miércoles, 24 de abril de 2013

La serenidad en el dolor








Por el camino que el Señor me lleva, camino que sólo Dios y yo conocemos, he tropezado muchas veces, he pasado amarguras muy hondas, he tenido que hacer continuas renuncias, he sufrido decepciones, y hasta mis ilusiones que yo creía más santas, el Señor me las ha truncado. Él sea bendito, pues todo eso me era necesario…, era necesaria la soledad, fue necesaria la renuncia a mi voluntad y es necesaria la enfermedad.

¿Para qué? Pues mira, a medida que el Señor me ha ido llevando de acá para allá, sin sitio fijo, enseñándome lo que soy y desprendiéndome unas veces con suavidad de las criaturas y otras con rudos golpes…, en todo ese camino que yo veo tan claro, he aprendido una cosa, y mi alma ha sufrido un cambio… No sé si me entenderás, pero he aprendido a amar a los hombres tal como son, y no tal como yo quisiera que fueran, y mi alma con cruz o sin ella, buena o mala, aquí o allí, donde Dios la ponga, y como Dios la quiera, ha sufrido una transformación…

Yo no sé expresarlo, no hay palabras…, pero yo lo llamo serenidad…; es una paz muy grande para sufrir y para gozar…; es el saberse amado de Dios, a pesar de nuestra pequeñez y nuestras miserias…; es una alegría dulce y serena cuando nos abandonamos de veras en sus manos; es un silencio por todo lo exterior, a pesar de estar de lleno en medio del mundo; es la felicidad del enfermo, del tullido, del leproso, del pecador que, a pesar de todo, seguía al nazareno por los caminos de Galilea… Dios me lleva de la mano, por un campo donde hay lágrimas, donde hay guerras, hay penas y miserias, hay santos y pecadores, me pone muy cerca de la cruz y, enseñándome con la mirada todo esto, me dice: "Todo eso es mío, no lo desprecies…"

Autor: Monseñor Rafael Palmero| Fuente: agea.org



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