Entre los estados de la República Mexicana se ha desatado
una especie de competencia para saber cuál de ellos es el menos violento o cuál
ha logrado bajar su índice de criminalidad.
Entre los estados de la república se ha desatado una especie
de competencia para saber cuál de ellos es el menos violento o cuál ha logrado
bajar su índice de criminalidad. Las encuestas y estadísticas rara vez
disminuyen las alarmas y lo que crece es la desconfianza y el temor entre la
población. Los ciudadanos no saben si continuar resistiendo o desesperar, como
se desprende de los datos que arroja la encuesta del INEGI sobre «Victimización
y la Percepción sobre Seguridad Pública», del 20 de septiembre de 2011.
Las instituciones públicas que conforman el estado mexicano
han buscado afanosamente una solución, puesto que son ellas las principales
responsables tanto de la situación vigente como de su correcta solución. Son
para eso: para dar seguridad a la población. Así parecen haberlo entendido al
celebrar continuos encuentros, asambleas y foros; al hacer declaraciones y
ofrecer programas, acompañados de la sociedad civil con manifestaciones y
marchas. Loable es esta intención, aunque sean magros los resultados.
La Iglesia católica publicó en febrero de 2009 un documento
titulado «Que en Cristo, Nuestra Paz, México tenga Vida digna». Es un estudio
analítico y doctrinal sobre la naturaleza de la violencia y las posibles
soluciones. La jerarquía católica ha hablado con oportunidad y claridad, aunque
el aporte mayor es el de la fe, la oración, la paciencia y el doloroso silencio
de las familias victimadas que integran la comunidad católica. Esta es la
contribución mayor y mejor a la paz. El señor cura sigue enseñando a sus fieles
el padrenuestro y a conducir su vida bajo «el santo temor de Dios»; y la
catequista continúa repasando a niños y jóvenes los diez mandamientos, porque
ambos siguen creyendo que el amor de Dios es capaz de arrancar el odio y la
violencia del corazón.
¿En qué consiste este bendito y santo temor de Dios?
Sencillamente, en que el hombre es creatura de Dios y a Él
tiene que rendirle cuentas. «El impío dice en su corazón: no hay Dios que me
pida cuentas», leemos en la Biblia.
Porque no cree en Dios, está lleno de impiedad y atropella a
los demás. El último fundamento de una vida honesta sólo puede ser la fe en
Dios. Si existe, a Él debo rendir cuentas. Si no, a nadie más. Los tribunales
humanos están saturados de gritos de justicia y la sociedad cansada de escuchar
juicios temerarios. No es el hipotético tribunal de la «historia» el que nos va
a pedir cuentas, sino el Dios verdadero. Sólo el juicio divino nos garantiza la
justicia y el respeto a la dignidad humana, y el santo temor de Dios es lo
único y último que puede normar nuestra conducta moral y erradicar el mal del
corazón. El señor cura y la catequista siguen teniendo razón y haciendo una
gran labor a favor de la paz.
Autor: Mario de Gasperín | Fuente: El Observador
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