La historia moderna de Europa,
marcada –sobre todo en Occidente– por la influencia de la Ilustración, ha dado
también muchos frutos buenos. En esto refleja la naturaleza del mal, tal como
la entiende santo Tomás, siguiendo las huellas de san Agustín. El mal es
siempre la ausencia de un bien que un determinado ser debería tener, es una
carencia. Pero nunca es ausencia absoluta del bien. Cómo pueda nacer y
desarrollarse el mal en el terreno sano del bien, es un misterio. También es
una incógnita esa parte de bien que el mal no ha conseguido destruir y que se
difunde a pesar del mal, creciendo incluso en el mismo suelo. Surge de
inmediato la referencia a la parábola evangélica del trigo y la cizaña. Cuando
los siervos preguntan al dueño: "¿Quieres que vayamos a arrancarla?",
él contesta de manera muy significativa: "No, que podríais arrancar
también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega, y cuando llegue la
siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas
para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero". En este caso, la
mención de la cosecha alude a la fase final de la Historia, la escatológica.
Se puede tomar esta parábola como clave
para comprender toda la historia del hombre. En diversas épocas y en distintos
sentidos, el trigo crece junto a la cizaña y la cizaña junto al trigo. La
historia de la Humanidad es una trama de la coexistencia entre el bien y el
mal. Esto significa que, si el mal existe al lado del bien, el bien, no
obstante, persiste al lado del mal y, por decirlo así, crece en el mismo
terreno, que es la naturaleza humana. En efecto, ésta no quedó destruida, no se
volvió totalmente mala a pesar del pecado original. Ha conservado una capacidad
para el bien, como lo demuestran las vicisitudes que se han producido en los
diversos períodos de la Historia. (...)
El límite impuesto al mal
No se olvida fácilmente el mal que se
ha experimentado directamente. Sólo se puede perdonar. Y, ¿qué significa
perdonar, sino recurrir al bien, que es mayor que cualquier mal? Un bien que,
en definitiva, tiene su fuente únicamente en Dios. Sólo Dios es el Bien. El
límite impuesto al mal por el bien divino se ha incorporado a la historia del
hombre, a la historia de Europa en particular, por medio de Cristo. Así pues,
no se puede separar a Cristo de la historia del hombre. Lo dije durante mi
primera visita a Polonia, en Varsovia, en la plaza de la Victoria. Dije
entonces que no se podía apartar a Cristo de la historia de mi nación. ¿Se le
puede apartar de la historia de Europa? De hecho, ¡sólo en Él todas las
naciones y la Humanidad entera pueden cruzar el umbral de la esperanza! (...)
La Redención victoriosa
Quien puede poner un límite definitivo
al mal es Dios mismo. Él es la Justicia misma. Es Él quien premia el bien y
castiga el mal en perfecta correlación con la situación objetiva. Me refiero a
todo mal moral, a todo pecado. Ya en el paraíso terrenal aparece en el
horizonte de la historia humana el Dios que juzga y castiga. El libro del Génesis
describe detalladamente el castigo que recibieron los primeros padres después
de haber pecado. Y la pena impuesta se extendió a toda la historia del hombre.
En efecto, el pecado original es hereditario. Como tal, indica una cierta
pecaminosidad innata del hombre, su arraigada inclinación hacia el mal en vez
de hacia el bien. Hay en el hombre una cierta debilidad congénita de naturaleza
moral, que se une a la fragilidad de su existencia y a su flaqueza psicofísica.
Con ella se relacionan las diversas desdichas que la Biblia, ya desde las
primeras páginas, indica como consecuencia del pecado. (...)
Dios mismo ha venido para salvarnos,
para salvar al hombre del mal, y esta venida de Dios, este Adviento que
celebramos con tanto regocijo en las semanas previas a la Navidad, tiene un
carácter redentor. No se puede pensar en el límite puesto por Dios mismo al mal
en sus diferentes formas sin referirse al misterio de la Redención.
Autor: Beato Juan Pablo II
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