Queridos
hermanos y hermanas,
en
la ferviente vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, el Venerable Siervo de Dios
Juan Pablo II proclamó a santa Brígida de Suecia copatrona de toda Europa. Esta
mañana quisiera presentar su figura, su mensaje, y las razones por las que esta
santa mujer tiene mucho que enseñar –aún hoy– a la Iglesia y al mundo.
Conocemos
bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque sus padres
espirituales redactaron su biografía para promover su proceso de canonización
inmediatamente después de su muerte, que tuvo lugar en 1373. Brígida había
nacido setenta años antes, en 1303, en Finster, en Suecia, una nación del Norte
de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con el
mismo entusiasmo con el que la Santa la había recibido de sus padres, personas
muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.
Podemos
distinguir dos periodos en la vida de esta Santa.
El
primero se caracterizó por su condición de mujer felizmente casada. Su marido
se llamaba Ulf y era gobernador de un importante distrito del reino de Suecia.
El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de Ulf. Nacieron ocho
hijos, de los que la segunda, Karin (Catalina), es venerada como santa. Esto es
un signo elocuente del compromiso educativo de Brígida respecto de sus propios
hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica era apreciada hasta tal punto que
el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte por un cierto tiempo, con el fin
de introducir a su joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.
Brígida,
espiritualmente guiada por un docto religioso que la inició en el estudio de
las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva en su propia familia que,
gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera “iglesia doméstica”.
Junto con su marido, adoptó la Regla de los Terciarios franciscanos. Practicaba
con generosidad obras de caridad hacia los indigentes; fundó también un
hospital. Junto a su esposa, Ulf aprendió a mejorar su carácter y a progresar
en la vida cristiana. A la vuelta de una larga peregrinación a Santiago de
Compostela, efectuado en 1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos
maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco después, en la paz de
un monasterio en el que se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.
Este
primer periodo de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar la que hoy podríamos
definir una auténtica “espiritualidad conyugal”: juntos, los esposos cristianos
pueden recorrer un camino de santidad, sostenidos por la gracia del Sacramento
del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa
Brígida y de Ulf, es la mujer la que con su sensibilidad religiosa, con la
delicadeza y la dulzura consigue hacer recorrer al marido un camino de fe.
Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día a día, aún hoy iluminan a
sus propias familias con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del
Señor pueda suscitar también hoy la santidad de los esposos cristianos, para
mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del
Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en engendrar
y educar hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación
en la vida de la Iglesia.
Cuando
Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo periodo de su vida. Renunció a otro
matrimonio para profundizar en la unión con el Señor a través de la oración, la
penitencia y las obras de caridad. También las viudas cristianas, por tanto,
pueden encontrar en esta Santa un modelo a seguir. En efecto, Brígida, a la
muerte de su marido, tras haber distribuido sus propios bienes a los pobres,
aún sin acceder nunca a la consagración religiosa, se estableció en el monasterio
cisterciense de Alvastra. Aquí tuvieron inicio las revelaciones divinas, que la
acompañaron todo el resto de su vida. Éstas fueron dictadas por Brígida a sus
secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y las recogieron
en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones). A estos
libros se añadió un suplemento, que lleva por título Revelationes extra
vagantes (Revelaciones suplementarias).
Las
Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy variados.
A veces la revelación se presenta bajo forma de diálogos entre las Personas
divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los que
también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata de la narración de
una visión particular; y en otras se narra lo que la Virgen María le revela
sobre la vida y los misterios del Hijo. El valor de las Revelaciones de santa
Brígida, a veces objeto de alguna duda, fue precisado por el Venerable Juan
Pablo II en la Carta Spes Aedificandi: “Reconociendo la santidad de Brígida
–escribe mi amado Predecesor– la Iglesia, aún sin pronunciarse sobre cada una
de las revelaciones, acogió la autenticidad conjunta de su experiencia
interior” (n. 5).
De
hecho, leyendo estas Revelaciones, se nos interpela sobre muchos temas
importantes. Por ejemplo, vuelve frecuentemente la descripción, con detalles
muy realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una
devoción privilegiada, contemplando en ella el amor infinito de Dios por los
hombres. En la boca del Señor que le habla, ella pone con audacia estas
conmovedoras palabras: “Oh, amigos míos, yo amo tan tiernamente a mis ovejas
que, si fuese posible, quisiera morir muchas otras veces, por cada una de
ellas, de la misma muerte que sufrí por la redención de todas” (Revelationes,
Libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de María, que la hizo Mediadora
y Madre de misericordia, es un argumento que se repite a menudo en las
Revelaciones.
Recibiendo
estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de un don de gran
predilección por parte del Señor: “Hija mía –leemos en el primer libro de las
Revelaciones– Yo te he elegido para mí, ámame con todo tu corazón... más que
todo lo que existe en el mundo” (c. 1). Por lo demás, Brígida sabía bien, y
estaba firmemente convencida de ello, que todo carisma está destinado a
edificar la Iglesia. Precisamente por ese motivo, no pocas de sus revelaciones
estaban dirigidas, en forma de advertencias incluso severas, a los creyentes de
su tiempo, incluyendo las Autoridades religiosas y políticas, para que viviesen
coherentemente su vida cristiana; pero hacía esto con una actitud de respeto y
de fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del
Apóstol Pedro.
En
1349 Brígida dejó para siempre Suecia y se dirigió en peregrinación a Roma. No
sólo quería tomar parte en el Jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener
del Papa la aprobación de la Regla de una orden religiosa que quería fundar,
dedicada al Santo Salvador, y compuesta por monjes y monjas bajo la autoridad
de la abadesa. Este es un elemento que no debe sorprendernos: en la Edad Media
existían fundaciones monásticas con na rama masculina y una rama femenina, pero
con la práctica de la misma regla monástica, que preveía la dirección de la
Abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana, a la mujer se le reconoce
una dignidad propia y – a ejemplo de María, Reina de los Apóstoles – un lugar
propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es también
importante para el crecimiento espiritual de la Comunidad. Además, la
colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su vocación
específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.
En
Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de intenso
apostolado y de oración. Y desde Roma se fue en peregrinación a varios
santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco, hacia el
cual Brígida sintió siempre gran devoción. Finalmente, en 1371, coronó su más
grande deseo: el viaje a Tierra Santa, a donde se dirigió en compañía de sus
hijos espirituales, un grupo al que Brígida llamaba “los amigos de Dios”.
Durante
esos años, los pontífices se encontraban en Aviñón, lejos de Roma: Brígida se
dirigió encarecidamente a ellos, para que volviesen a la sede de Pedro, en la
Ciudad Eterna.
Murió
en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI volviese definitivamente a Roma. Fue
sepultada provisionalmente en la iglesia romana de San Lorenzo en Panisperna,
pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la volvieron a llevar a su patria, al
monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa fundada por santa Brígida,
que conoció en seguida una notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la
canonizó solemnemente.
La santidad de
Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones y de las experiencias
que he querido recordar en este breve perfil biográfico-espiritual, la hace una
figura eminente en la historia de Europa. Procedente de Escandinavia, santa
Brígida atestigua cómo el cristianismo había permeado profundamente la vida de
todos los pueblos de este Continente. Declarándola copatrona de Europa, el Papa
Juan Pablo II auguró que santa Brígida –vivida en el siglo XIV, cuando la
cristiandad occidental aún no había sido herida por la división– pueda
interceder eficazmente ante Dios, para obtener la gracia tan esperada de la
plena unidad de todos los cristianos. Por esta misma intención, que
consideramos tan importante, y para que Europa sepa siempre alimentarse de sus
propias raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas,
invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, fiel discípula de
Dios, copatrona de Europa.
Autor: S.S. Benedicto XVI Ciudad del Vaticano,
miércoles 27 de octubre de 2010.
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