miércoles, 10 de agosto de 2011

Jesucristo fuente y modelo de la acción litúrgica







Cristo es el Hijo único del Padre, el Verbo eterno. En la adorable Trinidad, es la Palabra por la cual el Padre se dice, eternamente lo que es: es la viva expresión de todas las perfecciones del Padre, su «forma subsistente», dice San Pablo, y el «esplendor de su gloria» (Heb 1,3). El Padre contempla a su Verbo, su Hijo, ve en El la imagen perfecta, sustancial, viva, de sí mismo; tal es la gloria esencial que el Padre recibe. Si Dios no hubiera creado nada y hubiese dejado todas las cosas en estado de mera potencia, habría tenido, con todo, su gloria esencial e infinita. Palabra eterna, el Verbo, con sólo ser lo que es, equivale a un cántico divino, cántico vivo que canta la alabanza del Padre, manifestando la plenitud de sus perfecciones. Es el himno infinito que se oye sin cesar: In sinu Patris.

Al tomar la naturaleza humana, el Verbo permanece lo que era; no cesa de ser el Hijo único, imagen acabada de las perfecciones del Padre, ni deja tampoco de ser por sí mismo la glorificación viva del Padre. El cántico infinito que se canta durante toda la eternidad entonóse por vez primera en la tierra cuando el Verbo se encarnó. En la Encarnación, el género humano se ve como arrastrado por el Verbo a esta obra de glorificación. El cántico que se oye en el santuario de la divinidad, lo prolonga el Verbo encarnado en su humanidad. En los labios de Jesucristo, verdadero hombre al propio tiempo que verdadero Dios, este cántico adquiere una expresión humana y humanos acentos, y también un caracter de adoración que el Verbo, igual a su Padre, no podía tributarle como Verbo. Ahora bien, si la expresión de este cántico es humana, su perfección es santísima y el mérito divino. Tiene, pues, un valor infinito. ¿Quién de nosotros podrá medir la grandeza de la religión con que Cristo honraba a su Padre? ¿Quién podrá contar algo siquiera del himno de alabanza que Jesús cantaba interiormente en su alma tres veces santa a la gloria de su Padre? El alma de Cristo contemplaba en visión continua las divinas perfecciones, y de tal contemplación nacían una religión y una adoración perfectas, y brotaba una sublime alabanza. Jesucristo, al fin de su vida en la tierra, se dirige al Padre; protesta que no ha hecho más que glorificarle; que ésa había sido la obra capital de su vida, y que la había realizado perfectamente: «Padre santo, yo te he glorificado en la tierra, he cumplido la obra que me confiaste» (Jn 17,4).

Autor:
Dom Columba Marmion, Jesucristo vida del alma

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