Cristo es la luz del los pueblos. Por
eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente
iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el
rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas (cf Mc
16,15).
El Padre Eterno creó el mundo por una decisión totalmente libre y
misteriosa de su sabiduría y bondad. Decidió elevar a los hombres a la
participación de la vida divina y, tras la caída de Adán, no los abandonó, sino
que les ofreció siempre su ayuda para salvarlos, en consideración a Cristo
Redentor, que “es imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura” (Col
1,15). A todos los elegidos, el Padre, desde la eternidad, los “conoció y los
predestinó a ser conformes a la imagen de su Hijo para que éste sea el
primogénito de muchos hermanos” (Rom 8, 29). Dispuso convocar a los creyentes
en Cristo en la santa Iglesia. Esta aparece prefigurada ya desde el origen del
mundo y preparada maravillosamente en la historia del pueblo de Israel y en la
Antigua Alianza; se constituyó en los últimos tiempos, se manifestó por la
efusión del Espíritu y llegará gloriosamente a su plenitud al final de los
siglos. Entonces, como se lee en los Santos Padres, todos los justos, desde
Adán, “desde el justo Abel hasta el último elegido”, se reunirán con el Padre
en la Iglesia universal.
Extraído del Concilio Vaticano II, Lumen
Gentium 1-2
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