“Tu alma dice: me acercaré al altar de mi Dios, al Dios que
llena de alegría mi juventud (Sal 42, 4). Te has despojado de la vejez de los
pecados y te has revestido de la juventud de la gracia. Esto te lo otorgaron
los celestes sacramentos. Escucha otra vez a David, que dice: se renovará tu
juventud como la del águila (Sal 102, 5). Te has convertido en un águila ágil
que se lanza hacia el cielo despreciando lo que es de la tierra. Las buenas
águilas rodean el altar: porque allí donde está el cuerpo, allí se congregan
las águilas (Mt 24, 28). El altar representa el cuerpo, y el cuerpo de Cristo
está sobre el altar. Vosotros sois águilas rejuvenecidas por la limpieza de las
faltas.
Te has aproximado al altar, has fijado tu mirada sobre los
sacramentos colocados encima del altar, y te has sorprendido al ver que es cosa
creada, y además, cosa creada común y familiar.
(...) Quizá dices:
este pan que me da a mí es un pan ordinario. Y no. Este pan es pan antes de las
palabras sacramentales; mas una vez que recibe la consagración, de pan se
cambia en la carne de Cristo. Vamos a probarlo. ¿Cómo puede el que es pan ser
cuerpo de Cristo? Y la consagración, ¿con qué palabras se realiza y quién las
dijo? Con las palabras que dijo el Señor Jesús. En efecto, todo lo que se dice
antes son palabras del sacerdote: alabanzas a Dios, oraciones en las que se
pide por el pueblo, por los reyes, por los demás hombres; pero en cuanto llega
el momento de confeccionar el sacramento venerable, ya el sacerdote no habla
con sus palabras sino que emplea las de Cristo. Luego es la palabra de Cristo
la que realiza este sacramento.
Observa cada detalle. Se dice: la víspera de su Pasión, tomó
el pan en sus santas manos. Antes de la consagración es pan; mas apenas se
añaden las palabras de Cristo, es el cuerpo de Cristo. Por último, escucha lo
que dice: tomad y comed todos de él, porque esto es mi cuerpo. Y antes de las
palabras de Cristo, el cáliz está lleno de vino y agua; pero en cuanto las
palabras de Cristo han obrado, se hace allí presente la sangre de Cristo, que
redimió al pueblo. Ved, pues, de cuántas maneras la palabra de Cristo es capaz
de transformarlo todo. Pues si el Señor Jesús, en persona, nos da testimonio de
que recibimos su cuerpo y su sangre, ¿acaso debemos dudar de la autoridad de su
testimonio?
Luego no sin razón dices: amén, confesando ya en espíritu
que recibes el cuerpo de Cristo. Cuando te presentas a comulgar, el sacerdote
te dice: el cuerpo de Cristo. Y tú respondes: amén, es decir: así es en verdad.
Lo que la lengua confiesa, la convicción lo guarde. (Los sacramentos, IV, 5-9,
14, 21-25)
PREPARACIÓN
“Inspirándomelo el mismo Dios, os he aconsejado siempre que
al llegar las fiestas... os acerquéis al altar del Señor vestidos con la luz de
la pureza, resplandecientes con las limosnas, adornados con las oraciones,
vigilias y ayunos, como con valiosas joyas celestiales y espirituales, en paz
no sólo con vuestros amigos, sino también con vuestros enemigos, en una
palabra, que os lleguéis al altar con la conciencia libre y tranquila, y podáis
recibir el cuerpo y la sangre de Cristo, no para vuestro juicio, sino para
vuestro remedio. Pero, cuando hablamos de la limosna, no se conturben los
necesitados, puesto que la pobreza cumple con todos los preceptos, y la buena
voluntad es juzgada y premiada como las obras". El que socorre al
necesitado del propio modo que desearía le socorriesen a él si se encontrase en
la misma necesidad' "ha cumplido con los preceptos del Antiguo y del Nuevo
Testamento y ha observado aquel precepto del Evangelio: Cuanto quisiereis que
os hagan a vosotros los hombres, hacédselo vosotros a ellos, porque ésta es la
ley y los profetas (Mt. 7,12). Guíenos a esta ley de caridad perfecta el
piadoso Señor que oye y reina con el Padre y el Espíritu Santo por los siglos
de los siglos.”(De sancta Cuadragésima IX: PL 17, 676-678).
PERDON DE LOS PECADOS
“Cada
vez que coméis este pan y bebéis el cáliz, anunciáis la muerte del Señor” (1Co
11, 26). Si (nosotros anunciamos) la muerte, anunciamos el perdón de los
pecados. Si cuantas veces se derrama la sangre se derrama el perdón de los
pecados, debo recibirla siempre, para que siempre perdone mis pecados. Yo que
siempre peco, debo tener siempre la medicina” (De los Sacramentos 4, 28)
Autor: San Ambrosio De Milán (340-397)
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