martes, 7 de mayo de 2013

La Providencia de Dios




Reflexionemos brevemente sobre las anteriores palabras de Jesús. Él tiene el control absoluto de nuestra vida hasta en los más mínimos detalles, pues tiene contados hasta los cabellos de nuestra cabeza. Esto es una manera de decirnos que nada de nuestra vida es insignificante para Él. Que somos tan importantes que se preocupa de todo lo que nos pasa; si estamos alegres o tristes, sanos o enfermos… Todo lo nuestro es importante para Él, porque somos sus hijos. Él vela como un buen padre por nuestro bienestar material y espiritual. No sólo de lo espiritual, que es ciertamente lo más importante, sino también de las cosas materiales de cada día. Pero lo que no quiere es que estemos angustiados, como si estuviéramos abandonados, sin padre ni madre, en un mundo adverso, donde sólo pueden vivir los más sagaces y violentos. No, Él está pendiente de si nos falta comida o bebida o vestido. Sin embargo, Él quiere que nosotros colaboremos con nuestro esfuerzo, pues nos ha dado la libertad para que pongamos de nuestra parte, ya que Él no quiere hacer milagros sin necesidad.

Por consiguiente, si no tenemos comida, quiere que la busquemos o la pidamos, pues Él puede dárnosla a través de medios normales, por intermedio de otros hermanos. Y, si estamos enfermos, quiere que vayamos al médico y tomemos las medicinas. Y, si necesitamos trabajo para vivir, Él quiere que lo busquemos y que trabajemos, y no vayamos por el camino fácil del préstamo o de la limosna; pues, si pudiendo trabajar, no queremos trabajar, Dios no nos podrá ayudar.

Pero, si ponemos todo lo posible de nuestra parte, Dios no nos puede pedir más y, aun en el caso de que muriéramos de hambre, podríamos morir tranquilos y Dios nos recibiría contento en su cielo. Si tenemos fe y confiamos en Él, será capaz de hacer hasta milagros espectaculares para demostrarnos su amor. Por ejemplo, el profeta Elías estaba huyendo de la reina Jezabel y, yendo por el desierto, no tenía nada para comer… Y Dios mandó un ángel para darle una torta cocida y una vasija de agua (1 Re 19,6). Y, cuando huía de Ajab, y estaba junto al torrente Querit, los cuervos le llevaban pan por la mañana y carne por la tarde y bebía del agua del torrente (1 Re 17). Y, cuando Elías fue a Sarepta de Sidón, multiplicó la harina y el aceite de una mujer viuda, que le daba de comer. Y le dijo: He aquí lo que dice Yahvé: No faltará harina en la tinaja ni disminuirá el aceite en la vasija hasta el día en que Yahvé haga caer la lluvia sobre la tierra(1 Re 17). También el profeta Eliseo multiplicó el pan para dar de comer a cien personas y multiplicó el aceite a una mujer de Sunam (2 Re 4).

Si tenemos fe, Dios no se dejará ganar en generosidad y siempre estará atento a nuestras necesidades para ayudarnos, especialmente, en casos difíciles, cuando la ayuda humana sea imposible. Y esto, no solamente en necesidades de comida, sino en toda clase de necesidades y problemas de la vida. Dios hizo muchos milagros por medio de los apóstoles, de modo que hasta la sombra de Pedro sanaba a los enfermos (Hech 5,15).

San Pablo, en la isla de Malta, sanó a muchos enfermos. Para los malteses fue providencial que san Pablo estuviera allí después de haber sido librado del naufragio del barco con toda la tripulación. Dios salvó a Pablo de la picadura de la serpiente y así pudo predicarles la palabra de Dios con eficacia (Hech 28).

En el Evangelio vemos cómo Jesús da de comer en dos oportunidades a miles de personas con la multiplicación de los panes y los peces. Y bendice a aquella viuda pobre, que echa unos centavitos en la alcancía del templo (Lc 21,4). Podemos creer que Dios le proporcionó la comida a esta viuda, que confió en el Señor, dándole lo poco que tenía para vivir.

Por eso, podemos creer lo que dice san Pablo: Dios proveerá a todas vuestras necesidades según sus riquezas en Cristo Jesús (Fil 4,19). Además, el mismo Jesús nos ha dicho y nos ha prometido: Dad y se os dará (Lc 6,38). Y todo el que dejare hermanos o hermanas, o padre o madre, o hijos o campos por amor de mi nombre, recibirá cien veces más en esta vida y después la vida eterna (Mt 19,29). Y, sobre todo, nos ha dicho: Buscad primero el reino de Dios y su justicia que todo lo demás se os dará por añadidura (Lc 12,31).


HOMBRES SIN FE

¡Qué triste es ver a muchos hombres sin fe que, al no creer en el amor de Dios, van buscando seguridad en adivinos para que les lean el futuro o les hagan su carta astral para poder así controlar el futuro y poder defenderse de las fuerzas del mal! Sin embargo, no creen en el poder de Dios ni el poder de la oración y sus vidas van cada día más a la deriva, como barcos sin rumbo en medio de las tormentas y dificultades de la vida.

Es lamentable ver cómo proliferan en las grandes ciudades modernas, especialmente del primer mundo, los adivinos, los brujos y toda clase de sectas filosóficas, orientales o de cualquier otro tipo, que tratan de vender la idea de la felicidad a tantos millones de hombres, que están vacíos por dentro. Al no tener fe, quizás tienen una vaga idea de Dios, caminan a oscuras y, cuando tienen problemas, tratan de solucionarlos con amuletos o leyendo los horóscopos.

Incluso, cuando tienen enfermedades, van buscando igualmente mediums o curanderos, que los convencen de sus bondades y, de esta manera, los convierten en clientes fijos. Pero su corazón, alejado de Dios, no puede disfrutar de la auténtica felicidad, que sólo Dios puede dar. Muchos de nuestros contemporáneos ya no creen en milagros ni quieren oír hablar de la providencia de Dios. Para ellos creer en la providencia sería creer que Dios, un ser tan importante, se rebajara para estar pendiente de nuestros pequeños asuntos de cada día, pues creen que tiene cosas más importantes en qué pensar. Ellos no pueden entender que un Dios tan omnipotente e infinito pueda tener tiempo para cuidar de los pajaritos y de las flores del campo. Ellos creen que es suficiente con que este Dios, tan grande y majestuoso, se preocupe del cuidado de los astros y del ir y venir de los planetas y de las estrellas.

Para ellos todo lo que sucede en nuestro mundo se debe a las causas segundas, como dicen los filósofos, es decir, simplemente, a la relación de causa-efecto de las fuerzas naturales. No pueden creer que este Dios pueda ser tan humano y cariñoso como para cuidar de los mínimos detalles de sus hijos. Ellos no pueden entender ni podrán entender nunca a un Dios humano como Jesús, que amaba a los niños y curaba a los enfermos. Nunca podrán entender que Dios se rebaje hasta el punto de cuidar nuestra vida y guiarnos, personalmente, hacia el bien y la felicidad.

Por eso, nosotros debemos hacer un acto de fe en el amor de Dios y en su providencia. Dios no sólo cuida de los pajaritos, sino también de los más pequeños de los seres humanos. Como dice Jesús: Mirad de no despreciar a ninguno de estos pequeñitos, porque, en verdad, os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo el rostro de mi Padre celestial... La voluntad de vuestro Padre, que está en los cielos, es que no se pierda ninguno de estos pequeñitos (Mt 18, 10-14). No temas, rebañito mío, porque vuestro Padre se ha complacido en daros el reino (Lc 12,32). Hasta los cabellos de vuestra cabeza los tiene contados (Lc 12,7). Sí, existe la providencia de Dios, porque Dios nos ama.


LA PROVIDENCIA DE DIOS

La providencia de Dios es el cuidado y solicitud que Dios tiene sobre todas sus criaturas, procurándoles todo lo que necesitan. El Catecismo de la Iglesia Católica dice que la solicitud de la divina providencia… tiene cuidado de todo, desde las cosas más pequeñas hasta los más grandes acontecimientos del mundo y de la historia (Cat 303). Pero Dios no da solamente a sus criaturas la existencia, les da también la dignidad de actuar por sí mismas, de ser causas y principios unas de otras y de cooperar así a la realización de su designio. (Cat 306). Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces, llegan a ser plenamente colaboradores de Dios y de su Reino (Cat 307). Especialmente, la oración cristiana es cooperación con su providencia y su designio de amor hacia los hombres (Cat 2738).

La providencia de Dios es el amor de Dios en acción. Por eso, lo que ocurre en nuestra vida no es fatalismo determinado por el curso de los astros o de las estrellas como dice la astrología. La vida del hombre no depende de un destino ciego o de la casualidad. No estamos abandonados a nuestra suerte por un creador que se ha olvidado de nosotros; sino todo lo contrario, nos guía con amor en cada uno de nuestros pasos, como un Padre, que vigila los pasos vacilantes de su hijo pequeño.

Felizmente para nosotros, el amor y la misericordia de Dios es más grande que nuestros errores y pecados, y siempre nos da la oportunidad de rectificar el camino. Pero debemos entender que Dios no es un dictador despiadado, que nos obliga a seguir su camino a buenas o a malas. Dios quiere el amor de sus criaturas y el amor sólo es válido, cuando se ama en libertad. Ciertamente, Dios es omnipotente, pero su omnipotencia no es para destruir y matar, sino para construir, amar y hacer felices a los hombres. Su omnipotencia es omnipotencia de amor y sólo puede hacer lo que le inspire su amor hacia los hombres.

Hablar, pues, de la providencia de Dios significa hablar del amor de Dios. Creer en su amor significa creer que tiene el control de todos los detalles que nos suceden y de todo lo que pasa en el universo entero. Sí, Dios rige los astros del firmamento, guía el curso de los planetas y controla la rotación de la tierra. Vela sobre la hormiga que trabaja en su granero, cuida a los insectos que pululan por el aire y sobre cada gota de agua del océano. Ninguna hoja de árbol se agita sin su permiso, ni una brizna de hierba muere sin Él saberlo, ni los granos de arena movidos por el viento. Vela con solicitud sobre las aves y los lirios del campo. En una palabra, creer en su amor providente significa creer que Él cuida de los pasos de cada estrella, de cada ser humano, de cada átomo…, porque su amor omnipotente mueve y da vida a todo lo que existe.

Por eso mismo, hablar de providencia es hablar de seguridad y de tranquilidad existencial, sabiendo que alguien todopoderoso vela sobre nosotros. Y que, por tanto, ningún enemigo, por poderoso que sea, y ninguna fuerza maligna puede hacernos daño, porque nuestro Padre Dios está siempre vigilante. Y, si permite que nos sucedan cosas negativas y que nos toque alguna fuerza del mal, lo hace por nuestro bien.

Santa Teresita del Niño Jesús habla de la providencia de Dios con relación a las distintas vocaciones y dice: Durante mucho tiempo estuve preguntándome a mí misma por qué Dios tenía preferencias, por qué no todas las almas recibían las gracias con igual medida... Me preguntaba por qué los pobres salvajes, por ejemplo, morían en gran número sin haber oído siquiera pronunciar el nombre de Dios... Jesús se dignó instruirme acerca de este misterio. Puso ante mis ojos el libro de la naturaleza y comprendí que todas las flores creadas por él son bellas, que el brillo de la rosa y la blancura de la azucena no le quitan a la diminuta violeta su aroma ni a la margarita su encantadora sencillez... Comprendí que, si todas las flores pequeñas quisieran ser rosas, la naturaleza perdería su gala primaveral, los campos ya no estarían esmaltados de florecillas... Lo mismo acontece en el mundo de las almas, que es el jardín de Jesús. Él ha querido crear santos grandes, que pueden compararse a las azucenas y a las rosas; pero ha creado también otros más pequeños, y éstos han de contentarse con ser margaritas o violetas, destinadas a recrearle los ojos a Dios, cuando mira al suelo. La perfección consiste en hacer su voluntad, en ser lo que Él quiere que seamos.

La providencia de Dios se ocupa de cada flor del campo y de cada alma en particular, como si no hubiera nadie más en el universo. Todo su amor es para cada uno y vela por cada uno en particular. Podríamos decir que la providencia de Dios dirige a todos y cada uno hacia el amor. Somos flores de jardín de Dios, luces de su divino resplandor, hijos de su gran familia, herederos de su reino, y nos ama a cada uno con todo su infinito amor.

Autor: P. Angel Peña O.A.R.

lunes, 6 de mayo de 2013

ORACION A LA DIVINA PROVIDENCIA







¡Oh divina Providencia!

¡Concédeme tu clemencia 
y tu infinita bondad!
Arrodillada a tus plantas a ti caridad portento. 
Te pido para los míos casa, vestido y sustento. 
Concédeles la salud, llévalos por buen camino. 
Que sea siempre la virtud la que los guíe en su destino.
Tú eres toda mi esperanza. 
Tú eres el consuelo mío.
En la que mi mente alcanza, en ti creo, en ti espero, y en ti confío. 
Tu divina Providencia se extiende a cada momento. 
Para que nunca nos falte: casa, vestido y sustento.

domingo, 5 de mayo de 2013

¿Por qué Dios permite el mal?





Dificultades para aceptar la providencia

1. La realidad del mal y del sufrimiento presentes bajo tantas formas en la vida humana, constituye para muchos la dificultad principal para aceptar la verdad de la Providencia Divina. En algunos casos, esta dificultad asume una forma radical, cuando incluso se acusa a Dios del mal y del sufrimiento presentes en el mundo llegando hasta rechazar la verdad misma de Dios y de su existencia (esto es, hasta el ateísmo). De un modo menos radical y sin embargo inquietante, esta dificultad se expresa en tantos interrogantes críticos que el hombre plantea a Dios. La duda, la pregunta e incluso la protesta nacen de la dificultad de conciliar entre sí la verdad de la Providencia Divina, de la paterna solicitud de Dios hacia el mundo creado, y la realidad del mal y del sufrimiento experimentado en formas diversas por los hombres.

Pues bien, el sufrimiento entra de lleno en el ámbito de las cosas que Dios quiere decir a la humanidad. Ha habldo de ello «muchas veces... por ministerio de los profetas... últimamente... nos habló por su Hijo» (Heb, 1, 1). Podemos decir que la visión de la realidad del mal y del sufrimiento está presente con toda su plenitud en las páginas de la Sagrada Escritura. Podemos afirmar que la Biblia es, ante todo, un gran libro sobre el sufrimiento, que lo presenta en el contexto de la autorrevelación de Dios y en el contexto del Evangelio; o sea, de la Buena Nueva de la salvación. Por eso el único método adecuado para encontrar una respuesta al interrogante sobre el mal y el sufrimiento en el mundo es buscar en el contexto de la revelación que nos ofrece la Palabra de Dios.


Mal físico y mal moral

2. El mal es en sí mismo multiforme. Generalmente se distinguen el mal en sentido físico del mal en sentido moral. El mal moral se distingue del físico sobre todo por comportar culpabilidad, por depender de la libre voluntad del hombre y es siempre un mal de naturaleza espiritual. Se distingue del mal físico, porque este último no incluye necesariamente y de modo directo la voluntad del hombre, aunque esto no significa que no pueda estar causado también por el hombre y ser efecto de su culpa. El mal físico causado por el hombre, a veces sólo por ignorancia o falta de cautela, a veces por descuido de las precauciones oportunas o incluso por acciones inoportunas y dañosas, presenta muchas formas. Pero existen en el mundo muchos casos de mal físico que suceden independientemente del hombre. Baste recordar, por ejemplo, los desastres o calamidades naturales, al igual que todas las formas de disminución física o de enfermedades somáticas o psíquicas, de las que el hombre no es culpable.

3. El sufrimiento nace en el hombre de la experiencia de estas múltiples formas del mal. En cierto modo, el sufrimiento puede darse también en los animales, en cuanto que son seres dotados de sentidos y de relativa sensibilidad, pero en el hombre el sufrimiento alcanza la dimensión propia de las facultades espirituales que posee. Puede decirse que en el hombre se interioriza el sufrimiento, se hace consciente y se experimenta en toda la dimensión de su ser y de sus capacidades de acción y reacción, de receptividad y rechazo; es una experiencia terrible, ante la cual, especialmente cuando es sin culpa, el hombre plantea aquellos difíciles, atormentados y dramáticos interrogantes, que constituyen a veces una denuncia, otras un desafío, o un grito de rechazo de Dios y de su Providencia. Son preguntas y problemas que se pueden resumir así: ¿cómo conciliar el mal y el sufrimiento con la solicitud paterna, llena de amor, que Jesucristo atribuye a Dios en el Evangelio? ¿Cómo conciliarlo con la trascendente sabiduría del Creador? Y de una manera aún más dialéctica: ¿podemos de cara a toda la experiencia del mal que hay en el mundo, especialmente de cara al sufrimiento de los inocentes, decir que Dios no quiere el mal? Y si lo quiere, ¿cómo podemos creer que «Dios es amor», siendo así, además, que este amor no puede no ser omnipotente?


Certeza de que Dios es bueno

4. Ante estas preguntas, nosotros también como Job, sentimos qué difícil es dar una respuesta. La buscamos no en nosotros, sino, con humildad y confianza, en la Palabra de Dios. En el Antiguo Testamento encontramos ya la afirmación vibrante y significativa: «... pero la maldad no triunfa de la sabiduría. Se extiende poderosa del uno al otro extremo y lo gobierna todo con suavidad» (Sab 7, 30-8, l). Frente a las multiformes experiencias del mal y del sufrimiento en el mundo, ya el Antiguo Testamento testimoniaba el primado de la Sabiduría y de la bondad de Dios, de su Providencia Divina. Esta actitud se perfila y desarrolla en el Libro de Job, que se dedica enteramente al tema del mal y del dolor vistos como una prueba a veces tremenda para el gusto, pero superada con la certeza, laboriosamente alcanzada, de que Dios es bueno.

En este texto captamos la conciencia del límite y de la caducidad de las cosas creadas, por la cual algunas formas de «mal» físico (debidas a falta o limitación del bien) pertenecen a la propia estructura de los seres creados, que, por su misma naturaleza, son contingentes y pasajeros, y por tanto corruptibles. Sabemos además que los seres materiales están en estrecha relación de interdependencia, según lo expresa el antiguo axioma: «La muerte de uno es la vida del otro» («corruptio unius est generatio alterius»). Así pues, en cierta medida, también la muerte sirve a la vida. Esta ley concierne también al hombre como ser animal al mismo tiempo que espiritual, mortal e inmortal. A este propósito, las palabras de San Pablo descubren, sin embargo, horizontes muy amplios: «... mientras nuestro hombre exterior se corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día» (2 Cor 4, 16). Y también: «Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso eterno de gloria incalculable» (2 Cor 4, 17).

5. La afirmación de la Sagrada Escritura: «la maldad no triunfa de la Sabiduría» (Sab 7, 30) refuerza nuestra convicción de que, en el plano providencial del Creador respecto al mundo, el mal en definitiva está subordinado al bien. Además, en el contexto de la verdad integral sobre la Providencia Divina, nos ayuda a comprender mejor las dos afirmaciones: «Dios no quiere el mal como tal» y «Dios permite el mal». A propósito de la primera es oportuno recordar las palabras del Libro de la Sabiduría: «... Dios no hizo la muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes. Pues El creó todas las cosas para la existencia» (Sab 1, 13-14). En cuanto a la permisión del mal en el orden físico, por ejemplo, de cara al hecho de que los seres materiales (entre ellos también el cuerpo humano) sean corruptibles y sufran la muerte, es necesario decir que ello pertenece a la estructura misma de estas criaturas. Por otra parte, sería difícilmente pensable, en el estado actual del mundo material, el ilimitado subsistir de todo ser corporal individual. Podemos, pues, comprender que, si «Dios no ha creado la muerte», según afirma el Libro de la Sabiduría, sin embargo la permite con miras al bien global del cosmos material.


El gran valor de la libertad

7. Pero si se trata del mal moral, esto es, del pecado y de la culpa en sus diversas formas y consecuencias, incluso en el orden físico, este mal decidida y absolutamente Dios no lo quiere. El mal moral es radicalmente contrario a la voluntad de Dios. Si este mal está presente en la historia del hombre y del mundo, y a veces de forma totalmente opresiva, si en cierto sentido tiene su propia historia, esto sólo está permitido por la Divina Providencia, porque Dios quiere que en el mundo creado haya libertad. La existencia de la libertad creada (y por consiguiente del hombre, e incluso la existencia de los espíritus puros como los ángeles, de los que hablaremos en otra ocasión) es indispensable para aquella plenitud de la creación, que responde al plan eterno de Dios (como hemos dicho ya en una de las anteriores catequesis).

La Providencia es una presencia eterna en la historia del hombre: de cada uno y de las comunidades. La historia de las naciones y de todo el género humano se desarrolla bajo el «ojo» de Dios y bajo su omnipotente acción. Si todo lo creado es «custodiado» y gobernado por la Providencia, la autoridad de Dios, llena de paternal solicitud, comporta, en relación a los seres racionales y libres, el pleno respeto a la libertad, que es expresión en el mundo creado de la imagen y semejanza con el mismo Ser divino, con la misma Libertad divina.

El respeto de la libertad creada es tan esencial que Dios permite en su Providencia incluso el pecado del hombre (y del ángel). La criatura racional, excelsa entre todas, pero siempre limitada e imperfecta, puede hacer mal uso de la libertad, la puede emplear contra Dios, su Creador. Es un tema que turba la mente humana, sobre el cual el libro del Sirácida reflexionó ya con palabras muy profundas» (Audiencia general, 21-V-1986, 7 y 8)].

Hacia la luz definitiva

A causa de aquella plenitud del bien que Dios quiere realizar en la creación, la existencia de los seres libres es para él un valor más importante y fundamental que el hecho de que aquellos seres abusen de la propia libertad contra el Creador y que, por eso, la libertad pueda llevar al mal moral. Indudablemente es grande la luz que recibimos de la razón y de la revelación en relación con el misterio de la Divina Providencia que, aun no queriendo el mal, lo tolera en vista de un bien mayor. La luz definitiva, sin embargo, sólo nos puede venir de la cruz victoriosa de Cristo. A ella dedicaremos nuestra atención en la siguiente catequesis.

Audiencia general (4-VI-1986)

Autor: S.S. Juan Pablo II 

sábado, 4 de mayo de 2013

Letanía del Corazón agonizante de Jesús




  • Señor, ten piedad de nosotros.
    Jesucristo, ten piedad de nosotros.
  • Señor, ten piedad de nosotros.
  • Jesucristo, escúchanos.
  • Jesucristo óyenos.
  • Dios Padre celestial, ten piedad de nosotros.
  • Dios Hijo, Redentor del mundo, ten piedad de nosotros.
  • Dios Espíritu Santo, ten piedad de nosotros.
  • Santísima Trinidad, que eres un solo Dios, ten piedad de nosotros,
  • Corazón agonizante de Jesús, ten misericordia de los moribundos.
  • Corazón agonizante de Jesús que, desde el primer instante de tu formación en el casto seno de maría has sufrido por nuestra salvación, ten misericordia de nosotros.
  • Corazón agonizante de Jesús, que durante toda tu vida has sufrido tantas penas interiores, especialmente durante tu pasión, ten misericordia de nosotros. (En adelante se repite ten misericordia de nosotros).
  • Corazón de Jesús, que llevaste contigo a tus más caros discípulos para ser testigos de tu dolorosa agonía en el huerto de los Olivos.
  • Corazón agonizante de Jesús que dijiste a sus apóstoles: triste está mi alma hasta la muerte.
  • Corazón agonizante de Jesús, que fuiste sobrecogido de una mortal tristeza al prever la inutilidad de tus sufrimientos para un gran número de almas.
  • Corazón agonizante de Jesús que has sido saciado de amargura por causa de nuestros pecados.
  • Corazón agonizante de Jesús que pediste tres veces a tu padre celestial alejase de ti el cáliz de tu pasión.
  • Corazón agonizante de Jesús, que has repetido tres veces esta oración: Padre mío, que se haga tu voluntad y no la mía.
  • Corazón agonizante de Jesús, que has hecho esta queja amorosa a tus apóstolos: ¡Cómo! ¿no has podido velar un ahora conmigo?
  • Corazón agonizante de Jesús, cubierto por la violencia del dolor y por el exceso de tu amor, con un sudor de sangre abundante, que empapó la tierra donde estaba prosternado.
  • Corazón agonizante de Jesús, abierto para los pobres pecadores.
  • Corazón agonizante de Jesús, abismo de misericordias.
  • Corazón agonizante de Jesús, que nunca te cansas de nuestros ruegos.
  • Corazón agonizante de Jesús, en el que esperamos contra toda esperanza.
  • Corazón agonizante de Jesús, nuestro asilo contra tu propia cólera.
  • tribunal de misericordia, al que podemos apelar en los decretos de tu justicia.
  • Corazón agonizante de Jesús, donde la justicia y la misericordia se han abrazado.
  • Corazón agonizante de Jesús, obediente hasta la muerte de cruz.
  • Corazón agonizante de Jesús, que has pagado por nuestras iniquidades.
  • Corazón agonizante de Jesús, que has convertido al ladrón crucificado a tu derecha.
  • Corazón agonizante de Jesús, que nos has prodigado tu dulzura.
  • Corazón agonizante de Jesús, al que en cambio hemos vuelto hiel y vinagre.
  • Corazón agonizante de Jesús, que has encomendado tu alma santísima en las manos de tu Padre.
  • Corazón agonizante de Jesús, víctima infinitamente agradable a tu Padre.
  • Corazón agonizante de Jesús, víctima a quien consumió el fuego de amor.
  • Corazón agonizante de Jesús, sacrificio perpetuo.
  • Corazón agonizante de Jesús, sacrificio que aplacas la justicia divina.
  • Corazón agonizante de Jesús, nuestra luz en la sombras de la muerte.
  • Corazón agonizante de Jesús, nuestra fuerza en el último combate.
  • Corazón agonizante de Jesús, sacrificio perpetuo.
  • Corazón agonizante de Jesús, que aplacas la justicia divina.
  • Corazón agonizante de Jesús, nuestra luz en las sombras de la muerte
  • Corazón agonizante de Jesús, nuestra fuerza en el último combate.
  • Corazón agonizante de Jesús, dulce refugio y consuelo de los agonizantes.
  • Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo. Perdónanos Señor.
  • Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo. Escúchanos Señor.
  • Cordero de Dios que quitas los pecados del mundo. Ten misericordia de nosotros Señor.

V. Corazón agonizante de Jesús, esperanza de los que mueren en ti.
R. Ten misericordia de los moribundos

Oración

¡Oh amantísimo Señor Jesús! Que has querido nacer, sufrir y morir por salvar a todos los hombres, es en nombre de todas las pobres almas que sufren en este instante y que sufrirán en el día de los combates de la agonía, que te suplicamos humildemente les concedas la gracia, por los dolores de tu Corazón agonizante, del arrepentimiento y del perdón. Dígnate, oh divino Salvador, escuchar esta almas que has rescatado con tu preciosísima sangre y que te claman por la intervención de sus hermanos en la fe. Es hacia Ti, Oh Corazón agonizante de Jesús, que vuelven nuestras miradas moribundas y la esperanza de nuestras almas en este día del último combate en que por la mañana no esperamos ver la tarde, y en la tarde no esperamos ver la mañana, en que todo es luto y abandono en torno nuestro; nuestros cuerpos caen en la disolución, nuestras almas están sobrecogidas de espanto, nuestros ojos ya nublados se fijan en tu imagen crucificada, Oh Jesús, y en la de tu Corazón herido por los pecadores… Vemos esta herida abierta para ofrecernos un asilo contra los enemigos de nuestra salvación… En ella buscamos nuestro refugio… ¡Oh Corazón lleno de compasión hacia nosotros! Sálvanos, ocúltanos a tu propia justicia, y no nos trates según nuestras iniquidades. Sálvanos, Señor, puesto que tu adorable nombre ha sido invocado sobre nosotros en el bautismo, por la Iglesia, tu santa esposa; no olvides que María, tu Madre, es también la nuestra; tu corazón y nuestros labios la han proclamado inmaculada y siempre Virgen. Danos la fe y la contrición que diste al buen ladrón; acepta nuestros dolores y nuestras angustias en unión a tu dolorosa agonía; dígnate oh misericordiosísimo Redentor del mundo, dejar caer sobre nuestras almas una gota de ese sudor divino que destiló de tu sagrado cuerpo en el huerto de los Olivos, y de la sangre preciosa que salió de tu santísimo corazón herido con la lanza en la cruz. La fuerza y la dulzura de este celestial licor lavará todas nuestras iniquidades, será el bálsamo divino que sanará nuestras llagas y nos reconciliará contigo. Oh Jesús; en fin, Oh Corazón agonizante de nuestro Salvador y de nuestro juez, atiende a nuestro deseos; que sostenidos por María, nuestra tierna madre, y por san José, nuestro poderos protector, tengamos la dicha de unirnos a ti por toda la eternidad. Amén.

Prácticas

1º Rezar por los agonizantes tres Padre nuestro en memoria de la pasión del Señor y tres Ave María, en memoria de los dolores de María.
2º Procura a  los agonizantes la asistencia de un sacerdote, y si no lo consigues, asístelos tú mismo haciéndoles repetir los dulces nombres de Jesús y María.
3º Inspírales sentimientos de humildad filial confianza.
4º Ponles el escapulario de N. S. del Carmen, pues el que muera revestido con esta divisa no caerá en el infierno, María lo ha dicho y no puede engañarnos.
5º Inspira al enfermo que se abandone completamente entre los brazos del S.S. José, este padre protector especial de la buena muerte, que tiene gran poder para conseguir para los que le invoquen la gracia de expiar dulcemente como él entre los brazos de Jesús y María.
5º Enseña a todos los que no la conozcan, la devoción del Corazón agonizante: introdúcela en las familias, en las comunidades y entre tus amigos; y no dudes que aquel Sagrado Corazón te bendecirá. Si por el fervor de tus oraciones llegas a salvar cada día un alma, serán, al cabo de un año trescientas sesenta y cinco las que habrás salvado… en diez años serán tres mil seiscientas cincuenta. ¡Qué cosecha! ¡Qué corona para la eternidad!

Transcripción de José Gálvez Krüger para ACI Prensa

viernes, 3 de mayo de 2013

El Espíritu nos lo explicará todo





Cristo, que “había entregado el espíritu en la cruz” (Jn 19,30) como Hijo del hombre y Cordero de Dios, una vez resucitado va donde los apóstoles para “soplar sobre ellos” (Jn 20,22)...  La venida del Señor llena de gozo a los presentes: “Su tristeza se convierte en gozo” (cf Jn 16,20), como ya había prometido antes de su pasión. Y sobre todo se verifica el principal anuncio del discurso de despedida: Cristo resucitado, como si preparara una nueva creación, “trae” el Espíritu Santo a los apóstoles. Lo trae a costa de su “partida”; les da este Espíritu como a través de las heridas de su crucifixión: “les mostró las manos y el costado”. En virtud de esta crucifixión les dice: “Recibid el Espíritu Santo”.
  
    Se establece así una relación profunda entre el envío del Hijo y el del Espíritu Santo. No se da el envío del Espíritu Santo (después del pecado original) sin la Cruz y la Resurrección: “Si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito” (Jn 16,7). Se establece también una relación íntima entre la misión del Espíritu Santo y la del Hijo en la Redención. La misión del Hijo, en cierto modo, encuentra su “cumplimiento” en la Redención: “Recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros” (Jn 16,15).  La Redención es realizada totalmente por el Hijo, el Ungido, que ha venido y actuado con el poder del Espíritu Santo, ofreciéndose finalmente en sacrificio supremo sobre el madero de la Cruz. Y esta Redención, al mismo tiempo, es realizada constantemente en los corazones y en las conciencias humanas —en la historia del mundo— por el Espíritu Santo, que es el “otro Paráclito” (Jn 14,16).

Autor: Beato Juan Pablo II (1920-2005), papa Encíclica “Dominum et vivificantem”, § 24 (trad. Libreria Editrice Vaticana)

jueves, 2 de mayo de 2013

CARITAS IN VERITATE






1. La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrenal y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad. El amor —«caritas»— es una fuerza extraordinaria, que mueve a las personas a comprometerse con valentía y generosidad en el campo de la justicia y de la paz. Es una fuerza que tiene su origen en Dios, Amor eterno y Verdad absoluta. Cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32). Por tanto, defender la verdad, proponerla con humildad y convicción y testimoniarla en la vida son formas exigentes e insustituibles de caridad. Ésta «goza con la verdad» (1 Co 13,6). Todos los hombres perciben el impulso interior de amar de manera auténtica; amor y verdad nunca los abandonan completamente, porque son la vocación que Dios ha puesto en el corazón y en la mente de cada ser humano. Jesucristo purifica y libera de nuestras limitaciones humanas la búsqueda del amor y la verdad, y nos desvela plenamente la iniciativa de amor y el proyecto de vida verdadera que Dios ha preparado para nosotros. En Cristo, la caridad en la verdad se convierte en el Rostro de su Persona, en una vocación a amar a nuestros hermanos en la verdad de su proyecto. En efecto, Él mismo es la Verdad (cf. Jn 14,6).

2. La caridad es la vía maestra de la doctrina social de la Iglesia. Todas las responsabilidades y compromisos trazados por esta doctrina provienen de la caridad que, según la enseñanza de Jesús, es la síntesis de toda la Ley (cf. Mt 22,36-40). Ella da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas. Para la Iglesia —aleccionada por el Evangelio—, la caridad es todo porque, como enseña San Juan (cf. 1 Jn 4,8.16) y como he recordado en mi primera Carta encíclica «Dios es caridad» (Deus caritas est): todo proviene de la caridad de Dios, todo adquiere forma por ella, y a ella tiende todo. La caridad es el don más grande que Dios ha dado a los hombres, es su promesa y nuestra esperanza.

Soy consciente de las desviaciones y la pérdida de sentido que ha sufrido y sufre la caridad, con el consiguiente riesgo de ser mal entendida, o excluida de la ética vivida y, en cualquier caso, de impedir su correcta valoración. En el ámbito social, jurídico, cultural, político y económico, es decir, en los contextos más expuestos a dicho peligro, se afirma fácilmente su irrelevancia para interpretar y orientar las responsabilidades morales. De aquí la necesidad de unir no sólo la caridad con la verdad, en el sentido señalado por San Pablo de la «veritas in caritate» (Ef 4,15), sino también en el sentido, inverso y complementario, de «caritas in veritate». Se ha de buscar, encontrar y expresar la verdad en la «economía» de la caridad, pero, a su vez, se ha de entender, valorar y practicar la caridad a la luz de la verdad. De este modo, no sólo prestaremos un servicio a la caridad, iluminada por la verdad, sino que contribuiremos a dar fuerza a la verdad, mostrando su capacidad de autentificar y persuadir en la concreción de la vida social. Y esto no es algo de poca importancia hoy, en un contexto social y cultural, que con frecuencia relativiza la verdad, bien desentendiéndose de ella, bien rechazándola.

3. Por esta estrecha relación con la verdad, se puede reconocer a la caridad como expresión auténtica de humanidad y como elemento de importancia fundamental en las relaciones humanas, también las de carácter público. Sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente. La verdad es luz que da sentido y valor a la caridad. Esta luz es simultáneamente la de la razón y la de la fe, por medio de la cual la inteligencia llega a la verdad natural y sobrenatural de la caridad, percibiendo su significado de entrega, acogida y comunión. Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad. Es presa fácil de las emociones y las opiniones contingentes de los sujetos, una palabra de la que se abusa y que se distorsiona, terminando por significar lo contrario. La verdad libera a la caridad de la estrechez de una emotividad que la priva de contenidos relacionales y sociales, así como de un fideísmo que mutila su horizonte humano y universal. En la verdad, la caridad refleja la dimensión personal y al mismo tiempo pública de la fe en el Dios bíblico, que es a la vez «Agapé» y «Lógos»: Caridad y Verdad, Amor y Palabra.

4. Puesto que está llena de verdad, la caridad puede ser comprendida por el hombre en toda su riqueza de valores, compartida y comunicada. En efecto, la verdad es «lógos» que crea «diá-logos» y, por tanto, comunicación y comunión. La verdad, rescatando a los hombres de las opiniones y de las sensaciones subjetivas, les permite llegar más allá de las determinaciones culturales e históricas y apreciar el valor y la sustancia de las cosas. La verdad abre y une el intelecto de los seres humanos en el lógos del amor: éste es el anuncio y el testimonio cristiano de la caridad. En el contexto social y cultural actual, en el que está difundida la tendencia a relativizar lo verdadero, vivir la caridad en la verdad lleva a comprender que la adhesión a los valores del cristianismo no es sólo un elemento útil, sino indispensable para la construcción de una buena sociedad y un verdadero desarrollo humano integral. Un cristianismo de caridad sin verdad se puede confundir fácilmente con una reserva de buenos sentimientos, provechosos para la convivencia social, pero marginales. De este modo, en el mundo no habría un verdadero y propio lugar para Dios. Sin la verdad, la caridad es relegada a un ámbito de relaciones reducido y privado. Queda excluida de los proyectos y procesos para construir un desarrollo humano de alcance universal, en el diálogo entre saberes y operatividad.






5. La caridad es amor recibido y ofrecido. Es «gracia» (cháris). Su origen es el amor que brota del Padre por el Hijo, en el Espíritu Santo. Es amor que desde el Hijo desciende sobre nosotros. Es amor creador, por el que nosotros somos; es amor redentor, por el cual somos recreados. Es el Amor revelado, puesto en práctica por Cristo (cf. Jn 13,1) y «derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). Los hombres, destinatarios del amor de Dios, se convierten en sujetos de caridad, llamados a hacerse ellos mismos instrumentos de la gracia para difundir la caridad de Dios y para tejer redes de caridad.

La doctrina social de la Iglesia responde a esta dinámica de caridad recibida y ofrecida. Es«caritas in veritate in re sociali», anuncio de la verdad del amor de Cristo en la sociedad. Dicha doctrina es servicio de la caridad, pero en la verdad. La verdad preserva y expresa la fuerza liberadora de la caridad en los acontecimientos siempre nuevos de la historia. Es al mismo tiempo verdad de la fe y de la razón, en la distinción y la sinergia a la vez de los dos ámbitos cognitivos. El desarrollo, el bienestar social, una solución adecuada de los graves problemas socioeconómicos que afligen a la humanidad, necesitan esta verdad. Y necesitan aún más que se estime y dé testimonio de esta verdad. Sin verdad, sin confianza y amor por lo verdadero, no hay conciencia y responsabilidad social, y la actuación social se deja a merced de intereses privados y de lógicas de poder, con efectos disgregadores sobre la sociedad, tanto más en una sociedad en vías de globalización, en momentos difíciles como los actuales.

6. «Caritas in veritate» es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral. Deseo volver a recordar particularmente dos de ellos, requeridos de manera especial por el compromiso para el desarrollo en una sociedad en vías de globalización: la justicia y el bien común.

Ante todo, la justicia. Ubi societas, ibi ius: toda sociedad elabora un sistema propio de justicia. La caridad va más allá de la justicia, porque amar es dar, ofrecer de lo «mío» al otro; pero nunca carece de justicia, la cual lleva a dar al otro lo que es «suyo», lo que le corresponde en virtud de su ser y de su obrar. No puedo «dar» al otro de lo mío sin haberle dado en primer lugar lo que en justicia le corresponde. Quien ama con caridad a los demás, es ante todo justo con ellos. No basta decir que la justicia no es extraña a la caridad, que no es una vía alternativa o paralela a la caridad: la justicia es «inseparable de la caridad»[1], intrínseca a ella. La justicia es la primera vía de la caridad o, como dijo Pablo VI, su «medida mínima»[2], parte integrante de ese amor «con obras y según la verdad» (1 Jn 3,18), al que nos exhorta el apóstol Juan. Por un lado, la caridad exige la justicia, el reconocimiento y el respeto de los legítimos derechos de las personas y los pueblos. Se ocupa de la construcción de la «ciudad del hombre» según el derecho y la justicia. Por otro, la caridad supera la justicia y la completa siguiendo la lógica de la entrega y el perdón[3]. La «ciudad del hombre» no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas, otorgando valor teologal y salvífico a todo compromiso por la justicia en el mundo.

7. Hay que tener también en gran consideración el bien común. Amar a alguien es querer su bien y trabajar eficazmente por él. Junto al bien individual, hay un bien relacionado con el vivir social de las personas: el bien común. Es el bien de ese «todos nosotros», formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social[4]. No es un bien que se busca por sí mismo, sino para las personas que forman parte de la comunidad social, y que sólo en ella pueden conseguir su bien realmente y de modo más eficaz. Desear el bien común y esforzarse por él es exigencia de justicia y caridad. Trabajar por el bien común es cuidar, por un lado, y utilizar, por otro, ese conjunto de instituciones que estructuran jurídica, civil, política y culturalmente la vida social, que se configura así como pólis, como ciudad. Se ama al prójimo tanto más eficazmente, cuanto más se trabaja por un bien común que responda también a sus necesidades reales. Todo cristiano está llamado a esta caridad, según su vocación y sus posibilidades de incidir en la pólis. Ésta es la vía institucional —también política, podríamos decir— de la caridad, no menos cualificada e incisiva de lo que pueda ser la caridad que encuentra directamente al prójimo fuera de las mediaciones institucionales de la pólis. El compromiso por el bien común, cuando está inspirado por la caridad, tiene una valencia superior al compromiso meramente secular y político. Como todo compromiso en favor de la justicia, forma parte de ese testimonio de la caridad divina que, actuando en el tiempo, prepara lo eterno. La acción del hombre sobre la tierra, cuando está inspirada y sustentada por la caridad, contribuye a la edificación de esa ciudad de Dios universal hacia la cual avanza la historia de la familia humana. En una sociedad en vías de globalización, el bien común y el esfuerzo por él, han de abarcar necesariamente a toda la familia humana, es decir, a la comunidad de los pueblos y naciones[5], dando así forma de unidad y de paz a la ciudad del hombre, y haciéndola en cierta medida una anticipación que prefigura la ciudad de Dios sin barreras.

8. Al publicar en 1967 la Encíclica Populorum progressio, mi venerado predecesor Pablo VI ha iluminado el gran tema del desarrollo de los pueblos con el esplendor de la verdad y la luz suave de la caridad de Cristo. Ha afirmado que el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo[6] y nos ha dejado la consigna de caminar por la vía del desarrollo con todo nuestro corazón y con toda nuestra inteligencia[7], es decir, con el ardor de la caridad y la sabiduría de la verdad. La verdad originaria del amor de Dios, que se nos ha dado gratuitamente, es lo que abre nuestra vida al don y hace posible esperar en un «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»[8], en el tránsito «de condiciones menos humanas a condiciones más humanas»[9], que se obtiene venciendo las dificultades que inevitablemente se encuentran a lo largo del camino.

A más de cuarenta años de la publicación de la Encíclica, deseo rendir homenaje y honrar la memoria del gran Pontífice Pablo VI, retomando sus enseñanzas sobre el desarrollo humano integral y siguiendo la ruta que han trazado, para actualizarlas en nuestros días. Este proceso de actualización comenzó con la Encíclica Sollicitudo rei socialis, con la que el Siervo de Dios Juan Pablo II quiso conmemorar la publicación de la Populorum progressio con ocasión de su vigésimo aniversario. Hasta entonces, una conmemoración similar fue dedicada sólo a la Rerum novarum. Pasados otros veinte años más, manifiesto mi convicción de que la Populorum progressio merece ser considerada como «la Rerum novarum de la época contemporánea», que ilumina el camino de la humanidad en vías de unificación.

9. El amor en la verdad —caritas in veritate— es un gran desafío para la Iglesia en un mundo en progresiva y expansiva globalización. El riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres y los pueblos no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto, de la que pueda resultar un desarrollo realmente humano. Sólo con la caridad, iluminada por la luz de la razón y de la fe, es posible conseguir objetivos de desarrollo con un carácter más humano y humanizador. El compartir los bienes y recursos, de lo que proviene el auténtico desarrollo, no se asegura sólo con el progreso técnico y con meras relaciones de conveniencia, sino con la fuerza del amor que vence al mal con el bien (cf. Rm 12,21) y abre la conciencia del ser humano a relaciones recíprocas de libertad y de responsabilidad.

La Iglesia no tiene soluciones técnicas que ofrecer[10] y no pretende «de ninguna manera mezclarse en la política de los Estados»[11]. No obstante, tiene una misión de verdad que cumplir en todo tiempo y circunstancia en favor de una sociedad a medida del hombre, de su dignidad y de su vocación. Sin verdad se cae en una visión empirista y escéptica de la vida, incapaz de elevarse sobre la praxis, porque no está interesada en tomar en consideración los valores —a veces ni siquiera el significado— con los cuales juzgarla y orientarla. La fidelidad al hombre exige la fidelidad a la verdad, que es la única garantía de libertad (cf. Jn 8,32) y de la posibilidad de un desarrollo humano integral. Por eso la Iglesia la busca, la anuncia incansablemente y la reconoce allí donde se manifieste. Para la Iglesia, esta misión de verdad es irrenunciable. Su doctrina social es una dimensión singular de este anuncio: está al servicio de la verdad que libera. Abierta a la verdad, de cualquier saber que provenga, la doctrina social de la Iglesia la acoge, recompone en unidad los fragmentos en que a menudo la encuentra, y se hace su portadora en la vida concreta siempre nueva de la sociedad de los hombres y los pueblos[12].

Autor: Sumo  Pontífice Benedicto  XVI a los obispos, a los presbíteros y diáconos, a las personas consagradas, a todos los fieles laicos y a todos los hombres de buena voluntad sobre el desarrollo humano  integral en la caridad y en la verdad

miércoles, 1 de mayo de 2013

Laborem Exercens





La presente encíclica trata la concepción del hombre y del trabajo. El enfoque general responde a un análisis de la época moderna, misma en la que se han desarrollado con enorme profusión ensayos de carácter económico, social, histórico, teológico, antropológico, etc...., sobre el trabajo humano, sobrepasándose en muchas ocasiones, el concepto exacto del trabajo. 

Con la Laboren Exercens la Iglesia va más al fondo, llega al corazón del concepto mismo del trabajo humano. En lugar de trazar un modelo ideal, Juan Pablo II ayuda a comprender lo que ha acontecido y sigue aconteciendo en la historia, de qué modo puede el hombre transformarse con su trabajo, hacerse más hombre”. 

En este sentido, esta encíclica es un intento bastante acabado de ir al fondo de lo que es el trabajo, y de su importancia para el ser humano. Desarrolla la significación que tiene el trabajo como fuente de realización de la exigencia de felicidad que todos los hombres son. Lo anterior, abre la posibilidad de una realización plena de la condición que todos los seres humanos viven: la de trabajadores.

“Juan Pablo II reconstruye las certezas metafísicas tradicionales de la fe a partir del hombre, a partir de una reflexión profunda sobre lo que es el hombre. De la experiencia de la vida del hombre remonta a su esencia y hace de la antropología introducción y preámbulo de la fe. En otras palabras, la filosofía del hombre viene a ser el verdadero acceso a la filosofía del ser. De esta filosofía del hombre forma parte de modo esencial la filosofía del trabajo humano, que concierne a los terrenos de la experiencia humana, anteriormente apropiados por la filosofía marxista de la praxis”. (Rocco Buttiglione).

La civilización occidental se ha preocupado sobre todo de desarrollar el lado objetivo del trabajo para someter a la naturaleza y liberar al hombre de condiciones de vidas de gran pobreza y miseria. Ha logrado de modo extraordinario acrecentar el control del hombre sobre la naturaleza. Sin embargo, el lado subjetivo del trabajo ha sido totalmente descuidado. 

El hombre ha elegido las formas de su cooperación en el trabajo y, por ende, su organización social en total independencia de la exigencia de asegurar el justo desarrollo de la persona humana en su trabajo. El resultado es que hoy nos hallamos infinitamente más seguros que en el pasado frente a las amenazas que provienen de la naturaleza (carestía, sequía, inundación, etc.), pero mil veces más inseguros ante las amenazas que nos vienen de los demás hombres o que surgen de nuestra propia intimidad personal (crisis económica, guerras, alienación, neurosis de las grandes concentraciones urbanas...). De hecho, no noshemos parado a pensar y proyectar nuestro trabajo de suerte que nos haga plenamente hombres.

He ahí la reflexión de su SS. Juan Pablo II, quien nos dice en esta encíclica: "El trabajo humano es una clave, quizá la clave esencial de toda la cuestión social, si tratamos de verla verdaderamente desde el punto de vista del bien del hombre”. 

Autor: Juan Pablo II . Septiembre 1981 | Fuente: catholic.net