el silencio, no está ahí, desde siempre, como lo están
los silencios de las cosas visitadas por las Musas hesiódicas. No está ahí,
desde siempre, porque esta palabra, “siempre”, no tiene, en el mundo bíblico,
el mismo sentido que tiene para nosotros: el sentido de algo que permanece
esencialmente invariable. Para el profeta nada existe “desde siempre” ni
existirá “para siempre”. Nada existe eternamente. Todo es creado. Pero
que todo sea creado significa que necesita nombre. Que no lo tiene por el hecho
de existir porque existir no es un hecho, no es algo sobre lo que a alguien
se le ocurra preguntarse cómo o por qué ha podido suceder: es un hecho y basta.
Existir es una novedad, es la novedad por la que todo el mundo se
pregunta cómo ha podido suceder. Y toda novedad necesita ser notificada: necesita
una palabra que la notifique. Como semejante palabra no puede existir, como no
existía hasta ahora nada que necesitara ser identificado con esa palabra, la
palabra misma ha de venir del silencio en el que tiene su trono. En aquel trono
alto y excelso sobre el que el profeta ve sentado al Señor el año de la muerte
del rey Ozías.
Que todo sea
creado significa, pues, que todo es novedad. Que nada está ahí desde siempre o
que todo es algo sobre lo que el hombre puede preguntarse cómo ha llegado a
suceder. Y, si todo es novedad, todo necesita un nombre propio. Un nombre nuevo
para una realidad nueva. Si el inspirado participa de una vida nueva y recibe,
en ella, su nombre propio sin esfuerzo alguno de su parte, el llamado es
arrebatado a su vida nueva de modo que es de él precisamente de quien se podrá
decir con razón que vive “fuera de su tiempo”. Vive fuera de su tiempo aquel de
quien se suele decir también que “se ha adelantado a su tiempo”. Pues bien, la
experiencia común de este arrebato, de esta vida a destiempo, es el diálogo.
El encuentro de quien habla con quien le responde. Leemos en el relato de
Isaías que uno de los serafines vuela hacia el profeta y le aplica en la boca
un ascua que había tomado del altar con las tenazas. Y le dice: “Al tocar esto
tus labios, desaparece tu culpa y se perdona tu pecado”. La vida impropia del
pueblo en medio del cual vive Isaías es el pecado que el profeta localiza en
sus labios impuros.
Un hombre habla
de lo que se habla: he aquí el hábito -la “impureza”, hemos leído- que
todo hombre contrae por el hecho de ser habitante de un pueblo. Es el
hábito de hablar sin esperar respuesta. Habla de lo que se habla el que
no espera respuesta. Los habitantes de un pueblo que hablan todos de lo mismo
son, por ello, contemporáneos. Lo son en el sentido de que no esperan la
respuesta de nadie. No esperan de nadie el futuro, esto es, el que da
respuesta. Uno que espera respuesta no puede ser contemporáneo de quien se
la da: el presente no puede ser contemporáneo del futuro. El que espera
respuesta y el que se la da viven, pues, a destiempo. El primero vive en
el presente, pero no en el presente cotidiano del que hablan quienes no esperan
respuesta. Aquello de lo que se habla no es, en realidad, presente sino pasado:
es algo que ha sucedido ya. El habla cotidiana suele mezclar lo que está
sucediendo o acaba de suceder con lo que sucedió, tal vez, hace ya mucho
tiempo. Por eso los que hablan de lo que se habla no esperan respuesta: ya la
tienen. Ya lo saben todo desde hace mucho tiempo. Nada más frecuente en el
habla cotidiana que alguien deje caer aquello de “si ya se veía venir...”
o “ya lo decía yo...” Hablar de lo que se habla es hablar de lo que ya
se sabe. Las novedades no dan que pensar, dan que hablar porque confirman lo
que ya se sabía de algún modo. Lo que ya se esperaba o, como se suele decir,
“era de esperar”.
Autor: Víctor
Márquez Pailos
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