La voluntad de Dios en
nuestras vidas: una vocación al amor
Tal y como menciona el texto de la carta encíclica “Deus caritas est”, los cristianos estamos llamados a vivir una vocación al amor. Amar pues el gran proyecto de la vida, nuestro mayor negocio, la vocación más sublime. Y para nosotros cristianos, el amor como camino, verdad y vida, no es una idea vaga o un proyecto filantrópico, tiene un rostro muy concreto, es una persona: Jesucristo.
Ser como Cristo se convierte en nuestro programa de vida. En él encontramos el modelo de hombre perfecto, del amor realizado en la entrega y en la donación sincera de sí mismo a los demás. Y amar es cumplir sus mandamientos (cf. Jn 14,21-24¸ Jn 2, 3-6); recorrer siempre el camino concreto que, en muchas ocasiones se hace estrecho y cuesta arriba por el peso de la cruz (cf. Lc 13, 24; Mc 8, 31-38).
Y la vida como vocación, como llamada, no se reduce sólo, a aquella primera llamada por la que fuimos creados y destinados a ser como Cristo. Dios continúa llamándonos todos los días, en cada momento va explicitando las exigencias de esa llamada original que resuena como un eco en nuestro corazón. Cada gracia, cada evento o circunstancia que Él permite en nuestra vida es una posibilidad de encuentro personal con Cristo, una nueva llamada a corresponder con generosidad a su amor.
Como consecuencia de nuestro ser cristiano, gozamos de un verdadero banquete de bendiciones: el don del bautismo por el cual podemos llamar a Dios padre y en consecuencia también somos llamados a ser hijos de nuestra madre la Iglesia, entramos a formar parte de la gran familia de Dios y herederos del cielo; los sacramentos de la confirmación, la eucaristía y de la reconciliación; el alimento de la palabra de Dios en la Sagrada Escritura, la liturgia, la comunión de los santos; la ayuda de los sacerdotes; las enseñanzas y el ejemplo del Papa, etc.
¡Cuántas voces de Dios, también a través de la vida de todos los días, del encuentro fortuito con una persona, de una conversación, de una lectura, de una experiencia! ¡Cuántas lecciones nos manda Dios a través del sufrimiento y de las enfermedades, instrumentos eficaces de purificación y de desprendimiento interior, que ayudan a aferrarnos únicamente a Dios y a lo eterno!
Pero para reconocer la voz de Dios, el llamado de Dios es importante escucharlo y de esta manera cumplir la voluntad de Dios que en definitiva sería realizar nuestra vocación al amor.
Un medio concreto para crecer en el cumplimiento de la voluntad de Dios, y ya tratado en uno de los temas del curso, es la oración.
En ella debemos dejar que Dios vaya modelando toda nuestra persona, es decir, nuestro entendimiento, voluntad y sentimiento. Que nuestros pensamientos sean siempre acordes con el pensar de Dios, entrando cada vez más profundamente en la manera propia de Jesús de ver las cosas; que nuestras acciones vayan siempre dirigidas a agradar a Dios, que nuestros mismos sentimientos sean como los de Cristo. Orar es aprender de Cristo y moldear nuestra personalidad como la de Él de modo que nuestro querer y el de Dios coincida cada vez más. Un ejemplo claro de esto es san José:
“Era José, decíamos, un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea (...). José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo (Cfr. Mt I, 19.). Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina (Cfr. Gen VII, 1; XVIII, 23–32; Ez XVIII, 5 ss; Prv XII, 10.); otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (Cfr. Tob VII, 5; IX, 9.). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres”. Es Cristo que pasa, 40
La formación de la voluntad
Todas estas verdades recordadas en este tema y en los anteriores y que el director espiritual debe enseñar, recordar y hacer vivir al dirigido, necesitan de la formación de la voluntad para ser transformadas en hechos concretos, en forma de vida.
La voluntad es la facultad que nos permite transformar nuestras ilusiones en hechos. Por eso es el ámbito normal en el que se desarrollan los proyectos de vida. Ella es la pieza clave del edificio de la personalidad. Desde un punto de vista natural, el valor de un hombre depende en gran parte de cuánto haya logrado formar esta facultad "timonel" de su personalidad. Ella, con la gracia de Dios, forma el eje de todo empeño espiritual, humano, apostólico e intelectual del hombre. Si un hombre sin ideal es un pobre hombre, podemos decir que un ideal sin formación de la voluntad es una utopía.
La opción fundamental, la autenticidad, la conciencia, los estados de ánimo, los dones y las cualidades naturales, corren un riesgo muy grave sin esta formación de la voluntad.
a) Cualidades de una voluntad bien formada
Siendo importante formar bien la voluntad, es preciso saber en qué consiste una voluntad bien formada. Una voluntad bien formada es dócil a la inteligencia, es decir, está lejos del capricho y del irracionalismo. Debe llevar a la realización nuestras convicciones profundas bajo la luz de la razón iluminada por la fe. Además, la voluntad tiene que ser eficaz y constante en querer el bien. No basta ser bueno cuando "me siento inspirado", se ha de perseguir el bien siempre y en todo lugar. Tampoco basta querer ser feliz o querer amar a Dios, la voluntad debe tener la eficacia de poner estos deseos en marcha. Más aún, una voluntad bien formada tiene que ser tenaz ante las dificultades, no desesperarse ante ellas, no aburrirse con el paso del tiempo, ni relajarse con la edad. Sabe convertir las dificultades en victorias, creciendo en su opción fundamental y en su amor real.
Por encima de todo esto, una buena formación de la voluntad implica capacidad de gobierno de todas las dimensiones de la persona con suavidad y firmeza.
b) Medios para la formación de la voluntad
Pero, ¿cuáles son los medios para formar la voluntad? Una respuesta sencilla y corta puede ser: ejercitarla en querer el verdadero bien, quererlo con constancia y con eficacia. Entendido bien esto, sobra todo lo demás.
A veces, al hablar de la formación de la voluntad, se piensa en la represión. Nada más opuesto a la verdad. Ciertamente la formación de la voluntad requiere dominio de sí, pero no se trata de una acción puramente negativa, "rechazar"; se trata, ante todo, del "querer". Por lo tanto, el esfuerzo es para que la voluntad esté polarizada por el amor a Dios y por la identificación con Cristo como modelo. No es cuestión de formar personas con mucho aguante ante el dolor físico o moral, sino de formar personas que amen mucho a Dios y que sepan plasmar este amor en hechos reales.
Hay muchos otros medios de orden práctico para la formación de la voluntad. Pero, antes de pasar a éstos, es necesario recordar que en toda esta obra se deben tener siempre presentes los motivos: el amor a Dios, la imitación de Cristo, la formación de una personalidad auténtica y madura, el cumplimiento de la vocación al amor. Esto es importante cuando consideramos el hecho de que la formación de la voluntad es uno de los campos más costosos en toda formación humana.
Si vamos a la vida ordinaria, vemos que hay incontables ocasiones para formar la voluntad: renunciar al propio capricho optando responsablemente por el cumplimiento del deber, renunciar a los propios planes individuales optando libremente para seguir la vida familiar, renunciar a dejarse llevar por el cansancio, el pesimismo o los sentimientos negativos y optar libremente por un camino de serenidad y control de sí, renunciar a una vida llena de comodidades y optar por la austeridad de vida aun en cosas pequeñas, triviales.
Hay otros modos de entrenar diariamente la propia voluntad para que llegue a ser eficaz y constante: no retractarse con demasiada facilidad de las resoluciones tomadas, exigirse llevar a término toda obra iniciada, poner especial atención en los detalles que exigen esfuerzo, como cuidar el orden en casa y en la oficina, la puntualidad, cuidar las palabras a la hora de hablar, esforzarse en el aprovechamiento del tiempo, la dedicación al estudio, al trabajo y a la oración. En fin, son muchas las oportunidades, cualquier situación puede representar una ocasión para ejercitar la voluntad en la constancia y la eficacia del amor.
Tal y como menciona el texto de la carta encíclica “Deus caritas est”, los cristianos estamos llamados a vivir una vocación al amor. Amar pues el gran proyecto de la vida, nuestro mayor negocio, la vocación más sublime. Y para nosotros cristianos, el amor como camino, verdad y vida, no es una idea vaga o un proyecto filantrópico, tiene un rostro muy concreto, es una persona: Jesucristo.
Ser como Cristo se convierte en nuestro programa de vida. En él encontramos el modelo de hombre perfecto, del amor realizado en la entrega y en la donación sincera de sí mismo a los demás. Y amar es cumplir sus mandamientos (cf. Jn 14,21-24¸ Jn 2, 3-6); recorrer siempre el camino concreto que, en muchas ocasiones se hace estrecho y cuesta arriba por el peso de la cruz (cf. Lc 13, 24; Mc 8, 31-38).
Y la vida como vocación, como llamada, no se reduce sólo, a aquella primera llamada por la que fuimos creados y destinados a ser como Cristo. Dios continúa llamándonos todos los días, en cada momento va explicitando las exigencias de esa llamada original que resuena como un eco en nuestro corazón. Cada gracia, cada evento o circunstancia que Él permite en nuestra vida es una posibilidad de encuentro personal con Cristo, una nueva llamada a corresponder con generosidad a su amor.
Como consecuencia de nuestro ser cristiano, gozamos de un verdadero banquete de bendiciones: el don del bautismo por el cual podemos llamar a Dios padre y en consecuencia también somos llamados a ser hijos de nuestra madre la Iglesia, entramos a formar parte de la gran familia de Dios y herederos del cielo; los sacramentos de la confirmación, la eucaristía y de la reconciliación; el alimento de la palabra de Dios en la Sagrada Escritura, la liturgia, la comunión de los santos; la ayuda de los sacerdotes; las enseñanzas y el ejemplo del Papa, etc.
¡Cuántas voces de Dios, también a través de la vida de todos los días, del encuentro fortuito con una persona, de una conversación, de una lectura, de una experiencia! ¡Cuántas lecciones nos manda Dios a través del sufrimiento y de las enfermedades, instrumentos eficaces de purificación y de desprendimiento interior, que ayudan a aferrarnos únicamente a Dios y a lo eterno!
Pero para reconocer la voz de Dios, el llamado de Dios es importante escucharlo y de esta manera cumplir la voluntad de Dios que en definitiva sería realizar nuestra vocación al amor.
Un medio concreto para crecer en el cumplimiento de la voluntad de Dios, y ya tratado en uno de los temas del curso, es la oración.
En ella debemos dejar que Dios vaya modelando toda nuestra persona, es decir, nuestro entendimiento, voluntad y sentimiento. Que nuestros pensamientos sean siempre acordes con el pensar de Dios, entrando cada vez más profundamente en la manera propia de Jesús de ver las cosas; que nuestras acciones vayan siempre dirigidas a agradar a Dios, que nuestros mismos sentimientos sean como los de Cristo. Orar es aprender de Cristo y moldear nuestra personalidad como la de Él de modo que nuestro querer y el de Dios coincida cada vez más. Un ejemplo claro de esto es san José:
“Era José, decíamos, un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea (...). José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo (Cfr. Mt I, 19.). Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina (Cfr. Gen VII, 1; XVIII, 23–32; Ez XVIII, 5 ss; Prv XII, 10.); otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (Cfr. Tob VII, 5; IX, 9.). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres”. Es Cristo que pasa, 40
La formación de la voluntad
Todas estas verdades recordadas en este tema y en los anteriores y que el director espiritual debe enseñar, recordar y hacer vivir al dirigido, necesitan de la formación de la voluntad para ser transformadas en hechos concretos, en forma de vida.
La voluntad es la facultad que nos permite transformar nuestras ilusiones en hechos. Por eso es el ámbito normal en el que se desarrollan los proyectos de vida. Ella es la pieza clave del edificio de la personalidad. Desde un punto de vista natural, el valor de un hombre depende en gran parte de cuánto haya logrado formar esta facultad "timonel" de su personalidad. Ella, con la gracia de Dios, forma el eje de todo empeño espiritual, humano, apostólico e intelectual del hombre. Si un hombre sin ideal es un pobre hombre, podemos decir que un ideal sin formación de la voluntad es una utopía.
La opción fundamental, la autenticidad, la conciencia, los estados de ánimo, los dones y las cualidades naturales, corren un riesgo muy grave sin esta formación de la voluntad.
a) Cualidades de una voluntad bien formada
Siendo importante formar bien la voluntad, es preciso saber en qué consiste una voluntad bien formada. Una voluntad bien formada es dócil a la inteligencia, es decir, está lejos del capricho y del irracionalismo. Debe llevar a la realización nuestras convicciones profundas bajo la luz de la razón iluminada por la fe. Además, la voluntad tiene que ser eficaz y constante en querer el bien. No basta ser bueno cuando "me siento inspirado", se ha de perseguir el bien siempre y en todo lugar. Tampoco basta querer ser feliz o querer amar a Dios, la voluntad debe tener la eficacia de poner estos deseos en marcha. Más aún, una voluntad bien formada tiene que ser tenaz ante las dificultades, no desesperarse ante ellas, no aburrirse con el paso del tiempo, ni relajarse con la edad. Sabe convertir las dificultades en victorias, creciendo en su opción fundamental y en su amor real.
Por encima de todo esto, una buena formación de la voluntad implica capacidad de gobierno de todas las dimensiones de la persona con suavidad y firmeza.
b) Medios para la formación de la voluntad
Pero, ¿cuáles son los medios para formar la voluntad? Una respuesta sencilla y corta puede ser: ejercitarla en querer el verdadero bien, quererlo con constancia y con eficacia. Entendido bien esto, sobra todo lo demás.
A veces, al hablar de la formación de la voluntad, se piensa en la represión. Nada más opuesto a la verdad. Ciertamente la formación de la voluntad requiere dominio de sí, pero no se trata de una acción puramente negativa, "rechazar"; se trata, ante todo, del "querer". Por lo tanto, el esfuerzo es para que la voluntad esté polarizada por el amor a Dios y por la identificación con Cristo como modelo. No es cuestión de formar personas con mucho aguante ante el dolor físico o moral, sino de formar personas que amen mucho a Dios y que sepan plasmar este amor en hechos reales.
Hay muchos otros medios de orden práctico para la formación de la voluntad. Pero, antes de pasar a éstos, es necesario recordar que en toda esta obra se deben tener siempre presentes los motivos: el amor a Dios, la imitación de Cristo, la formación de una personalidad auténtica y madura, el cumplimiento de la vocación al amor. Esto es importante cuando consideramos el hecho de que la formación de la voluntad es uno de los campos más costosos en toda formación humana.
Si vamos a la vida ordinaria, vemos que hay incontables ocasiones para formar la voluntad: renunciar al propio capricho optando responsablemente por el cumplimiento del deber, renunciar a los propios planes individuales optando libremente para seguir la vida familiar, renunciar a dejarse llevar por el cansancio, el pesimismo o los sentimientos negativos y optar libremente por un camino de serenidad y control de sí, renunciar a una vida llena de comodidades y optar por la austeridad de vida aun en cosas pequeñas, triviales.
Hay otros modos de entrenar diariamente la propia voluntad para que llegue a ser eficaz y constante: no retractarse con demasiada facilidad de las resoluciones tomadas, exigirse llevar a término toda obra iniciada, poner especial atención en los detalles que exigen esfuerzo, como cuidar el orden en casa y en la oficina, la puntualidad, cuidar las palabras a la hora de hablar, esforzarse en el aprovechamiento del tiempo, la dedicación al estudio, al trabajo y a la oración. En fin, son muchas las oportunidades, cualquier situación puede representar una ocasión para ejercitar la voluntad en la constancia y la eficacia del amor.
Autor: Mayra Novelo de Bardo | Fuente:
Catholic.net
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