viernes, 26 de agosto de 2011
PERDÓN
“A la pregunta acerca de por qué, tras la caída de los ángeles, había creado Dios al hombre, Ambrosio de Milán respondió así: tras esa experiencia, Dios quería tener trato con seres a los que pudiera perdonar” (Cfr. Robert Spaemann, “Felicidad y Benevolencia”, Rialp, 1991, pág 273).
Esta cita es extraña, muy extraña y muy misteriosa. Parece como si, tras esa experiencia angélica, quedase un aspecto del amor divino que todavía no se había manifestado: el perdón. Perdonar es un aspecto del amor.
Sólo se puede practicar el perdón con seres temporales; a un muerto no se le puede perdonar mi pedirle perdón. Quizás por eso, Dios no pudo perdonar a los ángeles caídos; al ser espíritus puros, carecen de temporalidad. Los ángeles se lo jugaron todo a una carta: un sí o un no determinaron su fidelidad o caída eternas.
Sin embargo, nosotros que tenemos una existencia temporal, podemos ir por la vida pidiendo perdón y perdonando, en muchísimas ocasiones. No nos jugamos la vida a una carta; no podemos dar tanta densidad a nuestros actos. En ocasiones, cuando quisiéramos comprometer en un acto de voluntad todo nuestro ser –así en los Sacramentos del Matrimonio o del Orden Sacerdotal- es como si pretendiéramos hacer un acto angélico. De ahí que, en la recepción de los Sacramentos, conviene mucho ponerse en las manos de Dios.
La persona no es solamente un ser capaz de perdón, sino que lo necesita. ¿Por qué? Porque en mí no hay unidad entre verdad y actuar, entre voluntad y pensar. No me basta con saber que algo es bueno para hacerlo. Escribe San Pablo: “No logro entender lo que hago; pues lo que quiero no lo hago; y en cambio lo que detesto lo hago. Querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra no. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mi carne que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte…? Gracias sean dadas a Dios por Jesucristo Señor nuestro” (Cfr. Rom 7, 15-24). La razón de esa tensión que declara el apóstol está en el pecado original que, aunque borrado por el Sacramento del Bautismo, deja un desorden en nosotros, unas secuelas o heridas. Eso es lo que da a nuestra existencia un carácter dramático; nos encontramos con varias dificultades para obrar siempre el bien.
El acto de pedir perdón es un “lo siento”, pero no de autobús sino verdadero, interior (los animales irracionales no pueden perdonar). Equivale a un me equivoqué, lo reconozco y me pesa. Hay que reconocer la culpa: no puede darse una verdadera justicia ni un auténtico perdón sin la referencia a un bien y un mal; lo reconozco, actué, hice el mal. Hay una reacción contraria a esta humildad; la he observado en actores de cine o gente famosa; ante la pregunta ¿vd. se arrepiente de algo de su vida, algo que si pudiera volver a vivirlo no lo haría otra vez? ¿Yo?, de nada. No basta con reconocer el error, hay que decirlo. Escribe Susana Tamaro: «Las lágrimas que no brotan, se depositan sobre el corazón; con el tiempo lo cubren de costras y lo paralizan como la cal que se deposita y paraliza los engranajes de la lavadora» (Cfr. “Donde el corazón te lleve, pág. 20).
A veces pedir perdón cuesta: no puedo, es superior a mis fuerzas. Perdonar en un don (per-dón). El perdón es algo divino, como se puede leer en la obra “Ricardo II” de Shakespeare. «¡Pronuncia la palabra “perdón”! ¡Di “perdono”!» dice la madre de Aumerle a Bolinbroke, ya convertido en Enrique IV. «Le perdono de todo corazón, para que Dios me perdone a mí» responde el rey; y entonces exclama la Duquesa «¡Eres un Dios en la Tierra!». Quien perdona, sin condiciones, es como un dios en la tierra “no te digo hasta siete, sino hasta setenta veces siete has de perdonar”, dijo Jesús a Pedro.
Nadie puede perdonarse a sí mismo. El perdón hay que pedirlo: a Dios, por la ruptura que ha supuesto nuestro error y también a los demás, cuando les hemos herido. Hay que pedirlo; no es algo que se pueda exigir, y la forma de pedirlo es la súplica, pedirlo, si es preciso, de rodillas. Al pedirlo manifiestas «así soy yo» y el que te lo concede te dice: «no, tú no eres así, no fue tu mejor día, eras tú pero con un yo deficiente». El perdón descubre incluso en la acción negativa aquella posibilidad positiva; no exige al otro que se desprecie a sí mismo, sino que descubra la verdad. Contiene siempre, pues, un momento de disculpa, es decir, de descubrimiento de un error: «realmente no sabías lo que hacías»”.
Al pedir perdón a Dios no podemos dictar nosotros las condiciones. En condiciones que podríamos llamar ordinarias, Jesucristo aconsejó la mediación de los apóstoles: “A quienes vosotros perdonareis los pecados, Yo se los perdono”. Ante un Dios que perdona siempre y dona su gracia a raudales, nuestra actitud es siempre de agradecimiento. Ante un “vete en paz” de la Confesión, caen todos los muros que nuestra soberbia había levantado frente a Dios.
Perdonar es restablecer una comunión con aquel que la rompió voluntariamente y que, por eso merecía ser castigado. Pero ese restablecer no significa que “todo siga como antes”. Tras la ofensa lo que está claro es que las cosas no están como antes, aunque haya habido perdón. La situación primera se pierde y, tras el perdón, se consigue una nueva situación, distinta de la primera.
El perdón significa restablecer la situación previa a la acción de la ruptura; significa quitar la ruptura, deshacer lo negativo, destruir la destrucción que tuvo lugar, es decir, hacer que lo que sucedió desaparezca. Perdonar es olvidar en el sentido más fuerte: hacer que lo que ha sido, no haya sido.
Pero después del perdón las cosas no son sólo nuevas sino renovadas, no sólo son limpias sino limpiadas, no sólo son puras sino purificadas. Todo lo sucedido queda asumido en una relación nueva y muy positiva. Una manera muy eficaz de destruir a una persona es exigirle una coherencia total siempre y en todos sus actos. Dios nunca nos trata de esta manera; como escribe Tolkien, es mucho más grato pensar que Dios, en vez de acabar con el músico que desafina, crea una nueva melodía (Cfr. El Silmarillion).
Autor: Javier Muñoz-Pellín, Viernes, 26 de agosto de 2011 en Novelda Digital
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