Podrás
pensar que mi vida ha sido fácil y aquí estoy, sin trabajo, a mis cincuenta
años, luchando cada día por llevar el pan a la casa.
Curiosamente,
vivo tranquilo. Ilusionado. Agradecido con Dios por el don de la vida, por los
hijos, la familia, pidiendo como un mendigo la “gracia”.
Anoche pensé
en los porqués de la vida, y recordé las palabras de san Alberto Hurtado, aquél
sacerdote chileno que veía a Cristo en los pobres y clamaba emocionado: “El
pobre es Cristo”.
“¿Para qué
está el hombre en este mundo? El hombre está en el mundo porque alguien lo amó:
Dios. El hombre está en el mundo para amar y ser amado”.
He pasado
largo rato en oración. Ha sido un hablar maravilloso con Dios, en medio de la
noche y el silencio.
A medida que
pasaba el tiempo comprendí que soy como una jarra astillada, esperando al
alfarero que la repare. Me di cuenta de mi poca fe.
Para ser
verdaderamente feliz, debo aprender a confiar en las promesas de Dios:
“No se
inquieten entonces, diciendo: "¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué
nos vestiremos?". Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El
Padre que está en el cielo sabe bien que ustedes las necesitan. Busquen primero
el Reino y su justicia, y todo lo demás se les dará por añadidura” (Mt
6-31,33).
Quiero
aprender el amor. Salir cada mañana de mi casa, amando a mis semejantes. Tener
caridad. Llevar a Dios a mis hermanos, los que viven solos, los que sufren, los
que no han sentido el abrazo de un amigo.
Las horas
pasaron y todo fue silencio, hasta la madrugada. De pronto, súbitamente,
comprendí: Era verdad lo que decía santa Teresa: “Sólo Dios basta”. No
necesitas más.
Me invadió
una esperanza tan grande. Una paz sobrenatural. Una alegría inmensa.
¿Será la
presencia de Dios?
Fue como si
una flama incendiara mi corazón, surgió una necesidad de amar y de golpe me di
cuenta: “El camino, es el amor”. “El sentido de la vida, es el amor”.
Esa llama,
que todos guardamos, hay que avivarla, usarla para incendiar este mundo
cansado, con el fuego y el amor de Dios.
Al amanecer,
dejé atrás la incertidumbre y el temor y empiezo de nuevo a caminar. Esta vez
más seguro, más confiado, porque sé que no estamos solos.
El hombre no
está sólo. Dios lo acompaña.
Autor:
Claudio De Castro
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