S.S. Francisco: "Dios es siempre fiel"
Prosiguiendo sus catequesis sobre el Credo, en el Año de la
Fe, el papa Franxcisco, en su audiencia general de hoy, habló también en
español y centró sus palabras de esta mañana en el tema : "El tercer día
resucitó: sentido y alcance salvífico de la Resurrección". Ofrecemos las
palabras del papa.
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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:
En la última Catequesis, nos hemos centrado en el
acontecimiento de la Resurrección de Jesús, en el que las mujeres tuvieron un
rol particular. Hoy me gustaría reflexionar sobre su significado salvífico.
¿Qué significa la Resurrección para nuestra vida? ¿Y por qué sin ella es vana
nuestra fe? Nuestra fe se basa en la muerte y resurrección de Cristo, así como
una casa construida sobre los cimientos: si estos ceden, se derrumba toda la
casa.
En la cruz, Jesús se ofreció a sí mismo tomando sobre sí
nuestros pecados y, descendiendo al abismo de la muerte, es con la Resurrección
que la vence, la pone a un lado y nos abre el camino para renacer a una nueva
vida. San Pedro lo expresa brevemente al comienzo de su Primera carta, como
hemos escuchado: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo,
quien por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre
los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia
incorruptible, inmaculada e inmarcesible" (1, 3-4).
El Apóstol nos dice que con la resurrección de Jesús llega
algo nuevo: somos liberados de la esclavitud del pecado y nos volvemos hijos de
Dios, somos engendrados por lo tanto a una vida nueva. ¿Cuando se realiza esto
para nosotros? En el Sacramento del Bautismo. En la antigüedad, este se recibía
normalmente por inmersión. El que sería bautizado, bajaba a una bañera grande
del Baptisterio, dejando sus ropas, y el obispo o el presbítero le vertía por
tres veces el agua sobre la cabeza, bautizándolo en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.
A continuación, el bautizado salía de la bañera y se ponía
un vestido nuevo, que era blanco: había nacido así a una vida nueva,
sumergiéndose en la muerte y resurrección de Cristo. Se había convertido en
hijo de Dios. San Pablo en la Carta a los Romanos dice: "Ustedes han
recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar:" ¡Abbá,
Padre!" (Rm. 8,15).
Es el mismo Espíritu que hemos recibido en el bautismo que
nos enseña, nos impulsa a decir a Dios: "Padre", o más bien, "
Abbá", que significa "padre". Así es nuestro Dios, es un padre
para nosotros. El Espíritu Santo suscita en nosotros esta nueva condición de
hijos de Dios. Y esto es el mejor regalo que recibimos del Misterio Pascual de
Jesús. Es Dios que nos trata como hijos, nos comprende, nos perdona, nos
abraza, nos ama aún cuando cometemos errores. Ya en el Antiguo Testamento, el
profeta Isaías dice que aunque una madre pueda olvidarse del hijo, Dios nunca
nos olvida, en ningún momento (cf. 49,15). ¡Y esto es hermoso!
Sin embargo, esta relación filial con Dios no es como un
tesoro que guardamos en un rincón de nuestras vidas, sino que debe crecer, debe
ser alimentado cada día por la escucha de la Palabra de Dios, la oración, la
participación en los sacramentos, especialmente de la Penitencia y de la
Eucaristía, y de la caridad. ¡Podemos vivir como hijos!
Y esta es nuestra dignidad --tenemos la dignidad de hijos.
¡Comportémonos como verdaderos hijos! Esto significa que cada día debemos dejar
que Cristo nos transforme y nos haga semejantes a Él; significa tratar de vivir
como cristianos, tratar de seguirlo, a pesar de nuestras limitaciones y
debilidades. La tentación de dejar a Dios a un lado para ponernos al centro
nosotros, siempre está a la puerta y la experiencia del pecado daña nuestra
vida cristiana, nuestra condición de hijos de Dios.
Por eso debemos tener la valentía de la fe y no dejarnos
llevar por la mentalidad que nos dice: "Dios no es necesario, no es
importante para ti", y otras cosas más. Es justamente lo contrario: solo
comportándonos como hijos de Dios, sin desanimarnos por nuestras caídas, por
nuestros pecados, sentiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva,
inspirados en la serenidad y en la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es
nuestra esperanza!
Queridos hermanos y hermanas, antes que nada debemos
tener bien firme esta esperanza, y
debemos ser un signo visible, claro y brillante para todos. El Señor resucitado
es la esperanza que no falla, que no defrauda (cf. Rm. 5,5). La esperanza no
defrauda. ¡Aquella del Señor! ¡Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas se
desvanecen, cuántas veces las expectativas que llevamos en nuestro corazón no
se realizan! La esperanza de nosotros los cristianos es fuerte, segura y sólida
en esta tierra, donde Dios nos ha llamado a caminar, y está abierta a la
eternidad, porque está fundada en Dios, que es siempre fiel.
No hay que olvidarlo: Dios es siempre fiel; Dios es siempre
fiel a nosotros. Estar resucitados con Cristo por el bautismo, con el don de la
fe, para una herencia que no se corrompe, nos lleva a buscar aún más las cosas
de Dios, a pensar más en Él, a rezarle más. Ser cristiano no se reduce a seguir
órdenes, sino que significa estar en Cristo, pensar como él, actuar como él,
amar como Él; es dejar que él tome posesión de nuestra vida y que la cambie, la
transforme, la libere de las tinieblas del mal y del pecado.
Queridos hermanos y hermanas, a los que nos piden razones de
la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P. 3,15), señalemos al Cristo
Resucitado. Señalémoslo con la proclamación de la Palabra, pero sobre todo con
nuestra vida de resucitados. ¡Mostremos la alegría de ser hijos de Dios, la
libertad que nos da al vivir en Cristo, que es la verdadera libertad, la que
nos salva de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte!
Miremos a la Patria celeste, tendremos una nueva luz y
fuerza aún en nuestras obligaciones y en el esfuerzo cotidiano. Es un valioso
servicio que le debemos dar a nuestro mundo, que a menudo ya no puede mirar a
lo alto, que no es capaz de elevar la mirada hacia Dios.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
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