Por el camino que el Señor me lleva, camino que sólo Dios y
yo conocemos, he tropezado muchas veces, he pasado amarguras muy hondas, he
tenido que hacer continuas renuncias, he sufrido decepciones, y hasta mis
ilusiones que yo creía más santas, el Señor me las ha truncado. Él sea bendito,
pues todo eso me era necesario…, era necesaria la soledad, fue necesaria la
renuncia a mi voluntad y es necesaria la enfermedad.
¿Para qué? Pues mira, a medida que el Señor me ha ido
llevando de acá para allá, sin sitio fijo, enseñándome lo que soy y
desprendiéndome unas veces con suavidad de las criaturas y otras con rudos
golpes…, en todo ese camino que yo veo tan claro, he aprendido una cosa, y mi
alma ha sufrido un cambio… No sé si me entenderás, pero he aprendido a amar a
los hombres tal como son, y no tal como yo quisiera que fueran, y mi alma con
cruz o sin ella, buena o mala, aquí o allí, donde Dios la ponga, y como Dios la
quiera, ha sufrido una transformación…
Yo no sé expresarlo, no hay palabras…, pero yo lo llamo
serenidad…; es una paz muy grande para sufrir y para gozar…; es el saberse
amado de Dios, a pesar de nuestra pequeñez y nuestras miserias…; es una alegría
dulce y serena cuando nos abandonamos de veras en sus manos; es un silencio por
todo lo exterior, a pesar de estar de lleno en medio del mundo; es la felicidad
del enfermo, del tullido, del leproso, del pecador que, a pesar de todo, seguía
al nazareno por los caminos de Galilea… Dios me lleva de la mano, por un campo
donde hay lágrimas, donde hay guerras, hay penas y miserias, hay santos y
pecadores, me pone muy cerca de la cruz y, enseñándome con la mirada todo esto,
me dice: "Todo eso es mío, no lo desprecies…"
Autor: Monseñor Rafael Palmero| Fuente: agea.org
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