1. Hago un pequeño ejercicio de respiración,
tomando conciencia de la vida que habita en mí. Me doy cuenta de los
sentimientos que me invaden en este momento. Los acojo y los abrazo.
2. Invoco la presencia amorosa y transformadora
del Espíritu de Dios. Le pido que habite y fecunde la tierra de mi corazón.
(Puedo utilizar una canción de fondo, como “Veni
Sancte Spiritus” - Taizé).
3. Rezo el salmo 139: “Señor, Tú me sondeas y me conoces.” Experimento la mano cariñosa y amorosa de Dios
que me guía y me acompaña.
4. Pido al Señor el don de la apertura del
corazón, generosidad y ojos abiertos para estar atento a las señales de su
presencia en el transcurso del día que tengo por delante.
Levántate por la
mañana, colócate delante de Dios y di: Bendícenos y bendice este día que comienza.
Y, en consecuencia, considera todo este día como un don de Dios, y considérate
a ti mismo como un enviado de Dios a ese algo desconocido que es el nuevo día.
Esto quiere decir, simplemente, algo muy difícil: que nada de lo que suceda en
este día sea ajeno a la voluntad de Dios; todo, sin excepción, es una situación
en la cual Dios te colocó para que percibas ahí su presencia, su amor, su compasión,
su inteligencia creadora, su valentía... Y, por otro lado, cada vez que encuentres
una situación, recuerda que tú eres quien Dios colocó allí para realizar la
tarea del cristiano, ser un fragmento del Cuerpo de Cristo, una acción de Dios.
Autor: Vanderlei Soela, FMS
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