Hace algunos años contemplé con asombro cómo varios
adolescentes arrojaron a un compañero a una alberca. El problema consistía en
que aquel jovencito no sabía nadar. Su desesperación fue terrible y se
contorsionaba con violencia dando manotazos en el agua para mantenerse a flote
mientras todos los veían con rostros de incredulidad. Muchos le gritaban
instrucciones para que pudiera resolver su problema, pero nadie se tiró a
ayudarlo dado que todos estaban convencidos de que no podría pasarle nada malo:
Estaba en una zona poco profunda y le hubiera bastado con quedarse quieto en
posición vertical para que, pisando el fondo pudiera mantener la cabeza y la
mitad del cuello fuera del agua, así que cuando uno de sus pies rozó el suelo
el desenlace fue el esperado por todos los demás.
Dejemos a un lado si el método para enseñar a nadar era o no
el más apropiado. En cuanto broma no cabe duda que fue de mal gusto, pero la
experiencia tuvo algo de positivo, pues aquel muchachito descubrió que podía
meterse al agua en ese lugar sin riesgo.
Ahora bien, no cabe duda que a diferencia de otras
creencias, el cristianismo es una doctrina que permite tener una base sólida
pues primeramente se apoya en las capacidades de Dios, es decir, en su
omnipotencia y en su providencia mucho más que en nuestras capacidades
personales. Ya sé que algunos opinarán sobre el particular que esto no es más
que una manifestación de que los hombres inventamos a Dios para llenar nuestros
vacíos de poder y para resolver ingenuamente nuestras dudas. A lo cual podría
responder que los alimentos no existen porque yo tenga hambre, sino que tienen
una existencia independiente de quienes los puedan desear para satisfacer una
necesidad. Lo mismo sucede con Dios, pues aunque yo tenga hambre de él, su
existencia no depende de mis carencias.
La fe en Dios me permite enfrentar la vida con una visión
distinta -sobrenatural- y éste es un valor agregado de no poca importancia,
dado que se convierte en el soporte más sólido de la virtud de la serenidad.
Copio unos textos de Salvador Canals en su libro Ascética Meditada donde habla
de esta cualidad tan importante en la vida del ser humano y tan especialmente
necesaria en nuestra época.
“¡Qué quedaría en nuestra vida, amigo mío, de tanta
preocupaciones, inquietudes y sobresaltos, si en ella entrase esta virtud
cristiana de la serenidad. Nada, o casi nada. Mira, si no, cómo el simple
transcurso del tiempo nos da, casi siempre, la serenidad del pasado; y , en
cambio, tan sólo la virtud puede garantizarnos la serenidad del presente y del
futuro. Y es que el tiempo, al pasar, deja cada cosa en su sitio: aquella cosa
o aquel acontecimiento que tanto nos preocupó y aquella otra que tanto nos
alteró, ahora que todo ha pasado, son apenas una sombra, un claroscuro en el
cuadro general de nuestra vida.
“Necesitamos de la serenidad de la mente, para no ser
esclavos de nuestros nervios o víctimas de nuestra imaginación, necesitamos de
la serenidad del corazón, para no vernos consumidos por la ansiedad ni por la
angustia; necesitamos también de la serenidad en nuestra acción, para evitar
oscurecimientos, superficiales e inútiles derroches de nuestras fuerzas. La
mente serena da firmeza y pulso para el mando: la mente serena encuentra la
palabra justa y oportuna que ilumina y consuela; y sabe ver en profundidad y
con sentido de la perspectiva, sin olvidarse de los detalles y de las
circunstancias, que han de resaltar en una visión de conjunto.
“Objetividad y concreción; análisis y síntesis, suavidad y
energía; freno y espuela, visión de conjunto de detalles; todas estas cosas y
muchas otras abarca, en síntesis armónica, la virtud cristiana de la
serenidad... El dominio de nuestro propio ser, el equilibrio en los juicios, la
reflexión ponderada y serena, el cultivo de la propia inteligencia, el control
de los nervios y de la imaginación, exigen lucha y firmeza, y también
perseverancia en el esfuerzo. Y ése es el precio de la serenidad”.
Quizás nos convenga dejar de manotear desesperadamente,
haciendo un alto en el camino para poder escuchar la voz de Dios, que nos da
indicaciones sobre cómo hemos de manejar nuestra vida, y así recuperar esa paz
que este mundo no puede ofrecernos.
Autor: P. Alejandro Cortés González-Báez
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