Los contenidos de la oración, como los de todo
diálogo de amor, pueden ser múltiples y variados. Cabe, sin embargo, destacar
algunos especialmente significativos:
Petición.
Es frecuente
la referencia a la oración impetratoria a lo largo de toda la Sagrada
Escritura; también en labios de Jesús, que no sólo acude a ella, sino que
invita a pedir, encareciendo el valor y la importancia de una plegaria sencilla
y confiada. La tradición cristiana ha reiterado esa invitación, poniéndola en
práctica de muchas maneras: petición de perdón, petición por la propia
salvación y por la de los demás, petición por la Iglesia y por el apostolado,
petición por las más variadas necesidades, etc.
De hecho, la
oración de petición forma parte de la experiencia religiosa universal. El
reconocimiento, aunque en ocasiones difuso, de la realidad de Dios (o más
genéricamente de un ser superior), provoca la tendencia a dirigirse a Él,
solicitando su protección y su ayuda. Ciertamente la oración no se agota en la
plegaria, pero la petición es manifestación decisiva de la oración en cuanto
reconocimiento y expresión de la condición creada del ser humano y de su
dependencia absoluta de un Dios cuyo amor la fe nos da conocer de manera plena
(cfr. Catecismo, 2629.2635).
Acción de
gracias.
El
reconocimiento de los bienes recibidos y, a través de ellos, de la
magnificencia y misericordia divinas, impulsa a dirigir el espíritu hacia Dios
para proclamar y agradecerle sus beneficios. La actitud de acción de gracias
llena desde el principio hasta el fin la Sagrada Escritura y la historia de la
espiritualidad. Una y otra ponen de manifiesto que, cuando esa actitud arraiga
en el alma, da lugar a un proceso que lleva a reconocer como don divino la
totalidad de lo que acontece, no sólo aquellas realidades que la experiencia
inmediata acredita como gratificantes, sino también de aquellas otras que
pueden parecer negativas o adversas.
Consciente
de que el acontecer está situado bajo el designio amoroso de Dios, el creyente
sabe que todo redunda en bien de quienes –cada hombre– son objeto del amor
divino (cfr. Rm 8, 28). «Acostúmbrate a elevar tu corazón a Dios, en acción de
gracias, muchas veces al día. —Porque te da esto y lo otro. —Porque te han
despreciado. —Porque no tienes lo que necesitas o porque lo tienes. Porque hizo
tan hermosa a su Madre, que es también Madre tuya. —Porque creó el Sol y la
Luna y aquel animal y aquella otra planta. —Porque hizo a aquel hombre elocuente
y a ti te hizo premioso... Dale gracias por todo, porque todo es bueno».
Adoración y
alabanza.
Es parte
esencial de la oración reconocer y proclamar la grandeza de Dios, la plenitud
de su ser, la infinitud de su bondad y de su amor. A la alabanza se puede
desembocar a partir de la consideración de la belleza y magnitud del universo,
como acontece en múltiples textos bíblicos (cfr., por ejemplo, Sal 19; Si 42,
15-25; Dn 3, 32-90) y en numerosas oraciones de la tradición cristiana; o a
partir de las obras grandes y maravillosas que Dios opera en la historia de la
salvación, como ocurre en el Magnificat (Lc 1, 46-55) o en los grandes himnos
paulinos (ver, por ejemplo, Ef 1, 3-14); o de hechos pequeños e incluso menudos
en los que se manifiesta el amor de Dios.
En todo
caso, lo que caracteriza a la alabanza es que en ella la mirada va derechamente
a Dios mismo, tal y como es en sí, en su perfección ilimitada e infinita. «La
alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es
Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace sino por lo que Él
es» (Catecismo, 2639). Está por eso íntimamente unida a la adoración, al
reconocimiento, no sólo intelectual sino existencial, de la pequeñez de todo lo
creado en comparación con el Creador y, en consecuencia, a la humildad, a la
aceptación de la personal indignidad ante quien nos trasciende hasta el
infinito; a la maravilla que causa el hecho de que ese Dios, al que los ángeles
y el universo entero rinde pleitesía, se haya dignado no sólo a fijar su mirada
en el hombre, sino habitar en el hombre; más aún, a encarnarse.
Adoración,
alabanza, petición, acción de gracias resumen las disposiciones de fondo que
informan la totalidad del diálogo entre el hombre y Dios. Sea cual sea el
contenido concreto de la oración, quien reza lo hace siempre, de una forma u
otra, explícita o implícitamente, adorando, alabando, suplicando, implorando o
dando gracias a ese Dios al que reverencia, al que ama y en el que confía.
Importa reiterar, a la vez, que los contenidos concretos de la oración podrán
ser muy variados. En ocasiones se acudirá a la oración para considerar pasajes
de la Escritura, para profundizar en alguna verdad cristiana, para revivir la
vida Cristo, para sentir la cercanía de Santa María... En otras, iniciará a
partir de la propia vida para hacer partícipe a Dios de las alegrías y los
afanes, de las ilusiones y los problemas que el existir comporta; o para
encontrar apoyo o consuelo; o para examinar ante Dios el propio comportamiento
y llegar a propósitos y decisiones; o más sencillamente para comentar con quien
sabemos que nos ama las incidencias de la jornada.
Encuentro
entre el creyente y Dios en quien se apoya y por el que se sabe amado, la
oración puede versar sobre la totalidad de las incidencias que conforman el
existir, y sobre la totalidad de los sentimientos que puede experimentar el
corazón. «Me has escrito: “orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?” —¿De qué?
De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles,
preocupaciones diarias..., ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones:
y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: “¡tratarse!”».
Siguiendo una y otra vía, la oración será siempre un encuentro íntimo y filial
entre el hombre y Dios, que fomentará el sentido de la cercanía divina y
conducirá a vivir cada día de la existencia de cara a Dios.
Autor: José
Luis Illanes | Fuente: www.opusdei.es
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