“Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó.” (Lc
10,30) Jericó es un símbolo de nuestro mundo donde, después de haber sido expulsado
del paraíso, de la Jerusalén celestial, Adán descendió... No es el cambio de
lugar sino de conducta lo que originó su exilio. ¡Qué cambio! Aquel Adán que gozaba de felicidad sin
inquietud, tan pronto como descendió a los pecados del mundo, encontró a los
ladrones... ¿Quiénes son estos ladrones sino los ángeles de la noche y de las
tinieblas que se disfrazan a veces de ángeles de luz (2 Cor 11,14)?... Empiezan
por despojarnos de los vestidos de la gracia espiritual que habíamos recibido y
así nos hieren. Si guardamos intactos los vestidos que hemos recibido, los
golpes de los ladrones no podrán herirnos. Guárdate, pues, de dejarte despojar,
como Adán, privado de la protección del mandamiento de Dios y desnudo del
vestido de la fe. Por ello le alcanzó la herida mortal que hubiera hecho caer a
todo el género humano, si el Samaritano no hubiese descendido a curar sus
heridas.
No es un cualquiera este Samaritano. Aquel
que fue despreciado por el levita y por el sacerdote, no fue despreciado por el
Samaritano que descendía. “Nadie ha subido al cielo a no ser el que vino de
allí, es decir, el Hijo del hombre.” (Jn 3,13) Viendo medio muerto a este
hombre, que nadie antes de él lo había podido curar, se acerca, es decir:
aceptando sufrir con nosotros, se hizo nuestro prójimo y apiadándose de
nosotros se hizo nuestro vecino.
San Ambrosio
(c. 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia. Comentario sobre el
evangelio de Lucas, 7,73; SC 52
No hay comentarios:
Publicar un comentario