Dilecto hermano en el Señor, vuestra
santidad papa Benedicto,
Hermanos y hermanas,
Hermanos y hermanas,
Cuando Cristo se estaba preparando para
la experiencia del Getsemaní, pronunció una oración por la unidad citada en el
capítulo 17, versículo 11, del Evangelio según san Juan: “cuida en tu Nombre a
aquellos que me diste, para que sean uno, como nosotros” (las citas de la
Biblia están tomadas de la traducción española de la página web de la Santa
Sede). A través de los siglos fuimos verdaderamente custodiados con la potencia
y el amor de Cristo y, en el momento adecuado de la historia, el Espíritu Santo
descendió sobre nosotros e iniciamos el largo camino hacia la unidad visible
deseada por Cristo. Esto fue confirmado en la Unitatis Redintegratio § 1: “Esta gracia ha llegado a muchas almas
dispersas por todo el mundo, e incluso entre nuestros hermanos separados ha
surgido, por el impuso del Espíritu Santo, un movimiento dirigido a restaurar
la unidad de todos los cristianos”.
En esta plaza, una celebración potente
y significativa manifestó el corazón y la mente de la Iglesia Católica Romana,
conduciéndola en estos cincuenta años hasta el mundo contemporáneo. La apertura
del Concilio Vaticano II, piedra miliar transformante, fue inspirada por la
realidad fundamental que el Hijo y el Logos encarnado de Dios está “donde hay
dos o tres reunidos en mi Nombre” (Mt 18, 20) y que el Espíritu que procede del
Padre “los introducirá en toda la verdad” (Jn 16, 13).
En los cincuenta años subsiguientes,
recordamos con claridad y ternura, pero también con exultación y entusiasmo,
nuestros personales debates con obispos y con expertos teólogos durante nuestra
formación --como joven estudiante- en el Pontificio Instituto Oriental, como
también nuestra participación personal en algunas sesiones especiales del
Concilio. Somos testigos oculares del modo en que los obispos experimentaron
con renovada conciencia la validez, y un sentido reforzado de continuidad, de
la tradición y de la fe que “de una vez para siempre ha sido transmitida a los
santos” (Judas 1, 3). Fue un período prometedor, lleno de esperanza tanto
dentro como fuera de vuestra Iglesia.
Notamos que para la Iglesia Ortodoxa
éste fue un período de intercambios y de expectativas. La convocatoria de las
primeras Conferencias Panortodoxas en Rodas, por ejemplo, condujo a las
Conferencias Preconciliares en preparación del Gran Concilio de las Iglesias
Ortodoxas. Estos intercambios demostraron al mundo moderno el gran testimonio
de unidad de la Iglesia Ortodoxa. Este período, además, coincidió con el
“diálogo del amor” y anunció la Comisión Internacional Conjunta para el Diálogo
Teológico entre la Iglesia Católica Romana y la Iglesia Ortodoxa, instaurado
por nuestros venerables predecesores, el papa Juan Pablo II y el patriarca
ecuménico Demetrio.
En el curso de los últimos cinco
decenios, las conquistas alcanzadas por esta asamblea fueron varias, como ha
demostrado una serie de importantes e influyentes constituciones, declaraciones
y decretos. Hemos contemplado la renovación del espíritu y el “retorno a los
orígenes” mediante el estudio litúrgico, la investigación bíblica y la doctrina
patrística. Hemos apreciado el esfuerzo gradual por liberarse de la rígida
limitación académica para pasar a la apertura del diálogo ecuménico, que ha
llevado a recíprocas abrogaciones de las excomuniones del año 1054, el
intercambio de saludos, la restitución de reliquias, el inicio de diálogos
importantes, y las visitas recíprocas en nuestras respectivas sedes.
Nuestro camino no fue siempre fácil, ni
estuvo exento de sufrimientos y desafíos. Sabemos, de hecho que “es angosta la
puerta y estrecho el camino” (Mt 7, 14). La teología fundamental y los temas
principales del Concilio Vaticano II --el misterio de la Iglesia, la sacralidad
de la liturgia y la autoridad del obispo- son difíciles de aplicar con práctica
asidua y se asimilan con esfuerzo durante toda la vida y con el compromiso de
la Iglesia entera. La puerta, por tanto, debe permanecer abierta para una
acogida más profunda, un mayor compromiso pastoral y una interpretación
eclesial del Concilio Vaticano II cada vez más profunda.
Prosiguiendo juntos por este camino,
ofrecemos gracias y gloria al Dios viviente --Padre, Hijo y Espíritu Santo-
porque la asamblea misma de los obispos reconoció la importancia de la
reflexión y del diálogo sincero entre nuestras “Iglesias hermanas”. Nos unimos
en la “espera que, derrocado todo muro que separa la Iglesia occidental y la
oriental, se hará una sola morada, cuya piedra angular es Cristo Jesús, que
hará de las dos una sola cosa” (Unitatis Redintegratio §18).
Con Cristo, nuestra piedra angular, y
con la tradición que tenemos en común, seremos capaces --o, más bien, puestos
en condiciones de ser capaces por el don y la gracia de Dios--, de alcanzar una
mayor comprensión y una expresión más completa del Cuerpo de Cristo. Con
nuestros continuos esfuerzos, conformes al espíritu de la tradición de la
Iglesia primitiva y a la luz de la Iglesia de los Concilios del primer milenio,
podremos experimentar la unidad visible que se encuentra solamente más allá de
nuestro tiempo de hoy.
La Iglesia siempre se destaca en su peculiar dimensión profética y pastoral, abraza su característica benevolencia y espiritualidad y sirve con humilde sensibilidad al “más pequeño de mis hermanos” (Mt 25, 40).
Dilecto hermano, nuestra presencia aquí
significa y marca nuestro empeño en testimoniar juntos el mensaje de salvación
y curación de nuestros hermanos más pequeños: los pobres, los oprimidos, los
marginados en el mundo creado por Dios. Damos comienzo a oraciones por la paz y
la salud de nuestros hermanos y hermanas cristianos que viven en Oriente Medio.
En el actual crisol de violencia, separación y división que se va
intensificando entre pueblos y naciones, que el amor y el deseo de armonía que
declaramos aquí, y la comprensión que buscamos con el diálogo y el respeto
recíproco, sirva como modelo para nuestro mundo. Que la humanidad pueda tender
la mano “al otro” y que podamos trabajar juntos para superar el dolor de los
pueblos en todas partes, de modo particular allí donde se sufre a causa del
hambre, de los desastres naturales, de las enfermedades y de la guerra que, en
última instancia, afecta a la vida de todos nosotros.
A la luz de todo cuanto la Iglesia del
mundo debería aún cumplir, y con gran reconocimiento por todo el progreso que
hemos compartido, tenemos el honor de haber sido invitados para participar --y
modestamente llamados a ofrecer nuestra palabra- en esta solemne y festiva
conmemoración del Concilio Vaticano II. No se trata sólo de una coincidencia
que esta ocasión marque para vuestra Iglesia la solemne inauguración del “Año
de la Fe”, dado que es la fe la que ofrece un signo evidente del camino que
juntos hemos recorrido a lo largo del sendero de la reconciliación y de la
unidad visible.
Como conclusión, con mucho afecto nos
congratulamos con usted, santidad, dilecto hermano --unidos con la bendita
multitud de los fieles hoy aquí reunidos--, y le abrazamos fraternalmente en la
feliz ocasión de esta celebración conmemorativa. Que Dios los bendiga a todos.
Autor: Patriarca Bartolomé I extraído
de zenit.org
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