miércoles, 7 de marzo de 2012

Recobrar la unidad en la diversidad




«La vida de comunión fraterna exige de los hermanos la unánime observancia de la Regla y Constituciones, un estilo similar de vida, la participación en los actos de la vida de fraternidad, sobre todo en la oración común, en el apostolado y en los quehaceres domésticos, así como la entrega, para utilidad común, de todas las ganancias percibidas por cualquier título»(Constituciones Generales 42 § 2).

Ante todo debemos ser reconocidos y dar las gracias a la Orden, a los Ministros, a los Definidores y a sus colaboradores que nos han guiado a lo largo de estos últimos y difíciles años postconciliares a través de la recuperación progresiva de nuestra identidad. Con plena seguridad podemos afirmar que nuestra Familia posee ahora un rostro nítido y bien delineado gracias a las Constituciones Generales -tan profundas y actualizadas- y a todos los otros documentos que han contribuido a iluminar cada vez más nuestra vida, la formación inicial y permanente, la evangelización como nuestra «razón de ser», bien enraizada en la contemplación. Nadie puede afirmar hoy que falte claridad a nuestro proyecto de vida evangélica. Pero quizás no logra convertirse en un proyecto existencial y en un nuevo estilo de vida. El problema de estos instrumentos que han marcado el camino franciscano durante los últimos años no consiste en ser demasiados o demasiado extensos o poco claros: el verdadero problema es que han sido acogidos (cuando han sido acogidos...) como «documentos» y no como importantes instrumentos para reestructurar y reanimar nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, preguntémonos -y respondámonos con sinceridad-: ¿Cuándo hemos leído por última vez las Constituciones Generales?

Así nuestra vida diaria se está desintegrando y fraccionando a partir de los incontables compromisos y deseos suscitados en nosotros por un mundo demasiado consumista. Debemos sustituir la cultura de la apariencia, de la inmediatez y de la eficacia, propia de nuestro mundo «global», con una cultura de la interioridad, del silencio, de la escucha obediente, de la fecundidad divina. A pesar de los fracasos, más aún, aleccionados por éstos, debemos pasar de la lógica de la evidencia y del «siempre se ha hecho» a la lógica de la confianza.

Es urgente reconstruir nuestra unidad interior, basándola sobre una formación espiritual sólida que sepa integrar cuanto somos y cuanto hacemos en una identidad pacificada y en la que la Palabra de Dios -acogida como acontecimiento siempre nuevo- y la Eucaristía -recibida como fuerza para el camino en seguimiento de Cristo- vuelvan a ser el fundamento de nuestra construcción.

Es importante saber descubrir en todos los acontecimientos de nuestra historia «un sendero que conduce a Dios», pues «todo cuanto sucede es adorable» (L. Bloy), integrando así todo en la comunión con el Dios de nuestra vida y de nuestra historia. Pero todo esto supone imprescindiblemente disciplina:


·         invirtiendo tiempo, espacios y personas;
·         reconstruyéndole a Dios «una morada» en nuestro corazón (cf. Rnb 22, 27), centro de nuestro actuar y de nuestra afectividad.

Debemos pedir al Señor todos los días la gracia y la fuerza de hacer lo que sabemos que Él quiere y de querer siempre lo que le agrada (cf. CtaO 50).

Descuidando el deber de examinarnos a la luz del proyecto evangélico de vida que nos une, nos hemos arriesgado a que cada Hermano, cada Fraternidad y cada Provincia hicieran su proprio proyecto, quizás a la luz de su cultura, oscureciendo el sentido de nuestra pertenencia universal. Y esto es grave. No se trata de imponer una «uniformidad asfixiante» que no tenga en cuenta las diferentes culturas, ni se quiere favorecer un centralismo legalista y monárquico; de lo que se trata, en realidad, es de dar testimonio de nuestro carisma. No podemos llamarnos «Hermanos» cuando no hay relaciones entre nosotros o, peor todavía, cuando se nutren desconfianzas y prejuicios que impiden el diálogo constructivo y el servicio fraterno que la Regla y las Constituciones Generales nos piden.

El fundamento de nuestra vida fraterna consiste en abrirnos, cotejarnos, acogernos y dialogar; ésos son los instrumentos para iluminar, fortalecer y actualizar nuestro proyecto evangélico común; ésa es la condición para que nazcan nuevas motivaciones que estimulen la creatividad y ayuden a recobrar la confianza en nosotros mismos y en los demás.

Ha habido «dispersión» en nuestras relaciones entre el centro de la Orden y las Provincias, entre unas y otras Entidades (Custodias - Provincias) y, a veces, entre las Casas de la misma Provincia. Es imprescindible que nos convirtamos a la unidad y reconciliemos las diferencias -para que vuelvan a ser riqueza constructiva y no motivos de división-:

·         descubriendo nuevamente nuestra identidad de «hermanos menores», más allá de nuestros ministerios, de los títulos académicos, de las posibilidades económicas, de supuestas preeminencias clericales, culturales o étnicas;
·         favoreciendo la unidad en la diversidad, suscitando, acogiendo y acompañando las distintas expresiones de vida franciscana (contemplación, inserción entre los pobres, itinerancia...) o las diferentes formas de evangelización, sin menoscabar los valores fundamentales de nuestro carisma ni la unidad de la Fraternidad universal o local.

Autor: Giacomo Bini, Ministro General o.f.m.

martes, 6 de marzo de 2012

Si osáramos...



«Id, vosotros que sois "los hermanos del pueblo", al corazón de las masas, a esas multitudes dispersas y extenuadas "como ovejas sin pastor", de las que Jesús sentía compasión... Id, pues, también vosotros a los hombres y mujeres de nuestro tiempo. ¡No esperéis a que vengan a vosotros! ¡Intentad vosotros mismos alcanzarlos! El amor de Cristo nos impulsa a esto... Toda la Iglesia os lo agradecerá» (Juan Pablo II, Las misiones populares, hoy, 15-XI-1982).

¡Quién puede decir las maravillas, los milagros que Dios haría con nosotros y a través de nosotros si, como Francisco, osáramos poner en Él toda nuestra confianza! Dios nos tiene una confianza increíble, no obstante nuestra fragilidad, nuestros límites, traiciones, negaciones... Está siempre dispuesto a «levantarnos», a abrirnos las puertas de su casa, a enviarnos al mundo entero, a pesar de nuestra edad, de nuestro cansancio y de nuestras desilusiones (cf. Elías, en 1 Re 19). Necesitamos recobrar esta confianza, intuir y experimentar, como Francisco, la presencia viva y paterna de Dios.

Francisco emprende su nuevo camino con los ojos fijos en el «Padre que está en los cielos»; «sigue desnudo a Cristo desnudo» mediante un nuevo «bautismo de deseo», el de pertenecerle sólo a Él. Así, se convierte en ágape -en don gratuito para los últimos (los leprosos)- en el seno de la Iglesia, por el Reino de Dios y por el mundo: fuera de los muros de su ciudad, fuera de Asís (LM 4,2).

Autor: Giacomo Bini, Ministro General o.f.m.

lunes, 5 de marzo de 2012

Falta de entusiasmo y de creatividad




«"Maestro, ¿qué haré para heredar la vida eterna?"... "Todo eso lo he cumplido desde pequeño". Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: "Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres... y luego sígueme"» (Mc 10, 17-22).

Todos nosotros, jóvenes y menos jóvenes, nos preguntamos, como el joven rico, qué hemos de hacer por nosotros y por los demás. Buscamos nuestra realización y nuestra identidad en la actividad, quizá en una «actividad contemplativa»: en un hacer más cosas y en hacerlas mejor, sin poner demasiado en tela de juicio la razón de nuestro activismo, que cultivamos desde hace años. El Señor ama nuestra laboriosidad, pero nos pide ante todo una conversión: des-hacernos para re-hacer (cf. Lc 10,41), de manera que la actividad no oscurezca otros valores prioritarios como la escucha de la Palabra, la verdadera relación con Dios, la vida de comunión y de relación en fraternidad. Es decir, primero hay que dejar todas las cosas, seguir al Señor y estar con Él; luego se abrirán ante nosotros todos los caminos de la evangelización, que hay que recorrer de dos en dos (en fraternidad). Debemos encontrar nuestra identidad en aquello «que por encima de todo (los hermanos) deben anhelar: tener el Espíritu del Señor y su santa operación» (Rb 10,8) y, luego, integrar nuestra «actividad» en esta dimensión, para superar más fácilmente esa tentación tan común de comprender nuestro compromiso pastoral como la afirmación protagonista de nosotros mismos y de convertirnos en «padres» de nuestras empresas.

No podemos olvidar que toda forma de evangelización es consecuencia de una llamada gratuita de Dios, que nos envía a trabajar unas horas en su viña. Por tanto, el momento final de la evangelización no consiste en la «dispersión» y la autocomplacencia por los resultados visibles, sino en devolverle a Dios todo cuanto somos, nosotros mismos, y todo el bien que Él dice y hace en nosotros y con nosotros (cf. Mc 6,30-31; Rnb 17,5-6).Somos colaboradores del Espíritu, que es siempre el actor principal de nuestra historia.
De ese modo resulta hermoso encontrar nuestra identidad en una «actividad» enraizada en la dependencia -de Dios y de la Fraternidad-, para poder ser cada vez más ágape, don libre y desinteresado, «proyecto» de Dios para su Reino. Entonces nuestro trabajo pastoral, expresión de comunión con el Señor y con los hermanos, recuperará su verdadera fecundidad, creatividad y esencia misional, como la encontraron los discípulos enviados en nombre de Jesús: gracias a esa superabundante confianza de Dios en nosotros, también nosotros haremos milagros (Lc 10,17ss). En cambio, la pérdida de la armonía de los valores fundamentales de nuestra forma de vida, con la acentuación del valor de la eficacia -a menudo antropocéntrica-, crea un profundo extravío vocacional y una gran desilusión, por falta de unidad interior o debido a la progresiva ineficacia causada por el desfallecimiento de las fuerzas o del número; y cuando así sucede, aflora la tentación de buscarse un camino de «supervivencia», dentro o fuera de la Orden, o se acomoda uno a una vida repetitiva y cansada, enmarcada en estructuras que fueron válidas en otro tiempo, pero que hoy encierran tradiciones carentes de vida.

Efectivamente, en muchos sectores hay Hermanos que trabajan solos, en obras caritativas o pastorales; a veces parece incluso la única salida posible. ¿Es imprescindible actuar solos para ser creativos? Nadie puede negar la generosidad, el éxito, el triunfo. ¿Pero cómo vivir como «Hermanos» sin mantener al menos lazos frecuentes de colaboración y de comunión con las Fraternidades limítrofes, sean o no de la misma Provincia o cultura? De lo contrario, pueden venir a menos los valores fundamentales de nuestra vocación, que consiste en «vivir el Evangelio de nuestro Señor Jesucristo en obediencia (dependencia), sin nada propio y en castidad» (Rb 1,1).

Estas actitudes nuestras corren el riesgo de desconcertar y desanimar a las generaciones jóvenes, que ya no perciben la identidad de nuestro carisma o buscan también un «acomodo» personal.

Autor: Giacomo Bini, Ministro General o.f.m.

domingo, 4 de marzo de 2012

La pobreza el hombre



«Preocupado con la pobreza el hombre de Dios (Francisco), temía que llegaran a ser un gran número, porque el ser muchos presenta, si no una realidad, sí una apariencia de riqueza. Por eso decía: "Si fuera posible, o, más bien, ¡ojalá pudiera ser que el mundo al ver hermanos menores en rarísimas ocasiones, se admire de que sean tan pocos!"» (2 Cel 70b).


¡Ese día ha llegado! En muchas Provincias se advierte una fuerte disminución del número de vocaciones; en otras se percibe una disminución ligera; en todas las Entidades se observa falta de perseverancia, sobre todo en las nuevas generaciones, durante los primeros años de profesión temporal o solemne. Es un fenómeno que afecta a casi todos los Institutos de vida consagrada, así como a las vocaciones sacerdotales y matrimoniales. Este hecho tiene, sin duda, muchas razones, que, en parte, se relacionan con las nuevas situaciones, mentalidades y comportamientos sociales y religiosos observables en todas las culturas del mundo; el «huracán de la globalización» no perdona a nadie; además, cada cultura tiene que vérselas con sus propios problemas.

Es evidente, sin embargo, que el problema vocacional debe encararse y estudiarse a partir de nuestra propia vida, en el seno de nuestras Casas. Los últimos documentos de la Iglesia y de la Orden invitan a revisar con urgencia la calidad espiritual-carismática de nuestra vida y a reestructurar todo el itinerario formativo, que en algunas Provincias se mantiene inalterado desde hace cincuenta años -salvo algún retoque superficial-.
La «enfermedad del número» y la «angustia por la supervivencia» son fenómenos que afectan a casi todas las Provincias; y esto impide una reconstrucción objetiva y espiritualmente serena de nuestras Familias provinciales y de la Orden entera.

La lógica «de la cantidad» no parece concordar con la creatividad de Dios; más aún, puede obstaculizarla (cf. Jue 7,2). Para Francisco el número puede convertirse en una riqueza que induzca a la autosuficiencia y la vanagloria (cf. Adm 5).

Es imprescindible una buena programación de la pastoral vocacional, pero lo esencial es el testimonio de nuestra vida evangélica configurada por nuestro proyecto de vida, bien definido por la Regla, las Constituciones generales y los otros documentos.

Indudablemente el Señor llama a quien quiere, como quiere y cuando quiere. Pero nosotros, por nuestra parte, tenemos el deber de pedir, de orar, de acoger y de acompañar evangélicamente, con el testimonio de nuestra vida y con la palabra, a aquellos a quienes ha llamado el Señor.

Hemos escrutado bastante el camino recorrido en los últimos años, hemos analizado nuestros errores y fracasos, ¡incluso hemos previsto, con estadísticas, lo que nos espera en el futuro! Quizás haya llegado el momento de empeñarnos en el presente, sin miedos, conscientes de nuestra responsabilidad ante la historia que estamos escribiendo hoy.

Autor:  Giacomo Bini, Ministro General o.f.m.

sábado, 3 de marzo de 2012

Esperas y esperanzas





«Los hermanos, seguidores de san Francisco, están obligados a llevar una vida radicalmente evangélica en espíritu de oración y devoción y en comunión fraterna; a dar testimonio de penitencia y minoridad; y, abrazando en la caridad a todos los hombres, a anunciar el Evangelio al mundo entero y a predicar con las obras la reconciliación, la paz y la justicia»(Constituciones Generales 1 § 2).
Vivimos en un momento capital de nuestra historia, inmersa en un proceso de profunda transformación, pero que contiene numerosos gérmenes de vida, abundantes expectativas y esperanzas de reconstrucción positiva, copiosas preguntas de contemporáneos nuestros que procuran dar nuevos significados y nuevos contenidos a sus vidas.
Se nos estimula e interpela a que, sabiendo captar las numerosas exigencias positivas que emergen en nuestro mundo, demos razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 Pe 3,15) y la expresemos visiblemente con símbolos y con un estilo de vida significativo para el hombre de hoy.
San Francisco y su mensaje mantienen una actualidad sorprendente, capaz de despertar simpatía y acogida en todas las culturas. Francisco está más vivo que nunca y habla a los hombres de hoy. ¿Lograremos encarnar su proyecto evangélico y comunicarlo con convicción y alegría mediante una visibilidad atrayente que abarque alma y cuerpo, vida y palabra, comportamientos personales y relacionales? Ese es el reto que el mundo actual nos dirige en nuestro camino del tercer milenio.
Se nos pide una respuesta a las crecientes desigualdades existentes entre un puñado de ricos, cada vez más ricos, e inmensas masas de pobres carentes de lo necesario. ¿Nuestro estilo fraterno de vida, solidario con los últimos, expresa, antes incluso que nuestro mismo servicio a ellos, libertad, superación de todo tipo de etnicismo y de nacionalismo, a la vez que distanciamiento de cualquier compromiso con el consumismo que nos rodea?
Se nos pide ser hombres de justicia, de reconciliación y de paz en un mundo guiado por el provecho económico, la competición y el arribismo.
Lo que nos falta, una vez más, no es la palabra o gestos aislados de generosidad, sino formas concretas, alternativas de vida en Fraternidad. Estamos sufriendo, como dice san Pablo, «dolores del parto».
Vivimos un «kairós», una gracia especial que se nos da con vistas a nuevos comienzos, a una vida nueva, empezando precisamente desde nuestros valores carismáticos.
El mensaje franciscano de la fraternidad universal como invitación al respeto, a la «reconciliación de lo distinto», a la búsqueda de comunión, se presenta con toda su fuerza como palabra de esperanza y como valor evangélico alternativo en este momento preciso en que se advierte el poder destructivo del individualismo.
La libertad y el desasimiento de los bienes, atestiguados con una vida frugal que no busca el proprio provecho ni cosas superfluas y que comparte lo que se es y lo que se tiene, no pueden sino provocar al hombre de hoy, que ha convertido el mundo en una «ciudad mercado», e invitarlo a la solidaridad y a la restitución, valor típicamente bíblico y franciscano. Efectivamente, la tierra es de Dios, nosotros mismos somos propiedad de Dios (cf. Ex 19,5): hemos de compartir sin avaricia ni arrogancia lo que ha sido entregado a todos y para todos, y hemos de restituirlo a Dios dándole gracias.
Considerando nuestra historia de estos últimos años postconciliares, hemos de reconocer que hoy en día se ha clarificado la definición de nuestra identidad de Hermanos menores, fundada sobre la experiencia y sobre el mensaje espiritual de san Francisco, una identidad delineada y afirmada por nuestra legislación y por los últimos documentos de la Orden (Constituciones Generales, decisiones de los Capítulos, documentos de la Orden, cartas de los Ministros generales...). En contraste con la inquieta historia de nuestra Familia, esta claridad y profundidad son una adquisición, al menos teórica e ideológica, muy importante. Hemos identificado con precisión la«ortodoxia» de nuestro carisma. Ahora debemos, quizás, concentrar nuestros principales esfuerzos en la«ortopraxis», en un estilo de vida que exprese proféticamente al mundo actual aquello en lo que creemos y esperamos y aquello que profesamos.
No obstante la disminución numérica, la Familia religiosa Franciscana (200.000 miembros, de ellos 20.000 monjas contemplativas de la Segunda Orden y 35.000 frailes de la Primera Orden) sigue constituyendo una cuarta parte del total de los religiosos y religiosas del mundo. Se trata de una fantástica fuerza espiritual para la vida del mundo, de una fuerza que debe encontrar sus propias expresiones en el mundo actual y encarnarse en las aspiraciones y en el entramado cotidiano de la vida de los hombres del tercer milenio.
Muchos Hermanos y muchas Provincias están adentrándose en este camino de transformación profética; hay un retorno innovador a los valores fundamentales de nuestra vida franciscana. Incluso ciertos fenómenos preocupantes -como la dificultad de mantener grandes obras y la disminución del número de Hermanos- pueden interpretarse como una invitación a revisar nuestros compromisos y a reexaminar con dinamismo nuestras estructuras para adecuarlas a las exigencias del momento presente. Les recuerdo algunos de los caminos proféticos emprendidos en los últimos años:
·         Crece incesantemente la colaboración entre el «Gobierno Central» y las Provincias, así como entre las Provincias y Custodias limítrofes.
·         En las Provincias o en las Conferencias florecen Fraternidades diversificadas a partir de ciertos valores: unas de carácter más radical, otras orientadas principalmente a la contemplación, otras más «encarnadas» y más empeñadas en un diálogo de solidaridad con el mundo. Esta diversidad es acogida positivamente, sin prevenciones ni prejuicios. Se trata de un camino muy importante para el nacimiento de Fraternidades proféticas que pueden abrir nuevos caminos. Es una «fidelidad creativa» querida por la Iglesia y en sintonía con nuestro carisma.
·         En algunas Provincias la formación permanente, garantía de nuestro futuro, está empeñando seriamente a Hermanos, a Fraternidades y a grupos especiales como el Definitorio, los Guardianes, los Formadores, los Hermanos dedicados a determinados sectores...
·         Así mismo, algunas Provincias han advertido la necesidad de reestructurar la formación inicial y de dar tiempo y espacios al acompañamiento personal, a la formación franciscana, teórica y experiencial, a valores humanos, cristianos y franciscanos específicos. Existe también un discernimiento muy serio, liberado de la tentación del número elevado y del miedo a la supervivencia.
·         Aumenta el número de Fraternidades internacionales e interculturales. Por ejemplo, todos los proyectos misioneros de la Orden y casi todas las Entidades de África y de Oriente Medio son internacionales e interculturales.
·         Cada vez es mayor el número de Hermanos que piden realizar experiencias que sean, a la vez, itinerantes, contemplativas y evangelizadoras y que se basen sobre una seria estabilidad interior.
·         Existe cada vez más colaboración en el seno de la Familia Franciscana.
·         Por último, hay que decir que casi todos los Hermanos custodian su vocación con amor y viven sus compromisos religiosos con fidelidad. Muchos Hermanos, incluso ancianos, están dispuestos a emprender caminos nuevos.



Autor: Giacomo Bini, Ministro General o.f.m.

viernes, 2 de marzo de 2012

Sobre el monte Tabor




Se preguntaban entre ellos lo que quería decir: «resucitar de los muertos» 

        Sobre el monte Tabor, Jesús les mostró a sus discípulos una manifestación maravillosa y divina, como una imagen prefigurativa del Reino de los cielos. Exactamente es como si les dijera: "Para que la espera no engendre en vosotros incredulidad, desde ahora, inmediatamente y verdaderamente os digo que entre los que están aquí hay algunos que no conocerán la muerte, antes de haber visto al Hijo del hombre venir en la gloria de su padre" (Mt 16,28)...

        Tales son las maravillas divinas de esta fiesta... Ya que es al mismo tiempo la muerte y la fiesta de Cristo lo que nos reúne. Con el fin de penetrar en estos misterios con los que han sido escogidos entre los discípulos, escuchemos la voz divina y santa que, como desde lo alto..., nos convoca de modo urgente: "Venid, gritad hacia la montaña del Señor, al día del Señor, hacia el lugar del Señor y en la casa de vuestro Dios". Escuchemos, con el fin de que iluminados por esta visión, transformados, transportados..., invoquemos esta luz diciendo: «Qué terrible es este lugar; es nada menos que la casa de Dios y la puerta del cielo" (Gn 28,17).

        Es pues hacia la montaña donde hay que apresurarse, como lo hizo Jesús que, allí como en el cielo, es nuestro guía y nuestro precursor. Con él brillaremos con mirada espiritual, seremos renovados y divinizados en la esencia de nuestra alma; configurados a su imagen, como él, seremos transfigurados - divinizados para siempre y transportados a las alturas...

        Acudamos pues, con confianza y alegría, y penetremos en la nube, como Moisés y Elías, como Santiago y Juan. Como Pedro, sé llevado a esta contemplación y esta manifestación divina, sé transformado magníficamente, transportado fuera del mundo, por encima de esta tierra. Deja aquí la carne, deja la creación y vuélvete hacia el Creador al que Pedro mismo decía, arrebatado: "¡Señor, qué bien se está aquí!"  Sí, Pedro, es verdaderamente bueno estar aquí con Jesús, y estar aquí para siempre.

Anastasio de Sinaí, monje,  Homilía en la fiesta de la Transfiguración 

jueves, 1 de marzo de 2012

TERCER MOMENTO: NOCHE



El apóstol es aquel o aquella que se ensucia los pies de polvo, que se mezcla entre la gente, que se deja impactar por la realidad del mundo que le rodea.

El día está poblado de ruidos, de movimientos, de correrías, de luchas por la vida, de conquistas y de pérdidas, de experiencias de alegría y de tristeza. Muchas veces, con todo, no resulta fácil estar atento, tener una mirada limpia y transparente y un corazón abierto y sencillo, para ver el mundo con la mirada misericordiosa de Dios. Son las contradicciones y las limitaciones propias de nuestra naturaleza humana. Sin embargo, no por ello Dios habló menos.

Este es el momento de mirar para atrás y percibir los pasos de Dios en el transcurso del día que viví. Delante de Jesús, hago como los discípulos que le contaron todo lo que había sucedido (cf. Lc 10, 17-20).
        
1. Hago un tiempo prolongado de silencio. Dejo que mi corazón y toda mi capacidad de pensar y reflexionar se aquieten. Rezo: “Quédate conmigo, Señor, porque es tarde y está anocheciendo” (Lc 24, 29).
        
2. Invoco la presencia amorosa del Espíritu Santo de Dios, el mismo Espíritu que caminó conmigo durante la jornada.
        
3. “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba en el camino?” (Lc 23, 32). ¿Dónde y cuándo sentí mi corazón arder en el transcurso de este día? Repaso las experiencias vividas: los rostros, los encuentros, los desencuentros, todos los acontecimientos...
        
4. Recuerdo, agradecido, las experiencias vividas. Dejo que mi corazón exprese gratitud, alabanza, acción de gracias.
5. Reconozco mi cerrazón y mi dificultad para dejarme tocar por todo lo que Dios puso en mi camino. Experimento su misericordia.
     
6. ¿Qué llamadas de Dios siento en este momento? ¿Las experiencias de este día qué me invitan a hacer mañana? Repito el gesto del inicio del día: me coloco con confianza en las manos de Dios y le pido que Él haga fructificar las buenas semillas lanzadas en tierra en este día.

7. Me entrego al sueño en los brazos de María. Mientras rezo mi rosario me voy quedando dormido, en los brazos amorosos de mi Madre.


Autor: Vanderlei Soela, FMS