Despojado de
toda pertenencia, el profeta teme por su propia vida pues “nadie puede ver a
Dios y quedar con vida”. El vidente teme por su vida porque su vida no es, en
realidad, su vida propia, aquella vida concreta y verdadera de la que el
inspirado participa por gracia divina. En medio del ruido, la voz humana es
apenas audible. Así, el profeta teme por su vida porque él no es más que “un
hombre de labios impuros que habita en un pueblo de labios impuros”. Su vida
es, por eso, apenas la suya propia. No es él apenas más que un hombre de labios
impuros en medio de un pueblo de labios impuros. O, como decimos nosotros, su
voz apenas es audible en medio del ruido. El profeta Isaías teme, pues, por su
vida en el sentido en que, por ejemplo, teme por su voz todo el que habla o
canta en público. Todo el que habla o canta en público se ve trasladado a una
situación diferente de la habitual. Habitualmente, su voz es apenas audible en
medio del ruido. Es la voz de uno de tantos en medio de tantos como él mismo. Pero,
cuando uno habla o canta en público, todos callan. No se encuentra ya en medio
de ellos propiamente sino en medio del silencio. Y encontrarse de pronto en
medio del silencio es lo que le hace al que habla o canta en público temer por
su voz. Ahora bien, temer por la propia voz, temer por el acierto en la propia palabra,
esto es temer por la vida propia. La vida propia, que el inspirado vive sin
esfuerzo alguno de su parte como hemos visto al exponer el proemio de la Teogonía
hesiódica, la vive el llamado, en cambio, con temor y temblor: “¡Ay de mí,
estoy perdido!”.
El llamado vive
con temor porque ha sido literalmente arrebatado al silencio. De vivir
en medio del ruido ha pasado de pronto a vivir en medio del silencio. El temor no
se dirige en la vida humana tanto a lo desconocido -a lo desconcertante- como a
la situación en la que lo desconocido deja lo ya conocido. El silencio del
público deja sin ruido al que habla o canta: de ahí el temor. Sin ruido, el
hombre se encuentra en una situación diferente de aquella a la que ya está habituado.
Los hombres somos habitantes de un pueblo en medio del cual estamos habituados
a encontrarnos. Vivimos en este mundo habitando en un pueblo en medio del cual
nuestra propia existencia pasa desapercibida. Nos pasa desapercibida nuestra
propia existencia tanto como la de cada cual. Vivimos de hábitos comunes a
todos. Existencia impropia es la que se caracteriza, como tan
lúcidamente ha percibido un pensador de nuestro tiempo, por el pronombre
impersonal “se”. Como se piensa, así pensamos nosotros. Como se
actúa, así actuamos. Como se habla, así hablamos...No parece otro el sentir
del profeta Isaías cuando declara sus labios comunes a los del pueblo donde
habita.
El
silencio al que el profeta es arrebatado no es, en realidad, el silencio del
ruido que ha de cesar para que la voz humana pueda ser oída. No es el silencio
en medio del cual queda el que habla o canta en público. El temor del que habla
o canta en público es aquí, en realidad, sólo una analogía del temor que siente
el profeta al ser arrebatado. La analogía parte de la vivencia característica del
que habla o canta en público: se siente a sí mismo. Se siente a sí mismo:
siente que es sentido por sus espectadores u oyentes. No es que él haya hecho
algo para sentirse a sí mismo. Él no ha hecho nada para sentirse a sí mismo:
todo lo han hecho sus espectadores u oyentes. Ellos son quienes le han dejado
en silencio. Han dejado de ser, en un instante, el pueblo en medio del cual
habita el que habla o canta y se han transformado en sus espectadores u
oyentes. Se han limitado a guardar silencio y han quedado reducidos a la
condición de espectadores u oyentes.
El pueblo
-desplegando ahora la analogía mencionada- ha quedado, pues, como reducido a
tierra. El más pequeño de los pueblos que habitan la tierra -así se piensa
a sí mismo Israel- ha quedado reducido a tierra. Pero quedar reducido a tierra
no significa quedar sometido. El que habla o canta en público queda ciertamente
sometido a su público, sometido al juicio de quienes le escuchan: de ahí el
temor que siente el que habla o canta en público. El temor, en cambio, del
profeta sólo por analogía puede ser comparado al temor del que habla o canta en
público. El pueblo en medio del cual él mismo habita no queda sometido al
juicio de nadie. Al contrario, quedar reducido a tierra significa, en realidad,
quedar extendido sobre toda la tierra. No sometido a los límites del
hábito que fija la existencia de los hombres en tanto que habitantes de un pueblo
determinado sino liberado de esos mismos límites. El profeta contempla en su
visión a dos serafines, en pie junto al trono del Señor, que, cubiertos su
rostro y la desnudez de su cuerpo, se gritan el uno al otro: “Santo, santo,
santo es el Señor todopoderoso, toda la tierra está llena de su gloria”.
Los serafines
contemplan al que está sentado en el trono con la mirada objetiva de quien está
separado de aquello que contempla. Esta separación queda figurada en la
desnudez cubierta de su rostro y de su cuerpo entero. Los serafines no ven en
cuerpo y alma al Señor, como vemos los hombres todo lo visible. Nosotros vemos
todo lo visible en cuerpo y alma, esto es, vemos mirando lo que vemos. Mirar
es participar emotivamente en aquello que se mira. Es sentir algo mientras se
ve: curiosidad, interés, amor, indiferencia...Los serafines que están en pie
junto al trono del Señor no le miran. No son, como las Musas hesiódicas, seres
que participan de una existencia inspirada e inspiradora para la que cada cosa
aparece envuelta en su silencio propio. Las Musas miran y cantan. Recorren con
su voz y su mirada el espacio natural -las aguas, la niebla, el viento- y el
espacio de los tiempos -el tiempo de los primeros dioses, el de los hombres, el
de los gigantes-. Los serafines que contempla el profeta de Israel, en cambio,
están quietos. Ni sus ojos ni el resto de su cuerpo se mueve en dirección
alguna. Pero se gritan el uno al otro el trisagio. No cantan: se gritan
entre sí.
Gritar,
anunciar, proclamar...no es cantar. Cantar es recorrer con la voz una
distancia, desplegar la voz a distancia, participar de la distancia misma. Cantar
o mirar son gestos inspirados pues no se puede cantar o mirar nada sin sentirse
inspirado. Sin sentir algo mientras se canta o se mira. El inspirado necesita
recorrer con su voz o con sus ojos la distancia que le separa de aquello que
inspira su canción o su mirada. Y no sólo la distancia que le separa de lo que
le inspira sino aun la figura misma de ello, la figura del ser amado. La
inspiración es, como hemos dicho, revelación del espacio. Gritar o anunciar,
en cambio, no es cantar. No es recorrer una distancia sino franquearla en un
instante. Es enviar la voz a algún lugar diferente de aquel desde el que
es enviada. Gritar es franquear una frontera saltando sobre ella, no sin cierta
violencia. Gritar es, por ello, el gesto del que se siente separado, del que
siente que la distancia le separa y no puede recorrerla entera. En el pasaje de
Isaías que venimos comentando, los serafines que el profeta contempla junto al
trono del Señor franquean con su grito la distancia que separa y no es posible
recorrer: la distancia temporal. El espacio abre una distancia que el hombre
puede recorrer. El tiempo, en cambio, abre una distancia que el hombre no
puede recorrer. Esta distancia es el futuro, el tiempo de la revelación de
Dios.
De la Musas
hesiódicas se nos ha dicho que “narran al unísono el pasado, el presente y el
futuro”. Pero el futuro del que nos dan noticia las hijas de Zeus y Memoria no
es más que una anticipación. El ser humano -lo hemos apuntado ya- anticipa el
futuro porque no dispone de él. El futuro es el tiempo del que el hombre no
dispone en absoluto. El tiempo de la no pertenencia. Al hombre le pertenece su
pasado pero no su futuro. No puede, sin embargo, soportar esta privación tan
grande que es para él no disponer del futuro. Por eso lo anticipa. Anticipar es
hacer que algo sea anterior a otra cosa: dejar atrás, reducir a pasado
el presente en el que se vive. El futuro que las musas anticipan es, tan sólo,
un tiempo respecto del cual el presente es anterior. El futuro humano no es
verdadero futuro sino ante-futuro. Lo cual quiere decir que es, en realidad,
presente, un presente posterior a otro, un presente que deja atrás éste desde
el que nos asomamos al futuro. El tiempo que las Musas recorren con su voz no
es propiamente tiempo sino espacio: una línea imaginaria en el espacio que une
el pasado al presente y éste al futuro. Las musas recorren los tiempos con la
misma facilidad que los espacios porque, para ellas, los tiempos son los
espacios de la imaginación.
Cuando el grito
de los serafines franquea la distancia temporal, esa distancia que el hombre no
puede recorrer, pierde la voz, sacrifica la voz a la palabra. Si, para
el cantor, voz y palabra son una misma cosa, para el que grita lo que cuenta es
ya únicamente la palabra. Gritar es perder la voz al enviarla, sacrificar la
voz para que el mensaje llegue allí donde la voz no puede llegar sin un
esfuerzo excesivo que el cantor no puede permitirse. Los serafines han de
franquear con su grito la distancia que separa absolutamente el futuro del
presente: el tiempo de la revelación de Dios de aquel en el que el hombre vive.
El profeta, al referirnos su visión, nos cuenta que “los quicios y dinteles del
templo temblaban a la voz de los serafines”. Si, ahora, volvemos nuestra
atención a la voz de las Musas, podremos advertir la diferencia entre el
silencio que envolvía todas aquellas realidades visitadas por las deidades
olímpicas -las aguas, la niebla, el viento- y el temblor que estremece, en la
visión de Isaías, los quicios y dinteles del templo a la voz de los serafines. Si
la inspiración requiere o supone silencio -si es una visitación del silencio-,
la vocación, el grito de los serafines, enmudece.
Autor: Víctor
Márquez Pailos
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