Cristo es el
camino y la puerta. Cristo es la escalera; y él vehículo, él, que es la
placa de la expiación colocada sobre el arca de Dios y el misterio escondido
desde el principio de los siglos. El que mira plenamente de cara esta
placa de expiación y la contempla suspendida en la cruz, con la fe, con
esperanza y caridad, con devoción, admiración, alegría, reconocimiento,
alabanza y júbilo, este tal realiza con él la pascua, esto es,
el paso, ya que, sirviéndose del bastón de la cruz, atraviesa el mar Rojo, sale
de Egipto y penetra en el desierto, donde saborea el maná escondido, y descansa
con Cristo en el sepulcro, muerto en lo exterior, pero sintiendo, en cuanto es
posible en el presente estado de viadores, lo que dijo Cristo al ladrón que estaba
crucificado a su lado: Hoy estarás conmigo en el paraíso.
Para que
este paso sea perfecto, hay que abandonar toda especulación de orden
intelectual y concentrar en Dios la totalidad de nuestras aspiraciones. Esto es
algo misterioso y secretísimo, que sólo puede conocer aquel que lo recibe, y
nadie lo recibe sino el que lo desea, y no lo desea sino aquel a quien inflama
en lo más íntimo el fuego del Espíritu Santo, que Cristo envió a la tierra. Por
esto, dice el Apóstol que esta sabiduría misteriosa es revelada por el Espíritu
Santo.
Si quieres
saber cómo se realizan estas cosas pregunta a la gracia, no al saber humano;
pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la
oración, no al estudio y la lectura; pregunta al Esposo, no al Maestro;
pregunta a Dios, no al hombre; pregunta a la oscuridad, no a la claridad; no a
la luz, sino al fuego que abrasa totalmente y que transporta hacia Dios con
unción suavísima y ardentísimos afectos.
Este fuego
es Dios, cuyo horno, como dice el profeta, está en Jerusalén, y Cristo es quien
lo enciende con el fervor de su ardentísima pasión, fervor que sólo puede
comprender el que es capaz de decir: Preferiría morir asfixiado y la misma
muerte. El que de tal modo ama la muerte puede ver a Dios, ya que está fuera de
duda aquella afirmación de la Escritura: Nadie puede ver mi rostro y quedar con
vida. Muramos, pues, y entremos en la oscuridad, impongamos silencio a nuestras
preocupaciones, deseos e imaginaciones; pasemos con Cristo crucificado de este
mundo al Padre, y así, una vez que nos haya mostrado al Padre, podremos decir
con Felipe: Eso nos basta; oigamos aquellas palabras dirigidas a Pablo: Te
basta mi gracia; alegrémonos con David, diciendo: Se consumen mi corazón y mi
carne por Dios, mi lote perpetuo. Bendito sea el Señor por siempre, y todo el
pueblo diga: «¡Amén!»
Autor: San
Buenaventura, obispo, Opúsculo sobre el intinerario de la mente
hacia Dios, 7,1.2.4.6
Oración de
San Buenaventura
Traspasa,
dulcísimo Jesús y Señor mío, los senos más escondidos de mi alma con el
suavísimo y saludabilísimo dardo de tu amor y de una verdadera y pura caridad,
tal como la que llenaba el corazón de los Santos Apóstoles, a fin de que
desfallezca y se derrita sólo en amor tuyo y en deseo de poseerte. Que ansíe
por Ti, que desfallezca en tus atrios, y que no aspire más que a verse libre
para unirse contigo. Haz que mi alma tenga hambre de Ti, oh Pan de los Ángeles,
alimento de almas santas, pan nuestro cotidiano, lleno de fortaleza, de
dulzura, de suavidad, que a cuantos con él se nutren hace sentir las delicias
de su sabor. ¡Oh Jesús a quien los Ángeles desean siempre contemplar, haz que
mi corazón sin cesar tenga hambre de Ti, se alimente de Ti, y lo más profundo
de mi alma sea regalado con la dulzura de tus delicias. Que mi corazón tenga
siempre sed de Ti, oh fuente de vida, manantial de sabiduría y de ciencia, río
de luz eterna, torrente de delicias, abundancia de la casa de Dios. Que no
ambicione otra cosa sino poseerte, que te busque y te encuentre, que a Ti me
dirija y a Ti llegue, en Ti piense, de Ti hable y todo lo haga en loor y gloria
de tu nombre, con humildad y discreción, con amor y deleite, con facilidad y
afecto, con perseverancia hasta el fin; y que Tú sólo seas siempre mi
esperanza, toda mi confianza, mis riquezas, mi deleite, mi contento, mi gozo,
mi descanso y mi tranquilidad, mi paz, mi suavidad, mi olor, mi dulcedumbre, mi
alimento, mi comida, mi refugio, mi auxilio, mi sabiduría, mi heredad, mi
posesión, mi tesoro, en el cual esté siempre fija, firme y hondamente arraigada
mi alma y mi corazón. Amén.
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