El origen de “el Belén” o “el Nacimiento”, como se llama
entre nosotros, parece que se remonta a San Francisco de Asís, que
revivió el nacimiento de Jesús en la cueva de Greccio en 1223. Después se
extendería por toda Europa la costumbre de representar el Misterio de la
Navidad con figurillas más o menos artísticas. Actualmente es muy popular en
España y en los países de habla hispana.
Sin duda son costumbres
emparentadas con el Belén las “pastorelas” de los países latinoamericanos
–sobre todo México–. Son pequeñas piezas de teatro, herederas de los “autos
sacramentales” que los españoles llevaron en la evangelización primera. Todas
cuentan la misma historia: la historia real de la Navidad, mezclada con
acontecimientos actuales, no sin cierta dosis de buen humor y una chispa de
ironía.
En Oriente es muy
conocido el icono de la Navidad, que viene a ser un Belén pintado, aparentemente
sobrio, pero muy sugerente si se mira de cerca. Todo él es una montaña sobre la
que se sitúan de un lado los ángeles (algunos en posición de adoración: otros
llevan una túnica, para que, como dice San Pablo, “nos revistamos” de Cristo,
de sus virtudes). Por otro lado vienen los Reyes magos. La Trinidad envía desde
lo alto el rayo del Espíritu Santo, que se condensa en una estrella sobre la
cueva oscura de Belén: el mundo que necesita a Dios.
En ese pesebre
está aquél Niño, para el que no hubo lugar en la posada, como pidiendo
posada en nuestro corazón, y también para los forasteros, los inmigrantes, los
“sin techo”. Sorprendentemente, el Niño no está envuelto en pañales, sino
embalsamado para su sepultura, porque va a morir en una Cruz. Ha querido bajar
a lo doloroso y oscuro del mundo, hasta “los infiernos” de la increencia, el
miedo y la desesperanza, como Sol de la Verdad, luz que brilla en la tiniebla.
La Virgen, recostada junto al pesebre, mira al espectador, invitándole a
“entrar” en el Misterio. Abajo a la izquierda, San José, meditando; frente a él
un personaje que suele interpretarse como el demonio, en un intento de
apartarle de su misión. Al otro lado, dos mujeres lavando un niño, como para
asegurarnos que Jesús necesita los cuidados normales de un pequeño. Con
frecuencia se distingue a un anciano que se identifica con el profeta Isaías,
el que anunció la encarnación del Hijo de Dios. En los flancos, dispersos por
doquier, pastores, animales, vegetación… Todo queda transformado por esa luz
dorada de la gloria que viene de lo alto y que al mismo tiempo parece surgir
desde dentro de cada personaje. Es la Revelación del anonadamiento amoroso de
Dios, representado como fruto de la religiosidad popular de los cristianos
orientales desde hace muchos siglos.
Dice San Pablo que la fe
viene “por el oído”, es decir, por la predicación, por el anuncio del
Evangelio. Pero importa mucho que los hechos que fundamentan la fe entren
asimismo por los ojos. San Juan dice: “Lo que hemos visto con nuestros ojos os
lo anunciamos”.
También el árbol de
Navidad puede ser un signo cristiano: embellecido con guirnaldas y
espumillones, hojas de acebo y cintas rojas, campanillas, cascabeles,
lucecillas y regalos, y coronado con la estrella de Belén. Todo él, símbolo del
árbol de la Vida que es Jesús. Él es el verdadero regalo que Dios nos da.
Nuestra pequeñez propiamente no podría darle nada. Paradójicamente podemos dar
el “todo” de nuestra vida, en tantos detalles diarios con los que nos rodean.
Y es que, en realidad,
las figuras del Belén, los personajes de las “pastorelas” o de los iconos
orientales o incluso el árbol de la Navidad somos cada uno, en las
circunstancias de su vida, hoy y ahora. Para los niños es más fácil “meterse en
el Belén”, por su imaginación más viva. Hay que enseñarles que esas figuras de
barro o de plástico no son meras representaciones. Somos nosotros mismos.
Podemos, sobre todo, querer tomar en brazos al Niño para mecerle o decirle
cosas. Aprender de él –acaba de recordar Benedicto XVI–, de su humildad, de su
pobreza; querer llevarle –antes que los pastores y los Reyes Magos– pequeños
regalos, sobre todo ser mejores, portarnos mejor. O hablar con María para
felicitarla, y ayudar en su trabajo a José. Alabamos y damos gracias a Dios
Padre en las alturas cantando el “gloria”, como los ángeles; llevamos al Niño
un corderillo sobre los hombros, un poco de queso, leche o miel, algo de ropa,
porque hace frío…, como cantan los villancicos populares. Los pastores –evocaba
hace pocos días también el Papa– reciben el signo de un “niño
envuelto en pañales y acostado en un pesebre”, como cumplimiento de las
promesas de Dios para todos los hombres “en quienes Él se complace” (Lc
2,12-14).
Tal vez no nos atrevamos
más que a “ser” la mula y el buey (que dan algo de calor en aquél ambiente
pobre e inhóspito); o un perrillo fiel con una mancha negra que le cubre
parcialmente un ojo, y que vigila sin pestañear. O simplemente el riachuelo que
pasa, o algunas piedras y arena del desierto. Y las luces que se apagan y se
encienden –nuestra libertad para seguir a Dios–, menos la del Portal que está
siempre encendida, porque la ha encendido Dios, que ha posado allí su estrella:
la gran luz del amor que viene del Espíritu Santo y que quiere hacerse vida
desde dentro del corazón de las personas. La estrella de Belén nos muestra a
Dios que se ha hecho niño pequeño –dicen los santos– para que nos atrevamos a
tratarle.
Pero podría ser que nos
mantengamos en nuestras casas, un poco al margen de todo lo que
está sucediendo, iluminados a medias. Más o menos distraídos en un
quehacer rutinario, interrumpido por un consumismo frenético que “desgasta” en
lo material porque no tiene otras cosas más importantes que ofrecer. Porque no
se da cuenta de que la Navidad es el acontecimiento que da sentido a la vida de
cada persona y a la historia del mundo.
Claro que para entender
este “nacimiento” hay que cambiar, hacerse pequeños, volver a nacer uno mismo…
¿No es eso lo que hace Dios, o mejor, lo que ha hecho de una sola vez, pero de
manera que tiene un valor siempre actual, y nos invita a participar de esa
infancia que todo lo puede?
Frente a un modo de
“poner” y “vivir” el nacimiento de Dios en la tierra que muchos juzgarán sin
duda de “ingenuo” –porque lo hace “vida” propia la inocencia de los niños–,
está “la noche” de los que no saben o no quieren saber. Una noche que dura
siglos, pero que debemos acortar en estos días; con la alegría que precede a la
fiesta –¡que Dios nace es la razón de nuestra alegría y por tanto la causa de
la fiesta!– y con la atención especial a los que nada tienen para dar, porque
ellos mismos son “los pobres del Belén” en carne y hueso; pero quizá por su
pobreza son más capaces que otros de reconocer al Dios hecho hombre.
“Miremos –nos invita el
Papa– el pesebre: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada;
han tenido su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo están
llenos de profunda alegría, porque se aman, se ayudan, y sobre todo están
seguros de que en su historia está la obra de Dios”. También está Dios en la
historia de cada persona. Incluso de aquellas que lo ignoran. “Para alegrarnos
–ha dicho Benedicto XVI–, necesitamos no sólo cosas, sino amor y verdad:
necesitamos a un Dios cercano, que calienta nuestro corazón, y responde a
nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de
la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en la cabaña o en la cueva, es el
centro de todo, es el corazón del mundo”.
Autor: Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias
Religiosas, Universidad de Navarra (publicado en www.religionconfidencial.com,
14-XII-2009) Arvo.net, 19.12.2009
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