El concepto de solidaridad fue
desarrollado inicialmente por P. Lerou en el ámbito del socialismo originario.
Fue concebido como un concepto laico opuesto a la idea cristiana del amor. En
ese contexto, la solidaridad fue pensada como una nueva respuesta, efectiva y
racional, a los problemas sociales.
Carlos Marx creyó que había llegado
el momento de dar una solución práctica a la pobreza en el mundo. Según él, el
cristianismo había tenido milenio y medio para mostrar su eficacia, y no la
había logrado. Era hora de recorrer otros caminos.
Así, el socialismo se presentó como
solidaridad, como una forma del todo original y a-religiosa por la que la
igualdad entre todos los hombres, la paz y el final de la pobreza, serían
logradas. ¿Sucedió efectivamente así? Hoy conocemos la tristeza y la desolación
que una teoría sin Dios y una praxis atea dejaron en los países que abrazaron o
a los que se les impuso el socialismo.
¿Qué falló? ¿Efectivamente el
cristianismo había sucumbido y se había mostrado ineficaz? No cabe duda que la
intención socialista plasmada en el concepto de solidaridad era del todo justa.
Sin embargo, carecía de una base y de una visión más amplia del hombre mismo.
Marx “indicó cómo lograr el cambio total de la situación. Pero no nos dijo cómo
se debería proceder después. Suponía […] que […] con la socialización de los
medios de producción, se establecería la Nueva Jerusalén. En efecto, por fin el
hombre y el mundo habrían visto claramente en sí mismos. Entonces todo podría
proceder por sí mismo por el recto camino, porque todo pertenecería a todos y
todos querrían lo mejor unos para otros” (Spe Salvi n. 21).
El error del marxismo estribó en el
olvido de que “el hombre es siempre hombre. Ha olvidado al hombre y ha olvidado
su libertad. Ha olvidado que la libertad es siempre libertad, incluso para el
mal. Creyó que, una vez solucionada la economía, todo quedaría solucionado. Su
verdadero error es el materialismo” (Spe Salvi n. 21)
Esa base que le faltaba al concepto
de solidaridad estaba ya en la idea cristiana de amor. Fue precisamente por este
motivo que la solidaridad pudo ser acogida dentro del catolicismo y mostrarse
como una consecuencia de esa caridad que es médula de toda la fe cristiana. Fue
así que la solidaridad fue bautizada.
El amor o caridad cristiana, más que
ineficacia, había puesto de manifiesto la necesidad y urgencia de ser
comprendida correctamente y asumir con responsabilidad sus implicaciones. La
caridad ya llevaba implícito el efecto de “dar” sobre el que giraba la
solidaridad. Pero el “dar” cristiano de la caridad no se vinculaba
exclusivamente al aspecto material, lo comprendía pero partía y tendía a otro
más necesario y de acuerdo a la naturaleza del hombre, el espiritual.
Desde el momento en que la
solidaridad entró a formar parte del patrimonio cristiano, su significación se
enriqueció al ampliarse. Ahora, “solidaridad significa que uno se hace
responsable de los otros, el sano del enfermo, el rico del pobre, los países
del norte de los países del sur. Significa que se es consciente de la
responsabilidad mutua y que somos conscientes de que recibimos en tanto que
damos, y que siempre podemos dar sólo lo que nos ha sido dado y que por eso
jamás nos pertenecemos solamente a nosotros” (en J. Ratzinger, Caminos de
Jesucristo, Cristiandad, p. 117).
La solidaridad cristiana es mucho más
que un dar materialista pero tampoco permanece en un acompañar pasivo sin
hechos concretos que influyan positivamente en alguien, de acuerdo a su
dignidad de ser humano. La solidaridad cristiana es acción porque parte de la
contemplación; es palabra pero también es obra. Es compañía, es presencia, pero
también es consecuencia hecha acción que repercute para bien.
La Eucaristía es el testimonio más
grande de solidaridad. Como consecuencia del amor, en ella se encuentran al
unísono el “dar” espiritual y material del único Dios que se hace presencia y
se da como alimento. La Eucaristía es el acto más grande de solidaridad. No
podía ser de otra manera: es Dios mismo quien acompaña y sacia.
El cristiano, como imagen y semejanza
de Dios, está llamado a vivir esa solidaridad. Es obvio que no podrá imitarse
la actitud divina mientras no hayamos interiorizado previamente el ejemplo de
ese Dios que se hace solidaridad en la Eucaristía. La meditación de su entrega
generosa será la fuente y el motor que nos lleven a asumir este compromiso y,
precisamente así, podremos vivir auténticamente la caridad-solidaridad
cristiana respecto a nuestros prójimos y a nuestros próximos.
Autor: Jorge Mújica | Fuente: Equipo
Gama-Virtudes y Valores
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