martes, 19 de marzo de 2013

Ofrenda de mí...



Ofrenda de mí misma, como víctima de holocausto, al amor misericordioso de Dios.

¡Oh, Dios mío, Trinidad Bienaventurada!, deseo amaros y haceros amar, trabajar por la glorificación de la Santa Iglesia, salvando las almas que están en la tierra y librar a las que sufren en el purgatorio. Deseo cumplir perfectamente vuestra voluntad y alcanzar el puesto de gloria que me habéis preparado en vuestro reino.

En una palabra, deseo ser santa, pero comprendo mi impotencia y os pido, ¡oh, Dios mío!, que seáis vos mismo mi santidad.

Puesto que me habéis amado, hasta darme a vuestro único Hijo como Salvador y como Esposo, los tesoros infinitos de sus méritos son míos; os los ofrezco con alegría, suplicándoos que no me miréis sino a través de la Faz de Jesús y en su Corazón ardiendo de Amor.

Os ofrezco también todos los méritos de los santos (los que están en el cielo y en la tierra), sus actos de amor y los de los Santos Ángeles; en fin, os ofrezco, ¡oh Trinidad Bienaventurada!, el amor y los méritos de la Santísima Virgen, mi Madre querida; en sus manos pongo mi ofrenda, rogándola que os la presente. Su divino hijo, mi Amado esposo, en los días de su vida mortal, nos dijo: «Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre os será concedido». Estoy, pues, segura que escucharéis mis deseos; lo sé, ¡oh, Dios mío!, cuanto más queréis dar, más hacéis desear.

Siento en mi corazón deseos inmensos y os pido con confianza que vengáis a tomar posesión de mi alma. ¡Ah!, puedo recibir la sagrada comunión con tanta frecuencia como lo desee; pero, Señor, ¿no sois vos Todopoderoso?... Permaneced en mí, como en el sagrario, no os apartéis jamás de vuestra pequeña hostia...

Quisiera consolaros de la ingratitud de los malos y os suplico que me quitéis la libertad de ofenderos; si por debilidad, caigo alguna vez, que inmediatamente vuestra divina mirada purifique mi alma, consumiendo todas mis imperfecciones, como el fuego, que transforma todas las cosas en si mismo...

Os doy gracias, ¡Dios mío!, por todos los favores que me habéis concedido, en particular por haberme hecho pasar por el crisol del sufrimiento. Os contemplaré con gozo el último día, cuando llevéis el cetro de la cruz. Y ya que os habéis dignado hacerme participar de esta preciosa cruz, espero parecerme a vos en el cielo y ver brillar sobre mi cuerpo glorificado las sagradas llagas de vuestra Pasión...

Después del exilio de la tierra, espero ir a gozar de vos en la Patria, pero no quiero amontonar méritos para el cielo, sólo quiero trabajar por vuestro amor, con el único fin de agradaros, de consolar vuestro Sagrado Corazón y salvar almas que os amen eternamente.

A la tarde de esta vida, me presentaré delante de vos con las manos vacías, pues no os pido, Señor, que tengáis en cuenta mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas ante vuestros ojos. Quiero, por tanto, revestirme de vuestra propia Justicia, y recibir de vuestro amor la posesión eterna de vos mismo. No quiero otro trono y otra corona que a Vos, ¡oh Amado mío!

A vuestros ojos el tiempo no es nada, un solo día es como mil años; vos podéis, pues, prepararme en un instante, para presentarme ante vos...

Para vivir en un acto de perfecto amor, ME OFREZCO COMO VÍCTIMA DE HOLOCAUSTO A VUESTRO AMOR MISERICORDIOSO, suplicándoos que me consumáis sin cesar, dejando desbordar, en mi alma, las olas de ternura infinita que tenéis encerradas en vos y que, de ese modo, me convierta en mártir de vuestro amor, ¡oh, Dios mío!

Que este martirio, después de prepararme para presentarme ante vos, me haga finalmente morir y que mi alma se lance sin tardanza en el abrazo eterno de vuestro amor misericordioso...

Quiero, ¡oh, Amado mío!, a cada latido de mi corazón, renovar esta ofrenda un número infinito de veces, hasta que las sombras se hayan desvanecido y pueda repetiros mi amor en un cara a cara eterno...

MARÍA, FRANCISCA, TERESA DEL NIÑO JESÚS Y DE LA SANTA FAZ, reí. carm. md. Fiesta de la Santísima Trinidad, 9 de junio del año de gracia de 1895





ORACIÓN PARA PEDIR UN FAVOR

¡Santa Teresita! Vengo a tus plantas lleno de confianza a pedirte favores. La Cruz de la vida me pesa mucho y no encuentro más que espinas entre sus brazos.

¡Florecitas de Jesús! Envía sobre mi alma una lluvia de flores de gracia y de virtud, para que pueda subir el Calvario de la vida embriagado en sus perfumes. Mándame una sonrisa de tus labios de cielo y una mirada de tus hermosos ojos...

Que valen más tus caricias que todas las alegrías que el mundo encierra. ¡Dios mío! Por intercesión de Santa Teresita dáme fuerza para cumplir con mi deber y concédeme la gracia que en esta oración te pido.

Amén
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POR LAS MISIONES

Oh Santa Teresita del Niño Jesús, que has sido justamente proclamada Patrona de las Misiones de todo el mundo: acuérdate de los ardentísimos deseos de mostrarte, cuando vivías en la tierra, de querer plantar la Cruz de Jesucristo en todas las naciones, y anunciar el Evangelio hasta la consumación de los siglos. Te suplicamos que ayudes, según tu promesa, a los sacerdotes, a los misioneros y a toda la Iglesia. Así sea.

Santa Teresita del Niño Jesús ¡Ruega por nosotros!
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ORACIÓN
Oh bienaventurada Santa Teresita del Niño Jesús, que habéis prometido hacer caer una lluvia de rosas, desde el cielo, dirigid a mí vuestros ojos misericordiosos y escuchadme en mis múltiples necesidades. Grande es vuestro poder porque Dios os ha hecho grande entro los santos del cielo.

Os suplico, pues, oh mi amable protectora, me alcancéis de Dios las gracias que os pido, siempre que sea para mayor honra de Dios y salvación de mi alma. Os suplico de un modo especial que me hagáis participar de las rosas que nos habéis prometido, apartando mi corazón de las vanidades y placeres caducos de esta vida, y enseñándome a amar a Jesús y a María con amor verdadero, para que así pueda un día gozar con vos de la eterna bienaventuranza. Así sea.

V. Rogad por nosotros, oh bienaventurada Santa Teresita
R. Para que seamos dignos de la lluvia de rosas que nos habéis prometido.

lunes, 18 de marzo de 2013

Venga a nosotros tu...








¿Quién hay –por desastrado que sea– que cuando pide a una persona de prestigio no lleva pensado cómo lo ha de para contentarle y no serle desabrido, y qué le ha de pedir, y para qué ha menester lo que le ha de dar, en especial si pide cosa señalada, como nos enseña que pidamos nuestro buen Jesús? Cosa me parece para notar mucho. ¿No hubiérais podido, Señor mío, concluir con una palabra y decir: «Dadnos, Padre, lo que nos conviene»? Pues, a quien tan bien entiende todo, no parece era menester más.
¡Oh sabiduría de los ángeles! Para vos y vuestro Padre esto bastaba (que así le pedisteis en el huerto: mostrasteis vuestra voluntad y temor, mas dejástelo en la suya): mas nos conocéis a nosotros, Señor mío, que no estamos tan rendidos como lo estabais vos a la voluntad de vuestro Padre, y que era menester pedir cosas señaladas para que nos detuviésemos un poco en mirar siquiera si nos está bien lo que pedimos, y si no, que no lo pidamos. Porque, según somos, si no nos dan lo que queremos –con este libre albedrío que tenemos–, no admitiremos lo que el Señor nos diere, porque, aunque sea lo mejor, como no veamos luego el dinero en la mano, nunca nos pensamos ver ricos.
Pues dice el buen Jesús: Santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino. Ahora mirad qué sabiduría tan grande de nuestro Maestro. Considero yo aquí, y es bien que entendamos, qué pedimos en este reino. Mas como vio su majestad que no podíamos santificar, ni alabar, ni engrandecer, ni glorificar, ni ensalzar este nombre santo del Padre eterno –conforme a lo poquito que podemos nosotros–, de manera que se hiciese como es razón, si no nos proveía su majestad con darnos acá su reino, y así lo puso el buen Jesús lo uno junto a lo otro. Porque entendáis esto que pedimos, y lo que nos importa pedirlo y hacer cuanto pudiéramos para contentar a quien nos lo ha de dar, quiero decir aquí lo que yo entiendo.
El gran bien que hay en el reino del cielo –con otros muchos– es ya no tener cuenta con cosas de la tierra: un sosiego y gloria en sí mismos, un alegrarse todos, una paz perpetua, una satisfacción grande en sí mismos que les viene de ver que todos santifican y alaban al Señor y bendicen su nombre, y no le ofende nadie, todos le aman, y la misma alma no entiende en otra cosa sino en amarle, ni puede dejarle de amar, porque le conoce. Y así le amaríamos acá: aunque no en esta perfección y en un ser, mas muy de otra manera le amaríamos si le conociésemos.

Autor: Santa Teresa de Jesús, virgen y doctora de la Iglesia, Del libro Camino de Perfección. Cap. 51



ORACIÓN DE SAN ALFONSO Mª LIGORIO

Oh, Santa Teresa, Virgen seráfica, querida esposa de Tu Señor Crucificado, tú quien en la tierra ardió con un amor tan intenso hacia tu Dios y mi Dios y ahora iluminas como una llama resplandeciente en el paraíso, obten para mi también, te lo ruego, un destello de ese mismo fuego ardiente y santo que me ayude a olvidar el mundo, las cosas creadas, aún yo mismo, porque tu ardiente deseo era verle adorado por todos los hombres. Concédeme que todos mis pensamientos, deseos y afectos sean dirigidos siempre a hacer la voluntad de Dios, la Bondad suprema, aun estando en gozo o en dolor, porque El es digno de ser amado y obedecido por siempre. obten para mí esta gracia, tú que eres tan poderosa con Dios, que yo me llene de fuego, como tú, con el santo amor de Dios. Amén.




ORACIÓN A SANTA TERESA DE JESÚS

Santa Teresa, esposa virgen, especialmente amada del Crucificado, y doctora de la Iglesia, alcánzame que a imitación tuya prefiera cumplir la voluntad y ganar la amistad el Sumo Bien, antes que todos los goces de la tierra. Dame fortaleza para seguir tu ejemplo de servir públicamente a Cristo con la perfección que Él pide, a pesar de todas las contradicciones. Y que con tu auxilio pueda superar las dificultades de esta vida y merecer el descanso sin fin del cielo. Amén.



domingo, 17 de marzo de 2013

Inclina mi corazón a tus preceptos





Tú, Señor, eres bueno y clemente, rico en misericordia; ¿quién, que haya empezado a gustar, por poco que sea, la dulzura de tu dominio paternal, dejará de servirte con todo el corazón? ¿Qué es, Señor, lo que mandas a tus siervos? Cargad –nos dices– con mi yugo. ¿Y cómo es este yugo tuyo? Mi yugo –añades– es llevadero y mi carga ligera. ¿Quién no llevará de buena gana un yugo que no oprime, sino que halaga, y una carga que no pesa, sino que da nueva fuerza? Con razón añades: Y encontraréis vuestro descanso. ¿Y cuál es este yugo tuyo que no fatiga, sino que da reposo? Por supuesto aquel mandamiento, el primero y el más grande: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón. ¿Que más fácil, más suave, más dulce que amar la bondad, la belleza y el amor, todo lo cual eres tú, Señor, Dios mío?

¿Acaso no prometes además un premio a los que guardan tus mandamientos, más preciosos que el oro fino, más dulces que la miel de un panal? Por cierto que sí, y un premio grandioso, como dice Santiago: La corona de la vida que el Señor ha prometido a los que lo aman. ¿Y qué es esta corona de la vida? Un bien superior a cuanto podamos pensar o desear, como dice san Pablo, citando al profeta Isaías: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman.

En verdad es muy grande el premio que proporciona la observancia de tus mandamientos. Y no sólo aquel mandamiento, el primero y el más grande, es provechoso para el hombre que lo cumple, no para Dios que lo impone, sino que también los demás mandamientos de Dios perfeccionan al que los cumple, lo embellecen, lo instruyen, lo ilustran, lo hacen en definitiva bueno y feliz. Por esto, si juzgas rectamente, comprenderás que has sido creado para la gloria de Dios y para tu eterna salvación, comprenderás que éste es tu fin, que éste es el objetivo de tu alma, el tesoro de tu corazón. Si llegas a este fin, serás dichoso; si no lo alcanzas, serás un desdichado.

Por consiguiente, debes considerar como realmente bueno lo que te lleva a tu fin, y como realmente malo lo que te aparta del mismo. Para el auténtico sabio, lo próspero y lo adverso, la riqueza y la pobreza, la salud y la enfermedad, los honores y los desprecios, la vida y la muerte son cosas que, de por sí, no son ni deseables ni aborrecibles. Si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son cosas buenas y deseables; de lo contrario, son malas y aborrecibles.

Autor: San Roberto Belarmino. Del tratado sobre la ascensión de la mente hacia Dios. Grado 1: Opera omnia 6







Oración a San Roberto Belarmino

Señor, tú que dotaste a san Roberto Belarmino de santidad y sabiduría admirable para defender la fe de tu Iglesia, concede a tu pueblo, por su intercesión, la gracia de vivir con la alegría de profesar plenamente la fe verdadera. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén

sábado, 16 de marzo de 2013

Tras la tristeza, espera con alegría el gozo




Me has pedido, dilectísimo hermano, que te transmita por carta unas palabras de consuelo capaces de endulzar tu razón, amargado por tantos sufrimientos como te afligen.

Pero si tu inteligencia está despierta, a mano tienes el consuelo que necesitas, pues la misma palabra divina te instruye como a hijo, destinado a obtener la herencia. Medita en aquellas palabras: Hijo mío, cuando te acerques al temor de Dios, prepárate para las pruebas; mantén el corazón firme, sé valiente.

Donde está el temor está la justicia. La prueba que para nosotros supone cualquier adversidad no es un castigo de esclavos, sino una corrección paterna.

Por esto Job, en medio de sus calamidades, si bien dice: Que Dios se digne triturarme y cortar de un tirón la trama de mi vida, añade a continuación: Sería un consuelo para mí; aun torturado sin piedad, saltaría de gozo.

Para los elegidos de Dios, sus mismas pruebas son un consuelo, pues en virtud de estos sufrimientos momentáneos dan grandes pasos por el camino de la esperanza hasta alcanzar la felicidad del cielo.

Lo mismo hacen el martillo y la lima con el oro, quitándole la escoria para que brille más. El horno prueba la vasija del alfarero, el hombre se prueba en la tribulación. Por esto dice también Santiago: Hermanos míos: Teneos por muy dichosos cuando os veáis asediados por toda clase de pruebas.

Con razón deben alegrarse quienes sufren por sus malas obras una pena temporal, y, en cambio, obtienen por sus obras buenas los premios sempiternos del cielo.

Todo ello significa que no deben deprimir tu espíritu los sufrimientos que padeces y las correcciones con que te aflige la disciplina celestial; no murmures ni te lamentes, no te consumas en la tristeza o la pusilanimidad. Que resplandezca en tu rostro la serenidad, en tu mente la alegría, en tu boca la acción de gracias.

Alabanza merece la dispensación divina, que aflige temporalmente a los suyos para librarlos del castigo eterno, que derriba para exaltar, corta para curar y deprime para elevar.

Robustece tu espíritu con éstos y otros testimonios de la Escritura y, tras la tristeza, espera con alegría el gozo que vendrá.

Que la esperanza te levante ese gozo, que la caridad encienda tu fervor. Así tu mente, bien saciada, será capaz de olvidar los sufrimientos exteriores y progresará en la posesión de los bienes que contempla en su interior.

Autor: San Pedro Damiani. (Libro 8,6:PL 144, 473-476)


Oración: de San Pedro Damián

Santa Virgen, Madre de Dios, socorred a los que imploran vuestro auxilio. Volved vuestros ojos hacia nosotros.

¿Acaso por haber sido unida a la Divinidad ya no os acordaríais de los hombres? ¡Ah!, no por cierto.

Vos sabéis en qué peligros nos habéis dejado, y el estado miserable de vuestros siervos;  no es propio de vuestra gran misericordia el olvidarse de una tan grande miseria como la nuestra.

Emplead en nuestro favor vuestro valimiento, porque el que es Omnipotente os ha dado la omnipotencia en el Cielo y en la tierra.

Nada os es imposible, pues podéis infundir aliento a los más desesperados para esperar la salvación.

Cuanto más poderosa sois, tanto más misericordiosa debéis ser.

Ayudadnos también con vuestro amor. Yo sé, Señora mía. Que sois sumamente benigna, y que nos amáis con un afecto al que ningún otro aventaja.

¡Cuántas veces habéis aplacado la cólera de nuestro Juez en el instante en que iba a castigarnos! Todos los tesoros de la misericordia de  Dios se hallan en vuestras manos.

¡Ah! no ceséis jamás de colmarnos de beneficios.

Vos solo buscáis la ocasión de salvar a todos los miserables, y de derramar sobre ellos vuestra misericordia, porque vuestra gloria es mayor cuando por vuestra intercesión los penitentes son perdonados, y los que lo han sido entran en el Cielo. 

Ayudadnos, pues, a fin de que podamos veros en el Paraíso, ya que la mayor gloria a que podemos aspirar consiste en veros, después de Dios, en amaros y en estar bajo vuestra protección.

¡Ah!, oídnos, Señora, ya que vuestro Hijo quiere honraros concediéndoos todo cuanto le pidáis.

viernes, 15 de marzo de 2013

Si tiras la piedra pierdes tu corazón








“A Dios nadie lo ha visto”, escribe San Juan para dar mayor relieve a la verdad, según la cual “precisamente el Hijo unigénito que está en el seno del Padre, ése le ha dado a conocer” (Jn 1,18)... Revelada en Cristo, la verdad acerca de Dios como “Padre de la misericordia”, (2Co 1,3) nos permite “verlo” especialmente cercano al hombre, sobre todo cuando sufre, cuando está amenazado en el núcleo mismo de su existencia y de su dignidad. Debido a esto, en la situación actual de la Iglesia y del mundo, muchos hombres y muchos ambientes guiados por un vivo sentido de fe se dirigen, yo diría casi espontáneamente, a la misericordia de Dios. Ellos son ciertamente impulsados a hacerlo por Cristo mismo, el cual, mediante su Espíritu, actúa en lo íntimo de los corazones humanos. En efecto, revelado por El, el misterio de Dios “Padre de la misericordia” constituye, en el contexto de las actuales amenazas contra el hombre, como una llamada singular dirigida a la Iglesia.

    En la presente Encíclica deseo acoger esta llamada; deseo recurrir al lenguaje eterno —y al mismo tiempo incomparable por su sencillez y profundidad— de la revelación y de la fe, para expresar precisamente con él una vez más, ante Dios y ante los hombres, las grandes preocupaciones de nuestro tiempo.

    En efecto, la revelación y la fe nos enseñan no tanto a meditar en abstracto el misterio de Dios, como “Padre de la misericordia”, cuanto a recurrir a esta misma misericordia en el nombre de Cristo y en unión con El ¿No ha dicho quizá Cristo que nuestro Padre, que “ve en secreto”(Mt 6,4),  espera, se diría que continuamente, que nosotros, recurriendo a El en toda necesidad, escrutemos cada vez más su misterio: el misterio del Padre y de su amor?

    Deseo pues que estas consideraciones hagan más cercano a todos tal misterio y que sean al mismo tiempo una vibrante llamada de la Iglesia a la misericordia, de la que el hombre y el mundo contemporáneo tienen tanta necesidad. Y tienen necesidad, aunque con frecuencia no lo saben.

Autor: Beato Juan Pablo II (1920-2005), papa. Encíclica “Dives in misericordia”, §2 (trad. © copyright Librería Editrice Vaticana rev.)

Me parecía








Me parecía que contemplaba el corazón de vuestro cuerpo sagrado con mis propios ojos, como si me lo abrierais y me dijerais que bebiera de él como una fuente, invitándome a saciarme de las aguas de la salvación en estos manantiales vuestros. Me invadieron ansias de que las aguas de la fe, esperanza y caridad fluyeran de vuestro corazón al mío.

Autor: San Pedro Canisio



ORACIÓN DE SAN PEDRO CANISIO


Mira, oh Dios compasivo, qué agradecimiento
te he devuelto, yo tu indigno siervo,
por los innumerables favores
y el maravilloso amor que me has regalado.
¡Cuánto he hecho mal y cuánto bien he dado por hacer!
Te ruego que me limpies, todas estas culpas y manchas
con to preciosa sangre, mi querido Redentor,
y cubre mi pobreza con tus méritos.
Dame la protección que necesito para enmendar mi vida
y me daré y abandonaré completamente a ti.
te ofreceré todo lo que poseo
y oraré para que me otorgues tu gracia;
así podré dedicarme
y emplear todos los pensamientos de mi mente
y todas las fuerzas de mi cuerpo para tu santo servicio
, tú que serás el Dios bendito por los siglos de los siglos. Amén.

jueves, 14 de marzo de 2013

La predicación





Para llevar una vida espiritual, que nos es común con los ángeles y los espíritus celestes y divinos, ya que ellos y nosotros hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, es necesario el pan de la gracia del Espíritu Santo y de la caridad de Dios. Pero la gracia y la caridad son imposibles sin la fe, ya que sin la fe es imposible a agradar a Dios. Y esta fe se origina necesariamente de la predicación de la palabra de Dios: La fe nace del mensaje y el mensaje consiste en hablar de Cristo. Por tanto, la predicación de la palabra de Dios es necesaria para la vida espiritual, como la siembra es necesaria para la vida del cuerpo.

Por esto, dice Cristo: Salió el sembrador a sembrar su semilla. Salió el sembrador a pregonar la justicia, y este pregonero, según leemos, fue algunas veces el mismo Dios, como cuando en el desierto dio a todo el pueblo, de viva voz bajada del cielo, la ley de justicia; fue otras veces un ángel del Señor, como cuando en el llamado «lugar de los que lloran» echó en cara al pueblo sus transgresiones de la ley divina, y todos los hijos de Israel, al oír sus palabras, se arrepintieron y lloraron todos a voces; también Moisés predicó a todo el pueblo la ley del Señor, en las campiñas de Moab, como sabemos por el Deuteronomio. Finalmente, vino Cristo, Dios y hombre, a predicar la palabra del Señor, y para ello envió también a los apóstoles, como antes había enviado a los profetas.

Por consiguiente, la predicación es una función apostólica, angélica, cristiana, divina. Así comprendemos la múltiple riqueza que encierra la palabra de Dios, ya que es como el tesoro en que se hallan todos los bienes. De ella proceden la fe, la esperanza, la caridad, todas las virtudes, todos los dones del Espíritu Santo, todas las bienaventuranzas evangélicas, todas las buenas obras, todos los actos meritorios, toda la gloria del paraíso: Aceptad dócilmente la palabra que ha sido plantada y es capaz de salvaros.

La palabra de Dios es luz para el entendimiento, fuego para la voluntad, para que el hombre pueda conocer y amar a Dios; y para el hombre interior, el que vive por la gracia del Espíritu Santo, es pan y agua, pero un pan más dulce que la miel y el panal, un agua mejor que el vino y la leche; es para el alma un tesoro espiritual de méritos, y por esto es comparada al oro y a la piedra preciosa; es como un martillo que doblega la dureza del corazón obstinado en el vicio, y como una espada que da muerte a todo pecado, en nuestra lucha contra la carne, el mundo y el demonio.

Autor: san Lorenzo de Brindis, presbítero y doctor de la Iglesia. Sermón cuaresmal 2: Opera Omnia 5,1, nums. 48. 50. 52



ORACIÓN

Concédenos, Señor y Padre nuestro, que en nuestros días, como en los días de san Lorenzo, la Iglesia cuente con ejemplares espléndidos de vida en el Espíritu: abiertos a la luz, armados de fuerte esperanza, solícitos en el servicio a los hermanos, creadores de paz, prudentes directores de almas. Amén.