Para atajar
toda pregunta de sus discípulos sobre el momento de su venida, Cristo dijo: Esa
hora nadie la sabe, ni los Ángeles ni el Hijo. No os toca a vosotros conocer
los tiempos y las fechas. Quiso ocultarnos esto para que permanezcamos
en vela y para que cada uno de nosotros pueda pensar que ese acontecimiento se
producirá durante su vida. Si el tiempo de su venida hubiera sido revelado,
vano sería su advenimiento, y las naciones y siglos en que se producirá ya no
lo desearían. Ha dicho muy claramente que vendrá, pero sin precisar en qué
momento. Así todas las generaciones y todas las épocas lo esperan
ardientemente.
Aunque el Señor haya dado a conocer las señales de su venida, no se advierte con claridad el término de las mismas, pues, sometidas a un cambio constante, estas señales han aparecido y han pasado ya; más aún, continúan todavía. La última venida del Señor, en efecto, será semejante a la primera. Pues, del mismo modo que los justos y los profetas lo deseaban, porque creían que aparecería en su tiempo, así también cada uno de los fieles de hoy desea recibirlo en su propio tiempo, por cuando que Cristo no ha revelado el día de su aparición. Y no lo ha revelado para que nadie piense que Él, dominador de la duración y del tiempo, está sometido a alguna necesidad o a alguna hora. Lo que el mismo Señor ha establecido, ¿cómo podría ocultársele, siendo así que Él mismo ha detallado las señales de su venida? Ha puesto de relieve esas señales para que, desde entonces, todos los pueblos y todas las épocas pensaran que el advenimiento de Cristo se realizaría en su propio tiempo.
Velad, pues cuando el cuerpo duerme, es la naturaleza quien nos domina; y nuestra actividad entonces no será dirigida por la voluntad, sino por los impulsos de la naturaleza. Y cuando reina sobre el alma un pesado sopor –por ejemplo, la pusilanimidad o la melancolía-, es el enemigo quien domina el alma y la conduce contra su propio gusto. Se adueña del cuerpo la fuerza de la naturaleza, y del alma el enemigo.
Por eso ha hablado nuestro Señor de la vigilancia del alma y del cuerpo, para que el cuerpo no caiga en un pesado sopor ni el alma en el entorpecimiento y el temor, como dice la Escritura: Sacudíos la modorra, como es razón; y también: Me he levantado y estoy contigo; y todavía: No os acobardéis. Por todo ello, nosotros, encargados de este ministerio, no nos acobardamos.
Aunque el Señor haya dado a conocer las señales de su venida, no se advierte con claridad el término de las mismas, pues, sometidas a un cambio constante, estas señales han aparecido y han pasado ya; más aún, continúan todavía. La última venida del Señor, en efecto, será semejante a la primera. Pues, del mismo modo que los justos y los profetas lo deseaban, porque creían que aparecería en su tiempo, así también cada uno de los fieles de hoy desea recibirlo en su propio tiempo, por cuando que Cristo no ha revelado el día de su aparición. Y no lo ha revelado para que nadie piense que Él, dominador de la duración y del tiempo, está sometido a alguna necesidad o a alguna hora. Lo que el mismo Señor ha establecido, ¿cómo podría ocultársele, siendo así que Él mismo ha detallado las señales de su venida? Ha puesto de relieve esas señales para que, desde entonces, todos los pueblos y todas las épocas pensaran que el advenimiento de Cristo se realizaría en su propio tiempo.
Velad, pues cuando el cuerpo duerme, es la naturaleza quien nos domina; y nuestra actividad entonces no será dirigida por la voluntad, sino por los impulsos de la naturaleza. Y cuando reina sobre el alma un pesado sopor –por ejemplo, la pusilanimidad o la melancolía-, es el enemigo quien domina el alma y la conduce contra su propio gusto. Se adueña del cuerpo la fuerza de la naturaleza, y del alma el enemigo.
Por eso ha hablado nuestro Señor de la vigilancia del alma y del cuerpo, para que el cuerpo no caiga en un pesado sopor ni el alma en el entorpecimiento y el temor, como dice la Escritura: Sacudíos la modorra, como es razón; y también: Me he levantado y estoy contigo; y todavía: No os acobardéis. Por todo ello, nosotros, encargados de este ministerio, no nos acobardamos.
Autor: San Efrén, Diácono, sobre el Diatésaron (Cap. 18,
15-17: SCh 121, 325-328)
Oración
de San Efrén de Siria
Mi santísima
Señora, Madre de Dios, llena de gracia, tú eres la gloria de nuestra
naturaleza, el canal de todos los bienes, la reina de todas las cosas después
de la Trinidad..., la mediadora del mundo después del Mediador; tú eres el
puente misterioso que une la tierra con el cielo, la llave que nos abre las
puertas del paraíso, nuestra abogada, nuestra mediadora. Mira mi fe, mira mis
piadosos anhelos y acuérdate de tu misericordia y de tu poder. Madre de Aquel
que es el único misericordioso y bueno, acoge mi alma en mi miseria y, por tu
mediación, hazla digna de estar un día a la diestra de tu único Hijo.
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