La dificultad de creer en la sociedad actual
Es bien sabido que la civilización contemporánea está
empapada de diferentes corrientes, no sólo cristianas, sino también
anticristianas, acristianas, arreligiosas y antirreligiosas. Más aún, estas
corrientes parecen alguna vez, ser las dominadoras en la mentalidad de la
sociedad actual. Se trata de una situación que nos exige un compromiso si
queremos superarla, un compromiso de todos los cristianos responsables,
responsables de lo que quiere decir ser cristianos. Cristo dice que su Padre
realiza «cultura», cultura en el sentido más profundo de la palabra: la cultura
que es la auténtica perfección del hombre, su realización en el sentido humano
natural y hasta en el sentido sobrenatural1.
No es fácil ser auténticamente cristianos en el contexto de
la sociedad moderna, penetrada por formas de un paganismo nuevo. Pero tampoco
lo era ayer en contextos diferentes. Resulta aún más difícil crear un ambiente
social más amplio inspirado en los grandes valores del Evangelio. No obstante,
hay que esforzarse para conseguirlo alimentando una confianza en la capacidad
creativa que proviene de la gracia de Cristo crucificado. No existen modelos de
sociedad que puedan considerarse libres de elementos negativos. Hasta las rosas
tienen espinas2.
El drama del ateísmo
Se advierte hoy en el mundo, y especialmente en nuestro
Occidente, la necesidad de «reedificar» en sus componentes esenciales una
civilización realmente digna del hombre. Las desigualdades económicas, que
todavía subsisten y que a veces se agravan, son un síntoma de carencias más
profundas que tienen que ver con el ámbito espiritual. Ideologías materialistas
por una parte y, permisividad moral, por otra, han llevado a muchos a creer en
la posibilidad de construir una sociedad nueva y mejor excluyendo a Dios y eliminando
cualquier referencia a los valores trascendentales. Sin embargo, la experiencia
permite que podamos tocar con nuestras manos que la sociedad se deshumaniza sin
Dios y que al hombre se le priva de su mayor riqueza. El futuro del mundo será
más humano en la medida en que más cercanos estén los hombres a su Creador y
Redentor.
«El cristianismo no mortifica al hombre, sino que ensalza
sus capacidades más nobles y las pone al servicio de cada uno y de la
comunidad. En Cristo, verdadero hombre y verdadero Dios, podemos descubrir la
verdad plena sobre nosotros mismos y sobre nuestro destino» (Redemptor hominis,
10).
Os ruego que mantengáis intacta la fe en el Salvador Jesús,
que murió y resucitó por nosotros. Estad atentos a su Evangelio, que la Iglesia
os sigue proponiendo con inalterable fidelidad a la tradición de los orígenes.
Educad a vuestros hijos en el cumplimiento de los mandamientos enseñándoles a
pedir a Dios la valentía necesaria para desafiar a la opinión dominante cuando
está en contraste con el Evangelio. No tengáis miedo de nadar contracorriente.
El mundo de hoy necesita más que nunca la novedad del
Evangelio para no ahogarse en el conformismo arrollador de la civilización de
masas3.
En este tema algunos dicen que están buscando y otros se consideran
no creyentes y tal vez incapaces de creer o indiferentes a la fe. Hay quien
llega a rechazar a un Dios cuyo rostro se les presenta mal. En fin, hay otros
que, obcecados por los reflujos de las filosofías de la sospecha, presentan la
religión como ilusión o alienación y quizá sienten la tentación de construir un
humanismo sin Dios. Deseo a todos éstos, sin embargo, que por lo menos dejen
por honradez abiertas sus ventanas a Dios. De lo contrario, corren el riesgo de
pasar a la orilla del camino del hombre, que es Cristo, de cerrarse en
actitudes de rebelión y de violencia, de contentarse con suspiros, impotencia y
resignación. Un mundo sin Dios termina construyéndose antes o después contra el
hombre4.
La razón ante el misterio
Los «sabios» y los «inteligentes» se han formado su visión
personal de Dios y del mundo y no están dispuestos a cambiarla. Creen que lo
saben todo sobre Dios, que poseen la respuesta resolutiva y que no tienen nada
que aprender. De ahí que rechacen la «buena noticia», que les resulta tan
extraña y en contraste con las capacidades de su «weltanschauung». Se trata de
un mensaje que propone ciertos cambios paradójicos que su «buen sentido» no
puede aceptar.
Lo que sucedía en tiempos de Jesús sucede hoy; más aún, hoy
de una manera muy singular. Vivimos en una cultura que lo somete todo a un
análisis crítico y a menudo lo hace absolutizando criterios parciales,
inadecuados por su naturaleza para la percepción de ese mundo de realidades y
valores que escapa al control de los sentidos. Cristo no pide al hombre que
renuncie a su razón. ¿Cómo iba a hacer eso quien se la donó? Lo que le pide es
que no ceda a la antigua sugestión del tentador, que sigue haciendo destellar
ante él la perspectiva engañosa de poder ser «como Dios» (cfr. Gn 3, 5). Sólo
quien acepta sus límites intelectuales y morales y se reconoce necesitado de
salvación puede abrirse a la fe y encontrar en ella, en Cristo, a su Redentor5.
Fe y razón
Entre una razón que, en conformidad con su naturaleza que
proviene de Dios, está ordenada a la verdad y tiene capacidad para el
conocimiento verdadero, y una fe relacionada con la misma fuente divina, no
puede haber ningún conflicto de fondo. Más aún, la fe confirma los derechos
propios de la razón natural. Los presupone. Efectivamente, su aceptación
presupone la libertad propia de un ser racional. Sin embargo, con esto aparece
claro también que fe y ciencia pertenecen a dos órdenes diferentes de
conocimiento, que no cabe superponer. Se revela también en esto que la razón no
lo puede todo ella sola; es finita. Debe concretarse en una multiplicidad de
conocimientos parciales, se realiza en una pluralidad de ciencias múltiples.
Puede percibir la unidad que une el mundo y la verdad a su origen únicamente en
el ámbito de modos parciales de conocimiento. También la filosofía y la
teología son, en cuánto ciencias, tentativas limitadas que pueden percibir la
unidad compleja de la verdad únicamente en la diversidad, es decir, dentro de
una confluencia de conocimientos abiertos y complementarios6.
Ciencia y fe
Mi reflexión está motivada por las inscripciones en bronce
inauguradas hoy aquí: «Ciencia y fe son dones de Dios». En esta afirmación
sintética no se excluye solamente que ciencia y fe se tengan que mirar con
desconfianza mutua, sino que se indica el motivo más profundo que las llama a
establecer una relación constructiva y cordial: Dios, fundamento común de las
dos [...]. En Dios, por consiguiente, aun en la diversidad de sus caminos
respectivos, ciencia y fe encuentran su principio de unidad.
Si la vida del hombre corre hoy peligros enormes, no se debe
a la verdad descubierta mediante la investigación científica, sino a las
aplicaciones de muerte de la tecnología. Como en el tiempo de las lanzas y las
espadas, también en la era de los misiles, el corazón de los hombres mata antes
que las armas7.
El rechazo de la verdad
El misterio de la iniquidad, el abandono de Dios según las
palabras de una carta de Pablo, tiene una estructura interior y una secuencia
dinámica bien definida: «...tiene que manifestarse el hombre impío... el
enemigo que se eleva por encima de lo que es divino o recibe culto, hasta
llegar a sentarse en el santuario, haciéndose pasar a sí mismo por Dios» (2 Tes
2, 3-4). Encontramos aquí también una estructura interna de la negación, del
desarraigo de Dios del corazón de los hombres y del abandono de Dios por parte
de la sociedad humana, y esto con el fin, según se dice, de una «humanización»
plena del hombre, lo que equivale a hacer que el hombre sea humano en sentido
pleno y, en cierto modo, a ponerlo en lugar de Dios, a «deificarlo» por
consiguiente. Como se ve, esta estructura es muy antigua y se conocía ya en los
orígenes, desde el primer capítulo del Génesis, es decir, la tentación de
conferir al hombre la «divinidad» (la imagen y semejanza de Dios) del Creador,
de ocupar el sitio de Dios, con la «divinización» del hombre contra Dios o sin
Dios, como resulta evidente por las afirmaciones ateas de muchos sistemas
actuales.
Quien rechaza la verdad fundamental de la realidad, quien se
coloca a sí mismo como medida de todas las cosas y se pone de este modo en
lugar de Dios, quien más o menos conscientemente considera que puede prescindir
de Dios, el Creador del mundo, o de Cristo, el Redentor de la humanidad, quien
en vez de buscar a Dios corre tras los ídolos, estará siempre de espaldas a la
única verdad suprema y fundamental.
Ésta es la fuga de la interioridad. Puede llevar a rendirse.
Se trata de una fuga de la interioridad que puede revestir la forma de una
extensión exasperada del conocimiento.
La fuga de la interioridad puede también llevar a asociarse
a sectas religiosas, que se sirven de vuestro idealismo y de vuestra ingenuidad
y os quitan la libertad del pensamiento y de la conciencia. Me refiero también
a la fuga a las «islas de felicidad» que, a través de determinadas prácticas
exteriores, garantizan la adquisición de una auténtica fortuna y que al final
dejan solo a quien recurre a ellas. Existe también una fuga de la verdad
fundamental hacia el exterior, es decir, hacia utopías políticas o sociales8.
Crisis de la fe cristiana católica
Incluso en muchos católicos que todavía se definen así se ha
debilitado notablemente la fe en Dios como Persona y, consiguientemente, la fe
en Cristo como Hijo de Dios. Se duda también en ver a la Iglesia como
sacramento y como don objetivo suyo, no manipulable. Aquí está la razón de que,
con no poca frecuencia, la interioridad o la espiritualidad se haga coincidir
con la filantropía y con la acción cívico-social a favor de la paz, de la
justicia, de la ecología, etc., y la oración, la contemplación, la «lectio divina»
les parecen a algunos desprovistas de fundamento suficiente.
Esa «forma mentis» secularizada resulta evidente también en
algunos laicos comprometidos en las estructuras eclesiales parroquiales,
diocesanas y nacionales, y en algunos religiosos y religiosas, cada vez más
atraídos por la misión social, a menudo identificada incluso con la obra
misionera.
La publicación del nuevo Catecismo de la Iglesia Católica no
dejará de asegurar y fortalecer a los fieles desorientados en la fermentación
teológica de estos años, llevando a las genuinas fuentes de la fe a quienes se
habían desviado siguiendo a falsos profetas.
Efectivamente, estudiar teología, ser creyente y sentirse
miembro activo de la Iglesia constituyen tres componentes que a veces el
estudiante duda en integrar en su vida. No se trata de dramatizar: pasar a
través de una crisis puede ser también saludable y positivo, pues puede hacer
que se madure en la fe y se favorezca el compromiso responsable en la Iglesia.
Precisamente por esto se necesita una atenta acción pastoral de apoyo9.
Cristo, luz y guía en la vida
¡Aprended a conocer a Cristo y dejaos conocer por Él! Él os
conoce a cada uno de vosotros individualmente. No es un conocimiento que
suscite oposición o rebelión, una ciencia ante la que sea necesario huir para
salvaguardar el propio mundo interior. No es una ciencia compuesta de hipótesis
o que reduzca al hombre a dimensiones socio-utilitarias. Su ciencia está llena
de sencilla verdad sobre el hombre, y especialmente llena de amor. Someteos a esta
ciencia sencilla y llena de amor del Buen Pastor. Estad seguros de que Él os
conoce a cada uno más de lo que cada uno se conoce a sí mismo. Conoce porque
entregó su vida (cfr. In 15, 13). Facilitadle la labor de encontraros. A veces
el hombre, el joven, se encuentra perdido consigo mismo, perdido en el mundo
que le rodea, en toda la red de las cosas humanas que le envuelven. Facilitad a
Cristo la labor de encontraros. Que Él lo conozca todo sobre vosotros, que él
os guíe. Es verdad que para seguir a alguien se necesita al mismo tiempo ser
exigente consigo mismo, tal es la ley de la amistad. Si queremos caminar
juntos, debemos estar atentos al camino que queremos recorrer. Si nos movemos
por la montaña es preciso seguir las señales. Si escalamos una montaña no
podemos prescindir de la cuerda. Debemos también conservar la unión con el
amigo divino llamado Jesucristo. Debemos colaborar con Él10.
La fe, encuentro personal con Dios en Jesucristo en la
Iglesia
Opiniones, puntos de vista personales y especulaciones no
son suficientes a quien evalúa su acción por el camino de vida del hombre y
cuyo respeto por el hombre está vivo. No pueden ciertamente contentar a quien
es consciente de poder llegar a través de respuestas teológicas a la causa
primera de la verdad. Dios nos ha manifestado su palabra, una palabra que no
podemos encontrar y retener solos, con la fuerza únicamente de nuestro
intelecto, aunque se le haya concedido a nuestra diligencia la posibilidad de
aclarar la credibilidad de esta palabra y su correspondencia con nuestros
interrogantes y nuestros conocimientos humanos. Se encuentra en la lógica
interna de la revelación que la defensa y la interpretación de esta palabra
necesitan un don especial del Espíritu. Por consiguiente, el estudio de la teología
católica debe estar provisto de la disponibilidad para escuchar los testimonios
vinculantes de la Iglesia y acatar las decisiones de quienes, en cuánto
pastores de la Iglesia, tienen responsabilidad ante Dios de tutelar en materia
de fe.
Sin la Iglesia, la palabra de Dios no habría sido
transmitida y conservada; no se puede querer la palabra de Dios sin la Iglesia.
La comprensión intelectual de la fe debe ser integrada
también por otro aspecto: la fe, además de conocerse, debe vivirse. En el Nuevo
Testamento mismo, una fe que brotara únicamente del conocimiento se rechazaría
como perversión, por ejemplo según la carta de Santiago, donde dice que hasta
las fuerzas demoníacas conocen al Dios único, pero como no aceptan este
conocimiento con su ser, sólo les queda temblar ante este Dios, sólo puede
traerles castigo y no salvación (cfr. Sant 2, 19).
Cuando Dios nos dirige su palabra no anuncia dato alguno
sobre cosas o terceras personas, no nos comunica «algo», sino que nos comunica
a sí mismo, a Jesús, como verbo insuperable con quien Dios se comunica a sí
mismo. De este modo, la palabra de Dios exige una respuesta que debe darse con
toda nuestra persona. La realidad de Dios no la capta quien se limita a
considerar su palabra y su verdad sólo como objeto de investigación neutra. La
manera de acercarse a Dios como Dios es únicamente la adoración. El maestro
Eckhart exhortaba por eso a los que le escuchaban a desembarazarse de ciertos
conceptos de Dios11.
Fe cristiana y valentía en la vida
Debemos decidirnos conscientemente a querer ser cristianos
que profesan su fe y a tener la valentía para distanciamos, si fuera necesario,
de nuestro ambiente. Una condición necesaria para ese testimonio decidido de
vida cristiana es percibir y comprender, por nuestra parte, la fe como una
ocasión estupenda de vida, que trasciende las interpretaciones y la conducta
ambiental. Debemos aprovechar cualquier ocasión para experimentar de qué manera
la fe enriquece nuestra existencia, realiza en nosotros una fidelidad auténtica
en la lucha por la vida, corrobora nuestra esperanza contra los ataques de
cualquier clase de pesimismo o desesperación, nos empuja a evitar cualquier
pesimismo y a comprometemos con reflexión por la justicia y la paz del mundo;
también puede consolarnos y animarnos en el dolor. Tarea y «chance» de la
situación de diáspora es, por consiguiente, experimentar más conscientemente de
qué modo la fe ayuda a vivir de manera más plena y profunda12.
El optimismo cristiano
Lo primero que deseo es dirigiros una invitación al
optimismo, a la esperanza y a la confianza. Es verdad que la humanidad
atraviesa un momento difícil y que se tiene la impresión de que las fuerzas del
mal acabarán prevaleciendo. Con harta frecuencia, la honradez, la justicia y el
respeto de la dignidad del hombre deben marcar el paso o terminan por sucumbir.
A pesar de todo, nosotros estamos llamados a vencer al mundo con nuestra fe
(cfr. 1 In 5, 4), porque pertenecemos a Quien con su muerte y resurrección
consiguió para nosotros la victoria sobre el pecado y la muerte y nos hizo
capaces de una afirmación humilde y serena, pero segura, del bien por encima
del mal.
Somos de Cristo y es Él quien vence en nosotros. Debemos
creer esto profundamente, debemos vivir esa certeza, pues de lo contrario las
continuas dificultades que surgen tendrán desgraciadamente la fuerza de
inocular en nuestras almas la carcoma insidiosa que se llama desánimo,
costumbre, acomodamiento pleno a la prepotencia del mal.
La tentación más sutil que acecha actualmente a los
cristianos, y especialmente a los jóvenes, es precisamente la de la renuncia a
la esperanza en la afirmación victoriosa de Cristo. El instigador de todas las
insidias, el maligno, trata siempre y decididamente de apagar en el corazón de
los hombres la luz de esa esperanza. No es un camino fácil el de la milicia
cristiana, pero debemos recorrerlo conscientes de que poseemos una fuerza
interior de transformación que se nos ha comunicado con la vida divina que se
nos dio en Cristo, el Señor. En virtud de vuestro testimonio, haréis comprender
que los valores humanos más altos se asumen en un cristianismo vivido con
coherencia13.
El amor a la verdad es amor a Cristo
Existe también una contaminación de las ideas y las
costumbres que puede llevar a la destrucción del hombre. Esta contaminación es
el pecado, del que procede la mentira.
La verdad y la mentira. Es preciso reconocer que con harta
frecuencia la mentira se nos presenta con apariencias de verdad. Por eso es
necesario despertar el discernimiento para reconocer la verdad, la palabra que
viene de Dios, y evitar las tentaciones que proceden del «padre de la mentira».
Me estoy refiriendo al pecado, que consiste en negar a Dios, en rechazar la
luz. Como dice el Evangelio de Juan, «la luz verdadera» estaba en el mundo: el
Verbo «por quien el mundo fue hecho pero que el mundo no reconoció» (cfr. In 1,
910).
«La verdad contenida en el Verbo del Padre»: eso es lo que
queremos decir cuando reconocemos a Jesucristo como la verdad. «¿Qué es la
verdad?», le preguntaba Pilato. La tragedia de Pilato fue que la verdad estaba
delante de él en la persona de Jesucristo y no fue capaz de reconocerla.
No debe repetirse esa tragedia en nuestra vida. Cristo es el
centro de la fe cristiana, la fe que la Iglesia proclama hoy igual que siempre
a todos los hombres y a todas las mujeres. Dios se hizo hombre. «El Verbo se
hizo hombre y habitó entre nosotros» (Jn I, 14). Los ojos de la fe ven en
Jesucristo al hombre, como puede ser y como Dios quiere que sea. Al mismo tiempo
Jesús nos revela el amor del Padre.
Pero la verdad es Jesucristo. ¡Amad la verdad! ¡Vivid en la
verdad! ¡Llevad la verdad al mundo! Sed testigos de la verdad. Jesús es la
verdad que salva. Él es la verdad total hacia la que nos conducirá el Espíritu
de la verdad (cfr. In 16, 13).
Queridos jóvenes: busquemos la verdad sobre Jesucristo y
sobre su Iglesia. Pero debemos ser coherentes: amemos la verdad, vivamos en la
verdad, proclamemos la verdad. ¡Cristo, muéstranos la verdad! ¡Sé para nosotros
la única verdad!14.
El hombre, peregrino del absoluto
La vida humana en la tierra es una peregrinación continua.
No todos somos conscientes de que estamos de paso en el mundo. La vida del
hombre comienza y acaba, comienza con el nacimiento y sigue hasta el momento de
la muerte. El hombre es un ser transitorio. Y en esta peregrinación de la vida,
la religión ayuda al hombre a vivir de tal manera que consiga su fin. El hombre
está continuamente puesto ante la naturaleza transitoria de una vida que él
sabe que es muy importante como preparación para la vida eterna. La fe
peregrina del hombre le orienta hacia Dios y le dirige en la realización de las
opciones que le ayudan a conseguir la vida eterna. Por tanto, cada momento de
la peregrinación terrena del hombre es importante, importante en sus desafíos y
en sus opciones15.
En la revelación de la Antigua y de la Nueva Alianza el
hombre vive en el mundo visible, en medio de las cosas temporales, y al mismo
tiempo profundamente consciente de la presencia de Dios, que penetra toda su
vida. Este Dios viviente es en realidad el baluarte último y definitivo del
hombre en medio de todas las pruebas y sufrimientos de la existencia terrena.
El hombre anhela poseer a este Dios de manera definitiva cuando experimenta su
presencia. Se esfuerza por llegar a la visión de su rostro, como recuerda el
salmista: «Como el ciervo anhela las corrientes de agua, así te desea mi alma,
Señor»16.
Mientras el hombre se esfuerza por conocer a Dios, por ver
su rostro y experimentar su presencia, Dios se acerca al hombre para revelarle
su vida. El Concilio Vaticano II insiste en la importancia de la intervención
de Dios en el mundo. Esto quiere decir que «por medio de la revelación Dios
quiso manifestarse a sí mismo y sus planes de salvar al hombre» (DV).
Al mismo tiempo, este Dios misericordioso y amoroso que se
comunica a sí mismo por medio de la revelación sigue siendo para el hombre un
misterio inescrutable. Y el hombre, el peregrino del Absoluto, sigue toda su
vida buscando el rostro de Dios. Pero al final de su peregrinación de fe el
hombre llega a la casa del Padre, y estar en esta casa quiere decir ver a Dios
«cara a cara» (I Cor 13, 12)17.
El hombre fue llamado desde el principio por Dios para
«someter la tierra y dominarla» (Gn 1,28). Recibió del Señor esta tierra como
don y como tarea. Creado a su imagen y semejanza, el hombre tiene una dignidad
especial. Es dueño y señor de los bienes depositados por el Creador en sus
criaturas. Es colaborador de su Creador.
Por esta razón el hombre no debe olvidar que todos los
bienes de los que está lleno el mundo son don del Creador. Por eso advierte la
Sagrada Escritura: «Y no digas: Con mis propias fuerzas he conseguido todo
esto. Acuérdate del Señor, tu Dios; él es quien te ha dado fuerza para adquirir
esa riqueza, cumpliendo así la alianza que hizo con juramento a tus
antepasados, como hace hoy» (Dt 8, 17-18).
¡Qué oportuna ha sido esta advertencia a lo largo de la
historia humana! ¡Qué oportuna es especialmente en la época actual ante el
progreso de la ciencia y de la técnica! Y es que el hombre, al contemplar las
obras de su ingenio, de su mente y de sus manos, parece olvidar cada vez más a
Quien es el principio de todas estas obras y de todos los bienes que encierra
la tierra y el mundo creado.
Cuanto más somete la tierra y la domina, más parece
olvidarse de Quien le dio la tierra y todos los bienes que contiene18.
Jesús, Camino que conduce al Padre
Nosotros llegamos a Dios a través de la verdad de Dios y a
través de la verdad sobre todo lo que está fuera de Dios: la creación, el
macrocosmos, y el hombre, el microcosmos. Llegamos a Dios a través de la verdad
proclamada por Cristo, a través de la verdad que es realmente Cristo. Llegamos
a Dios en Cristo, que sigue repitiendo: «Yo soy la verdad».
Esta llegada a Dios a través de la verdad que es Cristo es
la fuente de la vida. Es la fuente de la vida que comienza aquí en la tierra en
la oscuridad de la fe para llegar a su plenitud en la visión de Dios «cara a
cara» en la luz de la gloria, donde Él está realmente.
Cristo nos da esa vida porque es la vida, como Él mismo nos
dice: «Yo soy la vida», «Yo soy el camino, la verdad y la vida».
«¿Por qué me siento turbado?... Esperaré en Dios» (Salmo
43,5). «Y me acercaré al altar de Dios, al Dios de mi alegría, y te daré
gracias con el arpa» (Salmo 43, 4)19.
Jesús es el Hijo de Dios y es de la misma sustancia que el
Padre. Dios de Dios y luz de luz, se hizo hombre y así ser para nosotros camino
que conduce al Padre. A lo largo de su vida terrena hablaba incesantemente al
Padre. Al Padre dirigía los pensamientos y los corazones de quienes le
escuchaban. En cierto modo, compartía con ellos la paternidad de Dios, y esto
es algo que se ve de manera especial en la oración que enseñó a sus discípulos,
el padrenuestro.
Al final de su misión mesiánica en la tierra, un día antes
de su Pasión y Muerte, dijo a los apóstoles: «En la casa de mi Padre hay un
lugar para todos; de no ser así ya os lo habría dicho; ahora vaya prepararos
ese lugar» (Gn 14, 2).
Si el Evangelio es revelación de la verdad que dice que la
vida humana es una peregrinación hacia la casa del Padre, significa que es al
mismo tiempo una llamada a la fe por medio de la cual caminamos como
peregrinos, una llamada a la fe peregrinante. Cristo dice: «Yo soy el camino,
la verdad y la vida»20.
La Cruz de Cristo, mensaje de dolor y salvación
Aunque es la luz para la revelación a todas las naciones,
Jesús está destinado a ser al mismo tiempo, y en todas las épocas, un signo
difamado, un signo atacado, un signo de contradicción. Así sucedió también con
los profetas de Israel. Así sucedió con Juan Bautista y así sucedería en las
vidas de todos los que habrían de seguirle.
Realizó grandes signos y milagros, multiplicó los panes y
los peces, calmó las tempestades, resucitó a los muertos. Las masas acudían a
él de todas partes y le escuchaban con atención, pues hablaba con autoridad.
Sin embargo se encontró con la dura oposición de quienes rehusaban abrirle su
corazón y su mente. Al final, la expresión más dura de esta contradicción la
encontramos en su sufrimiento y su muerte en la Cruz. La profecía de Simeón se
verificaba. Se verificaba con Jesús y se verifica en la vida de sus seguidores
en toda la tierra y en todos los tiempos.
Así, la Cruz se convierte en luz, la Cruz se convierte en
salvación. ¿Acaso no es ésta la Buena Nueva para los pobres y para todos los
que experimentan el sabor amargo del sufrimiento?.
La cruz de la pobreza, la cruz del hambre, la cruz de todos
los demás sufrimientos puede transformarse, pues la Cruz de Cristo se ha
convertido en una luz para nuestro mundo. Es una luz de esperanza y de
salvación. Da sentido a todos los sufrimientos humanos. Lleva consigo la
promesa de una vida eterna libre del dolor y del pecado. A la Cruz siguió la
Resurrección. La muerte fue vencida por la vida. Y todos los que están unidos
al Señor crucificado y resucitado pueden esperar que participaran en esta misma
victoria21.
La fe en el Espíritu Santo
La Iglesia profesa de manera incesante su fe: en nuestro
mundo hay creado un Espíritu que es un don increado. Es el Espíritu del Padre y
del Hijo. Como el Padre y el Hijo, es increado, inmenso, eterno, omnipotente,
Dios y Señor. Este Espíritu de Dios «llena el universo», y todo lo creado
reconoce en Él la fuente de su identidad, encuentra en Él su expresión
trascendente, se dirige a Él y le espera, le invoca con todo su ser. A Él, como
al Paráclito, como al Espíritu de verdad y de amor, acude el hombre que vive de
verdad y amor y que no puede vivir sin la fuente de la verdad y del amor. A Él
acude la Iglesia, que es corazón de la humanidad, para invocarIe por todos y
para que a todos les conceda los dones del amor, por cuyo medio se derramó en
nuestros corazones. A Él acude la Iglesia a lo largo de los complicados caminos
de la peregrinación del hombre en la tierra, y suplica, suplica constantemente
la rectitud de los actos humanos, como obra suya; suplica el gozo y el consuelo
que sólo Él, el verdadero consolador, puede darnos viniendo a lo íntimo de los
corazones humanos; suplica la gracia de las virtudes que merecen la gloria
celestial; suplica la salvación eterna, en la comunicación plena de la vida
divina, a la que el Padre ha predestinado eternamente a los hombres, creados
por amor a imagen y semejanza de la Santísima Trinidad22.
Gemimos, pero en confiada espera de una esperanza
indefectible, porque realmente Dios, que es Espíritu, se ha acercado a este ser
humano. Dios Padre envió a su propio Hijo revestido de una carne semejante a la
del pecado y, ante la presencia del pecado, condenó el pecado. En el momento
culminante del misterio pascual, el Hijo de Dios, que se hizo hombre y fue
crucificado por los pecados del mundo, se presentó en medio de sus apóstoles
después de la resurrección, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu
Santo». Este soplo permanece para siempre. Por eso «el Espíritu acude siempre
en ayuda de nuestra debilidad»23.
La ignorancia, el peor enemigo de la fe
Cualquier persona necesita una formación integral e
integradora –cultural, profesional, doctrinal, espiritual y apostólica– que le
disponga para vivir en una coherente unidad interior y le permita siempre dar
razón de su esperanza a quien se la pida.
La identidad cristiana exige el esfuerzo constante de
formarse cada vez más, pues la ignorancia es el peor enemigo de nuestra fe.
¿Quién puede decir que ama de veras a Cristo si no se empeña en conocerle
mejor?.
¡Formación y espiritualidad! Un binomio inseparable para
quien aspira a llevar una vida cristiana comprometida de veras en la
edificación y la construcción de una sociedad más justa y fraterna. Si queréis
ser fieles en vuestra vida cotidiana a las exigencias de Dios y a las
expectativas de los hombres y de la historia, tenéis que alimentaros constantemente
con la palabra de Dios y con los sacramentos, para que «la palabra de Cristo
habite en vosotros con toda su riqueza» (Col 3, 16)24.
El valor del compromiso de la fe cristiana y católica
La fe no consiste en la última novedad que hoy es noticia y mañana
está ya olvidada. La fe no es una enseñanza que alguien puede adaptar a sus
necesidades y según el momento presente. No es invención o creación nuestra. La
fe es el gran don divino que Jesucristo ha hecho a la Iglesia. Dice san Pablo
en la carta a los Romanos: «La fe surge de la proclamación, y la proclamación
se verifica mediante la palabra de Cristo» (10, 17). El creyente encuentra su
fundamento en Jesucristo, que sigue viviendo en su Iglesia a lo largo de los
siglos hasta el día del juicio.
La fe vive en la tradición de la Iglesia. Sólo en ella
podemos encontrar con seguridad la verdad de Jesucristo. Sólo una rama viva del
árbol de la comunidad eclesial tiene su fuerza en las raíces.
Os exhorto hoy a mantener firme la fe de la Iglesia. Es lo
que han hecho vuestros padres y vuestras madres. Ateneos a la fe también
vosotros y trasmitidla sucesivamente a vuestros hijos. Ésta es la razón de mi
viaje pastoral en medio de vosotros: «Os recuerdo, hermanos, el Evangelio que
os anuncié, que recibisteis y en el que habéis perseverado» (1 Cor 15, 1).
Sin una fe firme carecéis de apoyo y estáis a merced de las
enseñanzas cambiantes del tiempo. Ciertamente hay también hoy algunos ambientes
en los que ha dejado de aceptarse la doctrina correcta, y se busca en ellos,
conforme a los propios deseos, maestros nuevos que os lisonjean, como advirtió
san Pablo. No os dejéis engañar. No hagáis caso de los profetas del egoísmo,
que interpretan de manera incorrecta la evolución individual, que os proponen
una doctrina terrena de salvación y que quieren construir un mundo sin Dios.
Para poder decir «creo», «yo creo», es necesario estar
dispuestos a la abnegación, a la entrega de sí mismos, es necesario también
estar dispuestos al sacrificio y la renuncia y tener un corazón generoso.
Quien tiene esta valentía verá que se disuelven las
tinieblas. Quien cree, ha encontrado el faro que facilita un camino seguro.
Quien cree, conoce la dirección y es capaz de orientarse. Quien cree, ha dado
con el camino acertado y ninguna insensatez de ningún falso maestro conseguirá
desviarle. El creyente tiene un punto de apoyo y acepta vivir la vida de manera
digna y como agrada a Dios. Quien cree, puede concluir con pleno conocimiento
su vida y aceptar el momento en que Dios le llame.
Es verdad que considerarse hoy en la Iglesia no es el modo
más cómodo de vivir. Es más fácil adaptarse y esconderse. Actualmente aceptar
la fe y vivirla, significa nadar contracorriente. Se trata de una opción que
exige energía y valor25.
Autor: Juan Pablo II
Notas
1 Parroquia de los Santos Protomártires, 21 de abril de
1985.
2 Discurso en Verona, el 16 de abril de 1988.
3 Discurso en el santuario de la Virgen de las Gracias en
Benevento, 2 de julio de 1990.
4 Discurso a los jóvenes en París, 1 de junio de 1980.
5 Al Almo Collegio Capranica, 21 de enero de 1980.
6 Colonia, discurso a los profesores y estudiantes, 15 de
noviembre de 1980.
7 Erice, encuentro con los investigadores del centro Ettore
Majorana, 8 de mayo de 1993.
8 Munich, homilía a los jóvenes, 19 de noviembre de 1980.
9 A los obispos de Holanda en visita «ad lumina
apostolorum», 11 de enero de 1993.
10 Cracovia, discurso a los universitarios, 8 de junio de
1979.
11 Fulda, encuentro con los laicos, 18 de noviembre de 1980.
12 Osnabrück, homilía, 16 de noviembre de 1980.
13 Discurso a la juventud salesiana, 5 de mayo de 1979.
14 Santiago de Compostela, discurso a los jóvenes, 19 de
agosto de 1989.
15 Nueva Delhi, homilía en el estadio Indira Gandhi, 1 de
febrero de 1986.
16 Idem.
17 Idem.
18 Bahía Blanca, Argentina, discurso al mundo rural, 7 de
abril de 1987.
19 Nueva Delhi, 1 de febrero de 1986.
20 Nueva Delhi, 1 de febrero de 1986.
21 Nueva Delhi, homilía, 2 de febrero de 1986.
22 Encíclica «Dominum et vivificantem».
23 Encíclica «Dominum et vivificantem».
24 Viedma, Argentina, 6 de abril de 1987.
25 Homilía delante de la catedral de Münster, 1 de mayo de
1987.
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