Si la
inspiración es participación en una existencia concreta, en una vida múltiple y
diversa que no puede ser definida sino cantada o descrita en cada uno de sus
detalles -en cada una de sus edades-, la vocación es, en cambio, separación,
ruptura con una existencia anterior. Si la inspiración es, ante todo, una revelación
del espacio, la vocación es una revelación del tiempo. Hesíodo, el pastor que
apacienta su rebaño a los pies del monte Helicón, en su Beocia natal, es el
mismo que recibe la inspiración de las Musas y toma parte, por ello, en una
vida consagrada al canto y la alabanza. El espacio en el que Hesíodo realiza y
consuma su vida nueva es el mismo en el que transcurría su vida anterior, su
vida cotidiana de pastor de ovejas. La novedad que la inspiración introduce en
su vida cotidiana no la cambia de espacio habitual. La novedad se introduce,
más bien, en su vida de una manera natural, revelándole el silencio en el que
cada cosa se manifiesta. El silencio de la palabra inspirada es la revelación
de los silencios en los que las cosas se manifiestan para que el poeta pueda
oír la voz divina y participar de aquella vida en la que cada cosa tiene su
silencio propio. La inspiración es, en este sentido, una revelación del
espacio: todo lo que para el no inspirado es lo mismo, para el inspirado es
diferente. Por serlo, hay que recorrerlo con el canto y con la danza, hay que
decirlo desde el principio, desde los orígenes del mundo.
La vocación, a
diferencia de la inspiración, no es ya una revelación del espacio sino una
revelación del tiempo. No se trata ya, en la vocación, de cambiar de lugar
o de permanecer donde se estaba sino de cambiar de tiempo. La vocación es la
revelación de un tiempo diferente de aquel en el que naturalmente se vive. Si,
para el inspirado, la diferencia permanece al alcance de los sentidos -se
despliega en el espacio natural de una ladera de montaña-, para el llamado la
diferencia no encuentra ya lugar en el espacio de la experiencia común, no se
hace presente como se hacen presentes las cosas de las que tenemos alguna
noticia. No se hace presente sino futura, en forma de teofanía. La
vocación es revelación de un tiempo diferente de aquel en el que se vive: es revelación
del futuro, el tiempo de Dios. No es que el futuro se le haga presente al
hombre que recibe la vocación. Sucede, más bien, que el propio hombre se ve
arrebatado al futuro. Ser arrebatado al futuro es el éxtasis de la visión que
abre el capítulo sexto del libro de Isaías, profeta de Israel durante la
segunda mitad del siglo VIII: “El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor
sentado en un trono alto y excelso”. Obviamente, lo visto por el profeta no
pertenece al tiempo en el que la visión acontece, el año de la muerte del rey. No
pertenece, en realidad, a tiempo alguno porque el futuro es el tiempo de la
no pertenencia. El tiempo del que el hombre todavía no dispone y que, por ello,
puede proyectar. Porque no lo tiene a su disposición, necesita anticiparlo.
Pero el profeta
no anticipa el futuro: es, como decimos, arrebatado a él. Ser arrebatado vale
aquí como ser despojado de toda pertenencia. Ver en visión es quedarse viendo
en silencio, sin poder hablar de lo que se ve. Sin poder participar en lo
visto. Uno puede hablar de lo que ve mientras lo está viendo o después de
haberlo visto porque la visión humana es visión participante: no ven los
ojos sino el hombre en cuerpo y alma. La visión humana no es nunca objetiva
porque un hombre no está separado jamás de todo cuanto pueda ver. Toda visión
humana tiene algo de inspiración: inspira siempre en el espectador algún
sentimiento, alguna forma de participación emotiva en lo visto. Y no podemos
olvidar que la indiferencia es también un sentimiento. No deberíamos tener la
indiferencia que pueda inspirarnos la visión de algo por garantía de una visión
objetiva. Antes, al contrario, visión objetiva sólo puede ser aquella que nos
deja diferentes, no indiferentes. Pues bien, vocación es visión
objetiva, visión de un tiempo diferente de aquel en el que vivimos, separado
absolutamente del nuestro. La diferencia no está ya a la vista, como sucede en
el caso de la inspiración. La vista es arrebatada, más bien, allí donde el
vidente de nada dispone, donde se ve despojado de toda pertenencia.
Autor: Víctor Márquez Pailos
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