martes, 18 de octubre de 2011

ROSARIUM VIRGINIS MARIAE



CARTA APOSTÓLICAROSARIUM VIRGINIS MARIAEDEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO IIAL EPISCOPADO, AL CLERO
Y A LOS FIELES
SOBRE EL SANTO ROSARIO

1. El Rosario de la Virgen María, difundido gradualmente en el segundo Milenio bajo el soplo del Espíritu de Dios, es una oración apreciada por numerosos Santos y fomentada por el Magisterio. En su sencillez y profundidad, sigue siendo también en este tercer Milenio apenas iniciado una oración de gran significado, destinada a producir frutos de santidad. Se encuadra bien en el camino espiritual de un cristianismo que, después de dos mil años, no ha perdido nada de la novedad de los orígenes, y se siente empujado por el Espíritu de Dios a «remar mar adentro» (duc in altum!), para anunciar, más aún, 'proclamar' a Cristo al mundo como Señor y Salvador, «el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn14, 6), el «fin de la historia humana, el punto en el que convergen los deseos de la historia y de la civilización».[1]
El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio.[2] En él resuena la oración de María, su perenne Magnificat por la obra de la Encarnación redentora en su seno virginal. Con él, el pueblo cristiano aprende de María a contemplar la belleza del rostro de Cristo y a experimentar la profundidad de su amor. Mediante el Rosario, el creyente obtiene abundantes gracias, como recibiéndolas de las mismas manos de la Madre del Redentor.
Los Romanos Pontífices y el Rosario
2. A esta oración le han atribuido gran importancia muchos de mis Predecesores. Un mérito particular a este respecto corresponde a León XIII que, el 1 de septiembre de 1883, promulgó la Encíclica Supremi apostolatus officio,[3] importante declaración con la cual inauguró otras muchas intervenciones sobre esta oración, indicándola como instrumento espiritual eficaz ante los males de la sociedad. Entre los Papas más recientes que, en la época conciliar, se han distinguido por la promoción del Rosario, deseo recordar al Beato Juan XXIII[4] y, sobre todo, a PabloVI, que en la Exhortación apostólica Marialis cultus, en consonancia con la inspiración del Concilio Vaticano II, subrayó el carácter evangélico del Rosario y su orientación cristológica.
Yo mismo, después, no he dejado pasar ocasión de exhortar a rezar con frecuencia el Rosario. Esta oración ha tenido un puesto importante en mi vida espiritual desde mis años jóvenes. Me lo ha recordado mucho mi reciente viaje a Polonia, especialmente la visita al Santuario de Kalwaria. El Rosario me ha acompañado en los momentos de alegría y en los de tribulación. A él he confiado tantas preocupaciones y en él siempre he encontrado consuelo. Hace veinticuatro años, el 29 de octubre de 1978, dos semanas después de la elección a la Sede de Pedro, como abriendo mi alma, me expresé así: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad. [...] Se puede decir que el Rosario es, en cierto modo, un comentario-oración sobre el capítulo final de la Constitución Lumen gentium del Vaticano II, capítulo que trata de la presencia admirable de la Madre de Dios en el misterio de Cristo y de la Iglesia. En efecto, con el trasfondo de las Avemarías pasan ante los ojos del alma los episodios principales de la vida de Jesucristo. El Rosario en su conjunto consta de misterios gozosos, dolorosos y gloriosos, y nos ponen en comunión vital con Jesús a través –podríamos decir– del Corazón de su Madre. Al mismo tiempo nuestro corazón puede incluir en estas decenas del Rosario todos los hechos que entraman la vida del individuo, la familia, la nación, la Iglesia y la humanidad. Experiencias personales o del prójimo, sobre todo de las personas más cercanas o que llevamos más en el corazón. De este modo la sencilla plegaria del Rosario sintoniza con el ritmo de la vida humana ».[5]
Con estas palabras, mis queridos Hermanos y Hermanas, introducía mi primer año de Pontificado en el ritmo cotidiano del Rosario. Hoy, al inicio del vigésimo quinto año de servicio como Sucesor de Pedro, quiero hacer lo mismo. Cuántas gracias he recibido de la Santísima Virgen a través del Rosario en estos años: Magnificat anima mea Dominum! Deseo elevar mi agradecimiento al Señor con las palabras de su Madre Santísima, bajo cuya protección he puesto mi ministerio petrino: Totus tuus!

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