EL QUE NO SE HAGA COMO UN NIÑO NO ENTRARÁ EN EL REINO DE LOS CIELOS
(27-VIII-1937)
J. M. Escrivá, fundador del Opus Dei
En el fondo de todos los corazones humanos existen ambiciones: pequeñas ambiciones, de ordinario. Algunas tan absurdas como la de aquel chiquillo que aspiraba a ser rico para comer todos los días sopas con vino (histórico); otras -las de los más avisados-, ambiciones de gloria eterna, imperecedera. En todo caso, ambicionan aquello que piensan que es lo mejor.
Ambiciones así debería leer el Señor en el corazón de sus discípulos cuando les pregunta: ¿Quién creéis que será el mayor en el reino de los cielos? (247). Y llamando a un niño, dijo: "el que no se haga como un niño no entrará en el reino de los cielos" (248).
¿Qué es lo que nos impide a nosotros ser niños ante Dios? En primer lugar, la soberbia de persona mayor; luego, los malos hábitos, afirmados con el correr de los años.
(247). Mt 18,1.
(248). Cfr. Mt 18, 3.
Esos hábitos, al principio eran hilos imperceptibles; ahora resultan cadenas que no se pueden romper.
Hemos sentido la atracción, en otro tiempo, del camino de infancia. Hemos buscado ser, sobrenaturalmente hablando, niños pequeños. Pero los obstáculos nos han descorazonado; nos desalentaron y nos apartaron de ese proyecto. Y es que -conviene decirlo en un paréntesis- el camino de infancia exige una voluntad especialmente viril y enérgica. No es senda para gente floja. El que desea ser niño ante Dios ha de tener, en el ejercicio de todas sus actividades en el mundo, una decisión, una santa desvergüenza, una reciedumbre a toda prueba (249).
Abandonarse sobrenaturalmente en las manos de Dios, como un niño en las de su padre, excluye el comportarse como un niñoide en la conducta exterior. Cuanto más niño, más hombre, más recio, más varón, que viene de vis, fuerza: más fuerza en la voluntad. ¡Y hemos dejado de lado este camino, tan sencillo, tan recto! Todas las miserias, que no hemos sabido cortar, nos han apartado de esa senda. Al desistir, hemos experimentado la amargura, el temblor de quien, como persona mayor, ha de enfrentarse solo con todos los peligros. ¡Con lo fácil que resultaba, siendo niño, refugiarse en los brazos de Dios, confiar ciegamente en su poder!
¡Ah, Jesús mío: si todos los de la Obra fuéramos como niños ante Dios! Respiraríamos siempre paz, viviríamos siempre felices, nada nos turbaría ni nos entristecería, y estaríamos llenos de fortaleza invencible contra todos los enemigos y todas las contradicciones. Seríamos siempre dichosos, porque encontraríamos la alegría en la Cruz (250).
Nosotros hemos de caminar felices ya en la tierra. Es Voluntad de Dios que mis hijos logren la felicidad eterna siendo también dichosos aquí abajo. Entre nosotros, si alguno no está habitualmente alegre, no ha cultivado el espíritu de la Obra. El que, perteneciendo a este pusillus grex (251), no encuentra gozo aquí, es que nada le liga con sus miembros y con su espíritu; y ese tal, estando ahí, es un necio, digno de ser recluido en un asilo de memos.
(249). Cfr. Camino, nn. 853, 855, 858.
(250). El Beato Josemaría aconsejó el camino de infancia, pero nunca lo impuso a los fieles del Opus Dei o a las personas que se acercaban a su dirección espiritual.
(251). Lc 12, 32.
Entre nosotros no se deben dar caras hoscas, ni pueden albergarse inquietudes ni preocupaciones. ¿De qué se ha de inquietar el que está protegido por un Padre omnipotente? ¿Qué preocupará a quien confía en un Padre que todo lo ve y a todo atiende? Por eso, si alguien sintiera en su interior tristeza, encogimiento, inquietud, debería acudir enseguida al director, como aconsejábamos en la meditación de ayer.
Naturalmente, no hace falta recordar que este abandono, esta absoluta confianza en Dios, esta ausencia de preocupaciones, no supone prescindir de los medios naturales convenientes para conseguir el fin propuesto. No; en cualquier empresa, junto a los medios sobrenaturales, resulta imprescindible poner siempre todos los medios humanos honrados que estén a nuestro alcance. Si esos fallan, se buscan otros y se aplican con la misma fe. Hemos de adquirir la idea de que, si utilizamos todos los medios lícitos conducentes a la consecución de un objetivo, el éxito llegará siempre. Siempre sucederá lo que más nos conviene; nosotros no podemos fracasar. Este permanecer imperturbable ante las contradicciones; este insistir, una vez y otra vez, sin desalentarse, con todos los recursos posibles, hasta obtener lo que se intenta, ha de ser norma constante de nuestra conducta (252).
¡Señor, yo he sido alguna vez niño espiritualmente y me esforzaré en volverlo a ser! Tú puedes concederme que este querer y no poder mío se conviertan en un querer y poder eficaces. Una sola palabra tuya, Señor, logrará desterrar de mí todas las miserias, que me abruman, como hacía salir a los demonios de los cuerpos de los poseídos. Tú eres capaz de librarme de las ataduras que me encadenan, como libraste a Lázaro de las que le sujetaban. Tú me conseguirás, Dios mío, que esta tierra miserable, que este estiércol sucio, que arrastra una vida llena de pequeñez y oscuridad, dé pujanza y lozanía al rosal que en mí has plantado. Tú me alcanzarás que se rompan las yemas y produzcan, entre aromas, flores nuevas. Di a todos los obstáculos que pretendan interponerse en el camino: sinite parvulos venire ad me et ne prohibueritis eos (253), dejad que vengan a mí los niños, y no se lo estorbéis.
¡Señor, haz que seamos todos como niños! Otórganos sencillez de niño para tratar contigo; que no te hablemos como antes, con falta de delicadeza y de atención, sino con el respeto y cariño que usa el hijo hablando con su Padre. Concede, a todos los hijos de Dios que forman la Obra, sencillez en su interior y savia del espíritu de la Obra, en su pensamiento y en su conducta.
(252). Cfr. Camino, n. 406.
(253). Mc 10, 14.
Tú, Madre, Spes nostra, Asiento de la Sabiduría, intercede para que nuestra vida interior y exterior sea siempre la de un hijo amante de Dios. Ya sabemos que muchas veces no conviene hablar de este camino de infancia, porque las gentes no lo entenderían; pero empújanos, Señora, a que lo emprendamos interiormente. Ruega para que logremos el fruto de esta meditación, que es el abandono: ese abandono que ha de colmarnos siempre de la paz y de la felicidad verdaderas.
Formemos, finalmente, un propósito concreto para restablecer en nosotros la vida de infancia.
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