Conmemoración de todos los fieles difuntos
Queridos
amigos y hermanos del blog: la conmemoración de los fieles difuntos fue
instituida por san Odilón, quinto abad de Cluny, el año 998. En efecto, al día
siguiente de la fiesta de Todos los Santos, en que la Iglesia celebra con
alegría la comunión de los santos y la salvación de los hombres, san Odilón
quiso exhortar a sus monjes a orar de manera particular por los difuntos,
contribuyendo así misteriosamente a su acceso a la bienaventuranza, desde la
abadía de Cluny poco a poco se fue difundiendo la costumbre de interceder
solemnemente por los difuntos, con una celebración que san Odilón llamó la
fiesta de los muertos, práctica que hoy está en vigor en la Iglesia universal.
Al orar por los difuntos, la Iglesia contempla ante todo el misterio de la resurrección de Cristo que, con su Cruz, nos obtiene la salvación y la vida eterna. Por eso, con san Odilón, podemos repetir incesantemente: “La Cruz es mi refugio, la Cruz es mi camino y mi vida. La Cruz es mi arma invencible. La Cruz rechaza todo mal. La Cruz disipa las tinieblas”. La Cruz del Señor nos recuerda que toda vida está iluminada por la luz pascual, que ninguna situación está totalmente perdida, puesto que Cristo ha vencido la muerte y nos ha abierto el camino de la verdadera vida. La redención “se realiza en el sacrificio de Cristo, gracias al cual el hombre rescata la deuda del pecado y es reconciliado con Dios” (Tertio millennio adveniente, 7).
En el sacrificio de Cristo se funda nuestra esperanza. Su resurrección inaugura “los últimos tiempos” (cfr. 1 Pe 1, 20 y Hech 1, 2). La fe en la vida eterna que profesamos en el Credo es una invitación a la gozosa esperanza de ver a Dios cara a cara. Creer en la resurrección de la carne significa reconocer que hay un fin último, una finalidad última para toda vida humana, que “colma de tal modo el deseo del hombre, que no queda nada por desear fuera de ella” (Santo Tomás de Aquino). San Agustín expresó admirablemente este mismo deseo: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Por tanto, todos estamos llamados a vivir con Cristo, sentados a la diestra del Padre, y a contemplar la santísima Trinidad, dado que “Dios es el objeto principal de la esperanza cristiana” (San Alfonso María de Ligorio); con Job podemos exclamar: “yo sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo lo veré, mis ojos lo mirarán, no ningún otro” (Job 19, 25-27).
Recordamos también que el Cuerpo místico de Cristo está en espera de su unidad, al término de la historia cuando todos sus miembros alcancen la bienaventuranza perfecta y Dios sea todo en todos. En efecto, la Iglesia espera la salvación eterna para todos sus hijos y para todos los hombres. “Creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace presente. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por cumplir con obras su voluntad conocida por el dictamen de la conciencia, ellos también, en un número ciertamente que sólo Dios conoce pueden conseguir la salvación eterna” (Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, 23).
En espera de que la muerte sea vencida definitivamente, los hombres “peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando claramente a Dios uno y trino” (Lumen gentium, 49). Unida a los méritos de los santos, nuestra oración fraterna ayuda a quienes esperan la visión beatífica. La intercesión por los muertos, lo mismo que la vida de los vivos según los mandamientos divinos, obtiene méritos que sirven para la plena realización de la salvación. Se trata de una expresión de la caridad fraterna de la única familia de Dios por la que “estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia” (Lumen gentium, 51): “Salvar almas que amen a Dios eternamente” (Teresa de Lisieux). Para las almas del purgatorio, la espera de la bienaventuranza eterna, del encuentro con el Amado, es fuente de sufrimientos a causa de la pena debida al pecado, que las mantiene alejadas de Dios. Pero también existe la certeza de que, una vez acabado el tiempo de purificación, el alma irá al encuentro de Aquel a quien desea (ver Sal 42 y 62).
Las oraciones de intercesión y de petición, que la Iglesia eleva incesantemente a Dios, tienen un valor muy grande. Son “propias de un corazón conforme a la misericordia de Dios” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2635). El Señor se conmueve siempre ante las súplicas de sus hijos, porque es Dios de vivos. Durante la Eucaristía, mediante la oración universal de los fieles y el memento por los difuntos, la comunidad reunida presenta al Padre de toda misericordia a quienes han muerto para que, por la prueba del purgatorio, si tuvieran necesidad de ella, se purifiquen y alcancen la bienaventuranza eterna.
Al encomendarlos al Señor, nos sentimos solidarios con ellos y participamos en su salvación, en el admirable misterio de la comunión de los santos. La Iglesia cree que a las almas que están en el purgatorio “les ayudan los sufragios de los fieles y particularmente el aceptable sacrificio del altar” (Concilio de Trento, Decreto sobre el purgatorio), así como “las limosnas, y otras obras de piedad” (Eugenio IV, bula Laetantur coeli). “En efecto, la misma santidad vivida, que deriva de la participación en la vida de santidad de la Iglesia, representa ya la aportación primera y fundamental a la edificación de la misma Iglesia en cuanto comunión de los santos” (Christifideles laici, 17).
Recemos en este día y siempre por nuestros queridos difuntos, que Dios les conceda el descanso eterno y que brille para ellos la luz que no tiene fin.
Con mi bendición y mi oración por vuestros queridos difuntos.
Al orar por los difuntos, la Iglesia contempla ante todo el misterio de la resurrección de Cristo que, con su Cruz, nos obtiene la salvación y la vida eterna. Por eso, con san Odilón, podemos repetir incesantemente: “La Cruz es mi refugio, la Cruz es mi camino y mi vida. La Cruz es mi arma invencible. La Cruz rechaza todo mal. La Cruz disipa las tinieblas”. La Cruz del Señor nos recuerda que toda vida está iluminada por la luz pascual, que ninguna situación está totalmente perdida, puesto que Cristo ha vencido la muerte y nos ha abierto el camino de la verdadera vida. La redención “se realiza en el sacrificio de Cristo, gracias al cual el hombre rescata la deuda del pecado y es reconciliado con Dios” (Tertio millennio adveniente, 7).
En el sacrificio de Cristo se funda nuestra esperanza. Su resurrección inaugura “los últimos tiempos” (cfr. 1 Pe 1, 20 y Hech 1, 2). La fe en la vida eterna que profesamos en el Credo es una invitación a la gozosa esperanza de ver a Dios cara a cara. Creer en la resurrección de la carne significa reconocer que hay un fin último, una finalidad última para toda vida humana, que “colma de tal modo el deseo del hombre, que no queda nada por desear fuera de ella” (Santo Tomás de Aquino). San Agustín expresó admirablemente este mismo deseo: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”.
Por tanto, todos estamos llamados a vivir con Cristo, sentados a la diestra del Padre, y a contemplar la santísima Trinidad, dado que “Dios es el objeto principal de la esperanza cristiana” (San Alfonso María de Ligorio); con Job podemos exclamar: “yo sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios. Yo, sí, yo mismo lo veré, mis ojos lo mirarán, no ningún otro” (Job 19, 25-27).
Recordamos también que el Cuerpo místico de Cristo está en espera de su unidad, al término de la historia cuando todos sus miembros alcancen la bienaventuranza perfecta y Dios sea todo en todos. En efecto, la Iglesia espera la salvación eterna para todos sus hijos y para todos los hombres. “Creemos que la Iglesia es necesaria para la salvación. Porque sólo Cristo es el Mediador y el camino de la salvación que, en su Cuerpo, que es la Iglesia, se nos hace presente. Pero el propósito divino de salvación abarca a todos los hombres: y aquellos que, ignorando sin culpa el Evangelio de Cristo y su Iglesia, buscan, sin embargo, a Dios con corazón sincero y se esfuerzan, bajo el influjo de la gracia, por cumplir con obras su voluntad conocida por el dictamen de la conciencia, ellos también, en un número ciertamente que sólo Dios conoce pueden conseguir la salvación eterna” (Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, 23).
En espera de que la muerte sea vencida definitivamente, los hombres “peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando claramente a Dios uno y trino” (Lumen gentium, 49). Unida a los méritos de los santos, nuestra oración fraterna ayuda a quienes esperan la visión beatífica. La intercesión por los muertos, lo mismo que la vida de los vivos según los mandamientos divinos, obtiene méritos que sirven para la plena realización de la salvación. Se trata de una expresión de la caridad fraterna de la única familia de Dios por la que “estamos respondiendo a la íntima vocación de la Iglesia” (Lumen gentium, 51): “Salvar almas que amen a Dios eternamente” (Teresa de Lisieux). Para las almas del purgatorio, la espera de la bienaventuranza eterna, del encuentro con el Amado, es fuente de sufrimientos a causa de la pena debida al pecado, que las mantiene alejadas de Dios. Pero también existe la certeza de que, una vez acabado el tiempo de purificación, el alma irá al encuentro de Aquel a quien desea (ver Sal 42 y 62).
Las oraciones de intercesión y de petición, que la Iglesia eleva incesantemente a Dios, tienen un valor muy grande. Son “propias de un corazón conforme a la misericordia de Dios” (Catecismo de la Iglesia católica, n. 2635). El Señor se conmueve siempre ante las súplicas de sus hijos, porque es Dios de vivos. Durante la Eucaristía, mediante la oración universal de los fieles y el memento por los difuntos, la comunidad reunida presenta al Padre de toda misericordia a quienes han muerto para que, por la prueba del purgatorio, si tuvieran necesidad de ella, se purifiquen y alcancen la bienaventuranza eterna.
Al encomendarlos al Señor, nos sentimos solidarios con ellos y participamos en su salvación, en el admirable misterio de la comunión de los santos. La Iglesia cree que a las almas que están en el purgatorio “les ayudan los sufragios de los fieles y particularmente el aceptable sacrificio del altar” (Concilio de Trento, Decreto sobre el purgatorio), así como “las limosnas, y otras obras de piedad” (Eugenio IV, bula Laetantur coeli). “En efecto, la misma santidad vivida, que deriva de la participación en la vida de santidad de la Iglesia, representa ya la aportación primera y fundamental a la edificación de la misma Iglesia en cuanto comunión de los santos” (Christifideles laici, 17).
Recemos en este día y siempre por nuestros queridos difuntos, que Dios les conceda el descanso eterno y que brille para ellos la luz que no tiene fin.
Con mi bendición y mi oración por vuestros queridos difuntos.
Padre
José Medina
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