Misterio es, a
mi entender, todo aquello de lo que siempre cabe seguir preguntándose. De lo
que se tiene alguna noticia, pues sólo de lo que se tiene noticia es posible
preguntarse. Pero, para que sea posible aún preguntarse por algo, la noticia
que de ello se tiene ha de ser insignificante -insuficiente, al menos- respecto
de la ignorancia en que la noticia misma nos deja. Ha de ser como el sonido de
las palabras humanas en medio del ruido. Para que el significado de las
palabras pueda llegar hasta nosotros han de ser audibles. Si el silencio no las
envuelve en alguna medida, se vuelven insignificantes: apenas una voz humana en
medio del ruido. El silencio, por cierto, no se limita a envolver su sonido
haciendo posible su audición. El silencio envuelve también su significado: lo
que no puede ser oído no puede ser entendido. Pues bien, si misterio es
todo aquello de lo que se puede siempre decir algo -a modo de pregunta-, misterio
de los misterios será el silencio que envuelve las palabras con las que se
habla del misterio. Es, en realidad, el mismo silencio que envuelve toda palabra
humana. Es el silencio del que nunca se habla, sobre el que nadie se pregunta:
sin él, no obstante, todas las palabras humanas se volverían insignificantes. Si
no hubiera silencio, misterio de los misterios, no habría misterio porque el
misterio existe sólo para quienes tienen de él alguna noticia. Para quienes
hablan de él sin cesar con palabras humanas.
El misterio de
los misterios se abre ante nosotros cuando nos preguntamos si hay algo -o
alguien- por lo que, tal vez, aún no nos hayamos preguntado. Algo, pues, de
lo que nada sepamos porque de lo que sabemos ya algo es de lo único sobre
lo que podemos preguntarnos lo que nos falta por saber. De lo que nada sabemos,
en cambio, nada podemos preguntarnos. El misterio de los misterios se abre ante
nosotros cuando nos preguntamos si hay algo -o alguien- más acá de todo
lo que sabemos. Algo más acá de lo que podamos ver u oír, sentir y comprender. La
primera manifestación de lo que nada sabemos aparece para nosotros en el más
antiguo de los textos que nos ha dejado la literatura griega. Me refiero a la Teogonía
de Hesíodo, poeta y pastor del siglo VIII a. c. Esta obra se abre con un
proemio dedicado a las Musas y de ellas se dice que “enseñaron una vez a
Hesíodo un bello canto mientras apacentaba sus ovejas al pie del divino
Helicón”. Las Musas son deidades hermanas entre sí -todas ellas “de iguales
pensamientos”- cuya única tarea consiste en alabar con su canto la augusta
estirpe de los dioses, la raza de los hombres y los violentos Gigantes. Narran,
de este modo, ellas al unísono el presente, el pasado y el futuro del mundo: la
totalidad, en suma, de lo que nos seguimos preguntando los seres humanos. El
misterio.
Pero el
misterio de los misterios no se abre ante nosotros con la pregunta sino con el
silencio, del que nunca se habla, sobre el que nadie se pregunta. Y el silencio
empieza su historia sobre la nevada cumbre del Olimpo, que retumba al
propagarse por todas partes el delicado canto de las Musas. El silencio empieza
su historia allí donde el ser humano ha podido tener la primera experiencia del
silencio: en medio de eso que hoy llamamos “naturaleza”. “Naturaleza” o
“silencio” son palabras demasiado comunes como para expresar la riqueza de lo
que se nos da a los mortales en una diversa multiplicidad de manifestaciones. Hay,
en efecto, el silencio del viento, ante todo, al que las Musas lanzan su voz
maravillosa. Sin el silencio del viento las Musas no podrían hacer oír su voz,
que llega hasta los palacios de los inmortales. El silencio de la montaña grande
y divina del Helicón, que sirve de morada a las diosas. El silencio de la
niebla, que envuelve a las diosas en su marcha al abrigo de la noche. El
silencio de las aguas del Permeso, donde lavan ellas su suave piel.
Sabe el poeta
que la montaña no es la niebla o que las aguas no son el viento porque sabe
distinguir el silencio de la montaña del silencio de la niebla. Y el
silencio de las aguas del silencio del viento. El no inspirado, en cambio, no
sabe distinguir el silencio de cada cosa. Todos los silencios son, para él,
silencio: siempre el mismo silencio. Pero el silencio no existe sino
como expresión de nuestra propia ignorancia. Nunca se debería hablar del
silencio ni debería tampoco preguntarse nadie por él porque el silencio no
existe. Lo que existe es el silencio de la montaña, diferente del silencio
de las aguas o del silencio del viento. Y no existe tampoco la naturaleza en sí
misma. Lo que existe es una multiplicidad de cosas que sólo por comodidad -por
ignorancia- llamamos “naturales”. Para el no inspirado todo es lo mismo, es
decir, nada tiene existencia concreta porque nada de lo que existe realmente
puede ser lo mismo que otra cosa. Para el inspirado, en cambio, todo es
diferente, es decir, todo tiene una existencia concreta. Todo tiene su silencio
propio: la montaña, el agua, el viento, la niebla. Todo es distinto porque
tiene un silencio diferente.
Autor: Víctor Márquez Pailos
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