Soñar no es
algo sólo para niños. Los grandes también necesitamos momentos de fantasía en
los que la vida brille de un modo distinto, fresco, alegre. Es cierto que no
podemos vivir en los sueños. Los sueños no producen computadoras, ni construyen
rascacielos, ni llenan los bolsillos con un poco de dinero. Pero, ¿de qué sirve
tener comida, casa y familia si falta esa ilusión y esa alegría que da un toque
especial a todo lo que nos rodea?
El mundo
vive de sueños dulces y de pesadillas paralizantes. A veces el sueño nos dice
que el futuro será rosa, que todo irá bien. Otras veces nos cubre el horizonte
de nubes grises y nos impide dar los pasos necesarios para mejorar las
relaciones en la familia, para encender con nueva chispa el trabajo y para que
este mes sí nos llegue el dinero para comprar ese juguete que tanto sueña el
más pequeño de la casa.
También Dios
tiene sueños. Soñó que el hombre podría vivir en paz en esta tierra. Soñó que
era posible que nos amásemos los unos a los otros, por encima de las lenguas,
de las razas o de los zapatos que cada uno lleve (o no lleve) puestos. Soñó que
acogeríamos a su Hijo y que empezaría, entonces sí, un mundo distinto.
Han pasado
más de 2000 años. Para algunos, el sueño de Dios sigue siendo sólo eso, un
sueño irrealizado en millones de corazones que no saben lo que es paz, y en
otros miles que no dejan en paz a los que viven a su lado. Pero otros millones
han soñado con el mismo sueño de Dios.
Francisco de
Asís, Teresa de Calcuta, Juan Pablo II, son sólo algunos nombres de un ejército
de soñadores que han empezado a dar un toque distinto a sus familias, su
trabajo y sus amigos. Creyeron en el Evangelio, y el Evangelio pasó a ser un
sueño más real que todo el dinero del mundo.
Cuando el
sueño del hombre y el sueño de Dios se juntan en un único esfuerzo, la tierra
cambia sus latidos. Las nubes pueden ser las mismas. Quizá sigue faltando el
pan para la mesa. Quizá no regresa el esposo que se ha ido lejos para seguir
sueños que no son sino pesadillas. Un palacio de riqueza será siempre un
infierno mientras dejemos a Dios y al prójimo como mendigos a la puerta. Quien
vive junto a Dios sabe que hasta un campo de exterminio puede convertirse en un
lugar de esperanza y de rezos.
Dios sigue
soñando. Quizá la muerte no sea más que continuar, ahora sí para siempre, ese
sueño que iniciamos aquí en la tierra. Un sueño en un cielo donde sólo habrá
felicidad, donde el Amor lo será todo para los eternos soñadores de Dios...
Autor: P.
Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net
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