No hace mucho tiempo, cuando
utilizaba en mis oraciones privadas la plegaria colecta para el cuarto domingo después de la Trinidad,
descubrí que había cometido un lapsus linguae.
Había pensado pedir fuerza para
pasar por las cosas temporales de un modo que no me hiciera perder finalmente las eternas. Pero me di cuenta que había pedido “fuerza
para pasar por las cosas eternas de una
forma que no me hiciera perder las temporales…”
Pensé que lo que había dicho inadvertidamente expresaba aproximadamente
lo que había deseado realmente.
A continuación indicaré lo
que quiero decir. Yo rezo, leo un libro
de oraciones, me preparo para la Comunión y la recibo. Pero mientras hago estas cosas hay, por así
decir, una voz dentro de mí que me pide cautela. Me dice que tenga cuidado, que sea dueño de
mí mismo, que no vaya demasiado lejos ni queme mis naves. Me pongo en presencia de Dios con el temor de
que durante esos momentos me pueda suceder algo que pudiera ser perjudicial al
regresar de nuevo a la vida “ordinaria”.
No quiero ser llevado a tomar alguna resolución que después haya de
lamentar, pues sé que después del desayuno veré las cosas de un modo
completamente distinto. No quiero que me
ocurra nada ante el altar que me lleve a contraer una deuda demasiado grande
para poder pagarla después.
El principio fundamental de
todas estas precauciones es el mismo: proteger las cosas temporales… Esta es mi permanente y continua tentación: descender
a ese mar (creo que San Juan de la Cruz empleaba la palabra “mar” para
calificar a Dios) y no sumergirme, nadar o flotar en él, solamente salpicar y
chapotear, tomando precauciones para no descender a las profundidades y sujetar
el salvavidas que me une con las cosas temporales… La mentira reside en la sugerencia de que
nuestra mejor protección es una prudente preocupación por la seguridad de
nuestro bolsillo, nuestras gratificaciones habituales y nuestras ambiciones.
Dios no quiere propiamente
nuestro tiempo o nuestra atención, ni siquiera todo nuestro tiempo y toda
nuestra atención. Nos quiere a
nosotros. Él lo merece todo, pues es
amor y quiere favorecernos. Pero no
podrá hacerlo a menos que nos tenga.
Cuando tratamos de reservarnos una zona como área exclusivamente
nuestra, estamos acotando un área de muerte.
De ahí que Él, enamorado, lo reclame todo. Con Él no es posible ningún pacto.
Behmenite dice: “Si no has
elegido el Reino de Dios, carece de importancia en el fondo lo que hayas
elegido en su lugar”. ¿Existe realmente
diferencia entre haber elegido las mujeres o el patriotismo, la cocaína o el
arte, el whisky o un escaño en el gabinete, el dinero o la ciencia? Con cualquiera de ellas habremos malogrado
igual el fin para el que hemos sido creados y rechazado la única cosa capaz de
satisfacerlo. ¿Qué importa a un hombre
que muere en el desierto la elección de ruta que lo alejó de la única ruta
correcta?
Autor: C. S. Lewi
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