Desde su sabiduría y convicción afirma santo Tomás: "Mucho más cierto puede estar el hombre de lo que le dice Dios, que no puede equivocarse, que de lo que ve con su propia razón, que puede caer en el error" (II-II, 4, 8 ad 3). Por la fe la persona humana puede ver las realidades tal como las ve Dios. Así vemos los misterios de la gracia y de la gloria, sin verlos, porque la fe es de "non visis".
La fe es también la base de toda nuestra justificación y el fundamento y raíz de todas las demás virtudes. Por eso Jesús pide a sus discípulos que se conviertan en tierra buena para producir mucho fruto: "Los de la tierra buena son los que escuchan, guardan el mensaje con un corazón bueno y generoso y dan fruto con su perseverancia"(Lc 8, 15)
Doctrina bíblica y magisterio
Esta es la declaración de San Pablo: "Sólo esto queda: fe, esperanza, amor, estas tres" (1 Cor 13, 13). Las virtudes teologales, que son principios operativos por los que la persona humana se orienta directa e inmediatamente a Dios como fin sobrenatural, son tres, fe, esperanza y caridad, como hemos visto afirmado por la Revelación en la carta a los Corintios, y definido expresamente por el Concilio de Trento.
Por la fe el hombre se une con Dios Primera Verdad, por la esperanza lo desea como Sumo Bien, y por la caridad se une a El con amor de amistad, como infinitamente bueno en sí mismo.
Y según el Vaticano I "la fe es una virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos que es verdadero lo que El nos ha revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibida por la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos".
A diversas revelaciones diversas aceptaciones
La fe se divide en pública o católica, constituida por las verdades reveladas por Dios a todos los hombres y que constan en la Escritura y en la Tradición; y en fe privada o particular, constituida por verdades reveladas a una persona determinada, como a Santa Teresa o a los niños de Fátima.
Las verdades de la Revelación oficial y las transmitidas por la Tradición, propuestas como divinamente reveladas, por la Iglesia por definición solemne o por el magisterio ordinario y universal, deben ser creídas con fe divina y católica. La revelación privada sólo obliga a la persona que la ha recibido directamente de Dios.
Los Profetas y los Apóstoles, que recibieron de Dios directamente la revelación, la aceptaron con un acto de fe, fiados en la autoridad del mismo Dios, conocida infaliblemente por ellos mediante la luz profética.
Los creyentes que no reciben de Dios la revelación sobrenatural, han de apoyar su fe en la autoridad de Dios que revela, conocida con certeza por la proposición de la Iglesia, cuya autoridad infalible consta por los motivos de credibilidad, que son los milagros, las profecías y la Iglesia por sí misma.
Así lo dijo el Concilio Vaticano I: "Para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón, quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y ante todo, los milagros y las profecías que, manifestando luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos de la divina revelación y acomodados a la inteligencia de todos.
Por eso, Moisés y los Profetas y, sobre todo Cristo, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: "Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que se seguían" (Mc 16, 20). Además, la Iglesia por sí misma, por su admirable propagación, santidad y estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación".
Es tan importante la fe que Jesús ha rogado por Pedro para que no la pierda (Lc 22, 32). Santa Teresa, como llamada a dar testimonio, no la ha perdido nunca, ni ha tenido jamás una duda de fe, profesa en su Vida. Pero ella sabe que su fe no es obra de su psicología, sino de Dios. Ella sabe que la fe no es sólo la aceptación de un determinado número de verdades, sino la adhesión a la Verdad Subsistente. No es un primer paso que el hombre da, sino la respuesta a la iniciativa de Dios.
Una civilización sin fe
Cualquier observador creyente puede coincidir con la formulación del teólogo De Metz, según el cual: “El verdadero problema de nuestro tiempo es la "Crisis de Dios", la ausencia de Dios, camuflada por una religiosidad vacía. La teología debe volver a ser realmente teología, un hablar de Dios y con Dios”. El "unum necessarium" para el hombre es Dios.
Todo cambia, si hay Dios o si no hay Dios. Hasta los cristianos viven a veces como si Dios no existiese. Se vive como si no hubiera Dios y como, si lo hay, no interesa. Por eso, la evangelización, antes que nada, tiene que hablar de Dios, anunciar el único Dios verdadero. La humanidad de hoy, no encuentra en la evangelización de la Iglesia una respuesta a la pregunta: ¿Cómo vivir?, ha dicho Ratzinger.
El deber de propagar la fe
El Papa nos ha convocado a una nueva evangelización, pero sin caer en la tentación de la impaciencia, de buscar el éxito inmediato, de los grandes números, ya que no es ese el método de Dios, que cuenta con la parábola del grano de mostaza (Mc 4, 31).
Nueva evangelización no significa atraer de inmediato con nuevos y más refinados métodos a las grandes masas alejadas de la Iglesia. Por otra parte, no podemos darnos por satisfechos porque el grano de mostaza ha crecido hasta formar el gran árbol de la Iglesia universal. Hay que atreverse con la humildad del pequeño grano a que crezca más dejando a Dios el cuándo y el cómo y el dónde (Mc 4, 26).
Las grandes cosas empiezan siempre desde un pequeño grano y los movimientos de masa siempre son efímeros. Un lento crecimiento es la seguridad de una larga duración. Un carbón encendido puede provocar un incendio de enormes dimensiones. Una chispa de amor puro puede encender hornos muy eficaces.
Dios no cuenta con los grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia. Muchas parábolas de Jesús indican la estructura del actuar divino y contradicen las preocupaciones de los discípulos, que esperaban otros éxitos y signos del Mesías, como los ofrecidos por Satanás al Señor: “Todo esto te daré…” (Mt 4, 9).
Cuando Pablo al final de su vida dice que ha llevado el Evangelio a los confines de la tierra, los cristianos eran pequeñas comunidades dispersas en el mundo. Ellos fueron la semilla que desde el interior de la masa, se extendieron por el Asia y por Europa (Mt 13, 33). "El éxito no es un nombre de Dios", dice un viejo proverbio. La nueva evangelización debe someterse al misterio del grano de mostaza y no pretender producir rápidamente el gran árbol.
No hay difusión de la fe sin oración ni sin cruz
"Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba": Jesús debía adquirir de Dios a los discípulos. No podemos ganar nosotros los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son estériles si no tienen en su base la oración. La palabra del anuncio siempre debe fundarse en una vida de oración. Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba.
Su vida entera fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no ha redimido el mundo con bellas palabras, sino con su sufrimiento y con su muerte. Su pasión y su muerte son la fuente inagotable de vida por el mundo; la pasión y la cruz dan fuerza a su palabra. El Señor mismo ha formulado esta ley de la fecundidad en la parábola del grano que muere, caído en la tierra (Jn 12, 24).
Esta ley es fundamental para la nueva evangelización. El éxito de San Pablo no fue el fruto de una gran arte retórica o de su prudencia pastoral; la fecundidad fue vinculada al sufrimiento, a la comunión en la pasión con Cristo, como atestigua en sus cartas: (1 Cor 2, 1; 2 Cor 5, 7; 11; 11, 30; Gál 4, 12). "Ninguna señal será dada sino aquella de Jonás el profeta" ha dicho el Señor.
La señal de Jonás es el Cristo crucificado. Nuestros sufrimientos son los que completan "lo que falta a los sufrimientos de Cristo" (Col 1, 24). Siempre en la historia se ha verificado la palabra de Tertuliano: La sangre de los mártires, es la semilla de los cristianos. San Agustín dice comentando el texto de Jn 21, 16: “Apacienta mis corderos", es decir, sufre por mis corderos.
Una madre no puede dar vida a su hijo sin sufrimiento. Todo parto exige sufrimiento, y el devenir cristiano es un parto. El reino de Dios exige violencia (Mt 11, 12), y la violencia de Dios es el sufrimiento, es la cruz. No podemos dar vida a otros, sin dar nuestra vida. El proceso de expropiación, es la forma concreta de dar la propia vida: "... el que sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8, 35).
El discípulo amado nos da la pauta
San Juan, en el prólogo de su primera Carta, solemne y majestuoso como el del cuarto evangelio con el que tiene un estrecho contacto, ya que ambos presentan el mismo pensamiento central, la misma teología: la encarnación del Verbo, y tienen las mismas semejanzas en fondo y forma al designar a Cristo con el nombre de Verbo y comenzando con la misma expresión al principio, dando suprema importancia a la vida, y afirmando su carácter de testigo de la manifestación del Verbo. Juan habla de Jesucristo como Verbo de Dios, que se encarnó por amor a los hombres y vino al mundo para conseguir la vida eterna para la humanidad:
La fe es también la base de toda nuestra justificación y el fundamento y raíz de todas las demás virtudes. Por eso Jesús pide a sus discípulos que se conviertan en tierra buena para producir mucho fruto: "Los de la tierra buena son los que escuchan, guardan el mensaje con un corazón bueno y generoso y dan fruto con su perseverancia"(Lc 8, 15)
Doctrina bíblica y magisterio
Esta es la declaración de San Pablo: "Sólo esto queda: fe, esperanza, amor, estas tres" (1 Cor 13, 13). Las virtudes teologales, que son principios operativos por los que la persona humana se orienta directa e inmediatamente a Dios como fin sobrenatural, son tres, fe, esperanza y caridad, como hemos visto afirmado por la Revelación en la carta a los Corintios, y definido expresamente por el Concilio de Trento.
Por la fe el hombre se une con Dios Primera Verdad, por la esperanza lo desea como Sumo Bien, y por la caridad se une a El con amor de amistad, como infinitamente bueno en sí mismo.
Y según el Vaticano I "la fe es una virtud sobrenatural por la que, con la inspiración y ayuda de la gracia de Dios, creemos que es verdadero lo que El nos ha revelado, no por la intrínseca verdad de las cosas percibida por la razón, sino por la autoridad del mismo Dios que revela, el cual no puede engañarse ni engañarnos".
A diversas revelaciones diversas aceptaciones
La fe se divide en pública o católica, constituida por las verdades reveladas por Dios a todos los hombres y que constan en la Escritura y en la Tradición; y en fe privada o particular, constituida por verdades reveladas a una persona determinada, como a Santa Teresa o a los niños de Fátima.
Las verdades de la Revelación oficial y las transmitidas por la Tradición, propuestas como divinamente reveladas, por la Iglesia por definición solemne o por el magisterio ordinario y universal, deben ser creídas con fe divina y católica. La revelación privada sólo obliga a la persona que la ha recibido directamente de Dios.
Los Profetas y los Apóstoles, que recibieron de Dios directamente la revelación, la aceptaron con un acto de fe, fiados en la autoridad del mismo Dios, conocida infaliblemente por ellos mediante la luz profética.
Los creyentes que no reciben de Dios la revelación sobrenatural, han de apoyar su fe en la autoridad de Dios que revela, conocida con certeza por la proposición de la Iglesia, cuya autoridad infalible consta por los motivos de credibilidad, que son los milagros, las profecías y la Iglesia por sí misma.
Así lo dijo el Concilio Vaticano I: "Para que el obsequio de nuestra fe fuera conforme a la razón, quiso Dios que a los auxilios internos del Espíritu Santo se juntaran argumentos externos de su revelación, a saber, hechos divinos y ante todo, los milagros y las profecías que, manifestando luminosamente la omnipotencia y ciencia infinita de Dios, son signos certísimos de la divina revelación y acomodados a la inteligencia de todos.
Por eso, Moisés y los Profetas y, sobre todo Cristo, hicieron y pronunciaron muchos y clarísimos milagros y profecías; y de los Apóstoles leemos: "Y ellos marcharon y predicaron por todas partes, cooperando el Señor y confirmando su palabra con los signos que se seguían" (Mc 16, 20). Además, la Iglesia por sí misma, por su admirable propagación, santidad y estabilidad, es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina legación".
Es tan importante la fe que Jesús ha rogado por Pedro para que no la pierda (Lc 22, 32). Santa Teresa, como llamada a dar testimonio, no la ha perdido nunca, ni ha tenido jamás una duda de fe, profesa en su Vida. Pero ella sabe que su fe no es obra de su psicología, sino de Dios. Ella sabe que la fe no es sólo la aceptación de un determinado número de verdades, sino la adhesión a la Verdad Subsistente. No es un primer paso que el hombre da, sino la respuesta a la iniciativa de Dios.
Una civilización sin fe
Cualquier observador creyente puede coincidir con la formulación del teólogo De Metz, según el cual: “El verdadero problema de nuestro tiempo es la "Crisis de Dios", la ausencia de Dios, camuflada por una religiosidad vacía. La teología debe volver a ser realmente teología, un hablar de Dios y con Dios”. El "unum necessarium" para el hombre es Dios.
Todo cambia, si hay Dios o si no hay Dios. Hasta los cristianos viven a veces como si Dios no existiese. Se vive como si no hubiera Dios y como, si lo hay, no interesa. Por eso, la evangelización, antes que nada, tiene que hablar de Dios, anunciar el único Dios verdadero. La humanidad de hoy, no encuentra en la evangelización de la Iglesia una respuesta a la pregunta: ¿Cómo vivir?, ha dicho Ratzinger.
El deber de propagar la fe
El Papa nos ha convocado a una nueva evangelización, pero sin caer en la tentación de la impaciencia, de buscar el éxito inmediato, de los grandes números, ya que no es ese el método de Dios, que cuenta con la parábola del grano de mostaza (Mc 4, 31).
Nueva evangelización no significa atraer de inmediato con nuevos y más refinados métodos a las grandes masas alejadas de la Iglesia. Por otra parte, no podemos darnos por satisfechos porque el grano de mostaza ha crecido hasta formar el gran árbol de la Iglesia universal. Hay que atreverse con la humildad del pequeño grano a que crezca más dejando a Dios el cuándo y el cómo y el dónde (Mc 4, 26).
Las grandes cosas empiezan siempre desde un pequeño grano y los movimientos de masa siempre son efímeros. Un lento crecimiento es la seguridad de una larga duración. Un carbón encendido puede provocar un incendio de enormes dimensiones. Una chispa de amor puro puede encender hornos muy eficaces.
Dios no cuenta con los grandes números; el poder exterior no es el signo de su presencia. Muchas parábolas de Jesús indican la estructura del actuar divino y contradicen las preocupaciones de los discípulos, que esperaban otros éxitos y signos del Mesías, como los ofrecidos por Satanás al Señor: “Todo esto te daré…” (Mt 4, 9).
Cuando Pablo al final de su vida dice que ha llevado el Evangelio a los confines de la tierra, los cristianos eran pequeñas comunidades dispersas en el mundo. Ellos fueron la semilla que desde el interior de la masa, se extendieron por el Asia y por Europa (Mt 13, 33). "El éxito no es un nombre de Dios", dice un viejo proverbio. La nueva evangelización debe someterse al misterio del grano de mostaza y no pretender producir rápidamente el gran árbol.
No hay difusión de la fe sin oración ni sin cruz
"Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba": Jesús debía adquirir de Dios a los discípulos. No podemos ganar nosotros los hombres. Debemos obtenerlos de Dios para Dios. Todos los métodos son estériles si no tienen en su base la oración. La palabra del anuncio siempre debe fundarse en una vida de oración. Jesús predicaba durante el día y de noche rezaba.
Su vida entera fue un camino hacia la cruz, una ascensión hacia Jerusalén. Jesús no ha redimido el mundo con bellas palabras, sino con su sufrimiento y con su muerte. Su pasión y su muerte son la fuente inagotable de vida por el mundo; la pasión y la cruz dan fuerza a su palabra. El Señor mismo ha formulado esta ley de la fecundidad en la parábola del grano que muere, caído en la tierra (Jn 12, 24).
Esta ley es fundamental para la nueva evangelización. El éxito de San Pablo no fue el fruto de una gran arte retórica o de su prudencia pastoral; la fecundidad fue vinculada al sufrimiento, a la comunión en la pasión con Cristo, como atestigua en sus cartas: (1 Cor 2, 1; 2 Cor 5, 7; 11; 11, 30; Gál 4, 12). "Ninguna señal será dada sino aquella de Jonás el profeta" ha dicho el Señor.
La señal de Jonás es el Cristo crucificado. Nuestros sufrimientos son los que completan "lo que falta a los sufrimientos de Cristo" (Col 1, 24). Siempre en la historia se ha verificado la palabra de Tertuliano: La sangre de los mártires, es la semilla de los cristianos. San Agustín dice comentando el texto de Jn 21, 16: “Apacienta mis corderos", es decir, sufre por mis corderos.
Una madre no puede dar vida a su hijo sin sufrimiento. Todo parto exige sufrimiento, y el devenir cristiano es un parto. El reino de Dios exige violencia (Mt 11, 12), y la violencia de Dios es el sufrimiento, es la cruz. No podemos dar vida a otros, sin dar nuestra vida. El proceso de expropiación, es la forma concreta de dar la propia vida: "... el que sacrifique su vida por mí y por el Evangelio, la salvará" (Mc 8, 35).
El discípulo amado nos da la pauta
San Juan, en el prólogo de su primera Carta, solemne y majestuoso como el del cuarto evangelio con el que tiene un estrecho contacto, ya que ambos presentan el mismo pensamiento central, la misma teología: la encarnación del Verbo, y tienen las mismas semejanzas en fondo y forma al designar a Cristo con el nombre de Verbo y comenzando con la misma expresión al principio, dando suprema importancia a la vida, y afirmando su carácter de testigo de la manifestación del Verbo. Juan habla de Jesucristo como Verbo de Dios, que se encarnó por amor a los hombres y vino al mundo para conseguir la vida eterna para la humanidad:
“Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida, porque la vida se ha manifestado y nosotros hemos visto y testificamos y os anunciamos la vida eterna, que estaba en el Padre y se nos manifestó, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros. Y esta comunión nuestra es con el Padre y con su Hijo Jesucristo. Os escribimos esto para que sea completo vuestro gozo” (1 Jn 1,1).
Esa es la manera más eficaz de propagar la fe: Haber oído, haber visto, haber contemplado y palpado con nuestras manos por la contemplación, al Verbo de la Vida
El Antiguo y el Nuevo Testamento
En la nueva evangelización, no se puede separar el Antiguo del Nuevo Testamento. El contenido fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de Juan Bautista: “¡Convertíos!” No hay acceso a Jesús sin el Bautista; no hay posibilidad de alcanzar a Jesús sin dar respuesta a la llamada del precursor, mas bien: Jesús ha asumido el mensaje de Juan el Bautista en la síntesis de su propio predicar: "convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15).
Todo esto no implica un moralismo. La reducción del cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo, que es el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús.
Quien se convierte a Cristo no se crea una autarquía moral suya, no pretende reconstruir con sus propias fuerzas su propia bondad, pues "Conversión" significa salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia y la necesidad del perdón y la amistad de Dios en Cristo. La vida no convertida es auto justificación; la conversión es la humildad de confiarse al amor de Dios, amor que se vuelve medida y criterio de la propia vida.
Sin perder el aspecto social de la conversión, pues la verdadera personalización es siempre una nueva y más profunda socialización. No se puede evangelizar sólo con las palabras; el Evangelio crea vida, crea comunidad de camino; una conversión puramente individual no tiene consistencia...
También debe tenerse presente el aspecto práctico. Dios no puede ser conocido sólo con las palabras, como no se conoce una persona sólo por lo que se dice de ella. Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar a rezar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia.
Por esto son importantes las escuelas de oración, de comunidad de oración. Hablar de Dios y hablar con Dios siempre deben marchar conjuntamente. Es preciso entrar en la noche de la fe, único medio y admirable para ir a Dios, nos dice San Juan de la Cruz.
El Antiguo y el Nuevo Testamento
En la nueva evangelización, no se puede separar el Antiguo del Nuevo Testamento. El contenido fundamental del Antiguo Testamento está resumido en el mensaje de Juan Bautista: “¡Convertíos!” No hay acceso a Jesús sin el Bautista; no hay posibilidad de alcanzar a Jesús sin dar respuesta a la llamada del precursor, mas bien: Jesús ha asumido el mensaje de Juan el Bautista en la síntesis de su propio predicar: "convertíos y creed en la Buena Nueva" (Mc 1, 15).
Todo esto no implica un moralismo. La reducción del cristianismo a la moralidad pierde de vista la esencia del mensaje de Cristo, que es el don de una nueva amistad, el don de la comunión con Jesús.
Quien se convierte a Cristo no se crea una autarquía moral suya, no pretende reconstruir con sus propias fuerzas su propia bondad, pues "Conversión" significa salir de la propia suficiencia, descubrir y aceptar la propia indigencia y la necesidad del perdón y la amistad de Dios en Cristo. La vida no convertida es auto justificación; la conversión es la humildad de confiarse al amor de Dios, amor que se vuelve medida y criterio de la propia vida.
Sin perder el aspecto social de la conversión, pues la verdadera personalización es siempre una nueva y más profunda socialización. No se puede evangelizar sólo con las palabras; el Evangelio crea vida, crea comunidad de camino; una conversión puramente individual no tiene consistencia...
También debe tenerse presente el aspecto práctico. Dios no puede ser conocido sólo con las palabras, como no se conoce una persona sólo por lo que se dice de ella. Anunciar a Dios es introducir en la relación con Dios: enseñar a rezar. La oración es fe en acto. Y sólo en la experiencia de la vida con Dios aparece también la evidencia de su existencia.
Por esto son importantes las escuelas de oración, de comunidad de oración. Hablar de Dios y hablar con Dios siempre deben marchar conjuntamente. Es preciso entrar en la noche de la fe, único medio y admirable para ir a Dios, nos dice San Juan de la Cruz.
Autor: P. Jesús Martí Ballester
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