viernes, 12 de abril de 2013

¿Cómo se explica la resurrección de Jesús?






La resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas. Los Apóstoles dieron testimonio de lo que habían visto y oído. Hacia el año 57 San Pablo escribe a los Corintios: «Porque os transmití en primer lugar lo mismo que yo recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; y que se apareció a Cefas, y después a los doce» (1 Co 15,3-5).

Cuando, actualmente, uno se acerca a esos hechos para buscar lo más objetivamente posible la verdad de lo que sucedió, puede surgir una pregunta: ¿de dónde procede la afirmación de que Jesús ha resucitado? ¿Es una manipulación de la realidad que ha tenido un eco extraordinario en la historia humana, o es un hecho real que sigue resultando tan sorprendente e inesperable ahora como resultaba entonces para sus aturdidos discípulos?

A esas cuestiones sólo es posible buscar una solución razonable investigando cuáles podían ser las creencias de aquellos hombres sobre la vida después de la muerte, para valorar si la idea de una resurrección como la que narraban es una ocurrencia lógica en sus esquemas mentales.

De entrada, en el mundo griego hay referencias a una vida tras la muerte, pero con unas características singulares. El Hades, motivo recurrente ya desde los poemas homéricos, es el domicilio de la muerte, un mundo de sombras que es como un vago recuerdo de la morada de los vivientes. Pero Homero jamás imaginó que en la realidad fuese posible un regreso desde el Hades. Platón, desde una perspectiva diversa había especulado acerca de la reencarnación, pero no pensó como algo real en una revitalización del propio cuerpo, una vez muerto. Es decir, aunque se hablaba a veces de vida tras la muerte, nunca venía a la mente la idea de resurrección, es decir, de un regreso a la vida corporal en el mundo presente por parte de individuo alguno.




En el judaísmo la situación es en parte distinta y en parte común. El sheol del que habla el Antiguo Testamento y otros textos judíos antiguos no es muy distinto del Hades homérico. Allí la gente está como dormida. Pero, a diferencia de la concepción griega, hay puertas abiertas a la esperanza. El Señor es el único Dios, tanto de los vivos como de los muertos, con poder tanto en el mundo de arriba como en el sheol. Es posible un triunfo sobre la muerte. En la tradición judía, aunque se manifiestan unas creencias en cierta resurrección, al menos por parte de algunos. También se espera la llegada del Mesías, pero ambos acontecimientos no aparecen ligados. Para cualquier judío contemporáneo de Jesús se trata, al menos de entrada, de dos cuestiones teológicas que se mueven en ámbitos muy diversos. Se confía en que el Mesías derrotará a los enemigos del Señor, restablecerá en todo su esplendor y pureza el culto del templo, establecerá el dominio del Señor sobre el mundo, pero nunca se piensa que resucitará después de su muerte: es algo que no pasaba de ordinario por la imaginación de un judío piadoso e instruido.

Robar su cuerpo e inventar el bulo de que había resucitado con ese cuerpo, como argumento para mostrar que era el Mesías, resulta impensable. En el día de Pentecostés, según refieren los Hechos de los Apóstoles, Pedro afirma que «Dios lo resucitó rompiendo las ataduras de la muerte», y en consecuencia concluye: «Sepa con seguridad toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis» (Hch 2,36).




La explicación de tales afirmaciones es que los Apóstoles habían contemplado algo que jamás habrían imaginado y que, a pesar de su perplejidad y de las burlas que con razón suponían que iba a suscitar, se veían en el deber de testimoniar.

Autor: Francisco Varo Fuente: opusdei.org

Bibliografía: N. Tom Wright, «Jesus’ Resurrection and Christian Origins»: Gregorianum 83,4 (2002) 615-635; Francisco Varo, Rabí Jesús de Nazaret (B.A.C., Madrid, 2005) 202-204.

jueves, 11 de abril de 2013

Siempre fiel






S.S. Francisco: "Dios es siempre fiel"

Prosiguiendo sus catequesis sobre el Credo, en el Año de la Fe, el papa Franxcisco, en su audiencia general de hoy, habló también en español y centró sus palabras de esta mañana en el tema : "El tercer día resucitó: sentido y alcance salvífico de la Resurrección". Ofrecemos las palabras del papa.


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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!:

En la última Catequesis, nos hemos centrado en el acontecimiento de la Resurrección de Jesús, en el que las mujeres tuvieron un rol particular. Hoy me gustaría reflexionar sobre su significado salvífico. ¿Qué significa la Resurrección para nuestra vida? ¿Y por qué sin ella es vana nuestra fe? Nuestra fe se basa en la muerte y resurrección de Cristo, así como una casa construida sobre los cimientos: si estos ceden, se derrumba toda la casa.

En la cruz, Jesús se ofreció a sí mismo tomando sobre sí nuestros pecados y, descendiendo al abismo de la muerte, es con la Resurrección que la vence, la pone a un lado y nos abre el camino para renacer a una nueva vida. San Pedro lo expresa brevemente al comienzo de su Primera carta, como hemos escuchado: "Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, quien por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha reengendrado a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible" (1, 3-4).

El Apóstol nos dice que con la resurrección de Jesús llega algo nuevo: somos liberados de la esclavitud del pecado y nos volvemos hijos de Dios, somos engendrados por lo tanto a una vida nueva. ¿Cuando se realiza esto para nosotros? En el Sacramento del Bautismo. En la antigüedad, este se recibía normalmente por inmersión. El que sería bautizado, bajaba a una bañera grande del Baptisterio, dejando sus ropas, y el obispo o el presbítero le vertía por tres veces el agua sobre la cabeza, bautizándolo en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

A continuación, el bautizado salía de la bañera y se ponía un vestido nuevo, que era blanco: había nacido así a una vida nueva, sumergiéndose en la muerte y resurrección de Cristo. Se había convertido en hijo de Dios. San Pablo en la Carta a los Romanos dice: "Ustedes han recibido un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace exclamar:" ¡Abbá, Padre!" (Rm. 8,15).

Es el mismo Espíritu que hemos recibido en el bautismo que nos enseña, nos impulsa a decir a Dios: "Padre", o más bien, " Abbá", que significa "padre". Así es nuestro Dios, es un padre para nosotros. El Espíritu Santo suscita en nosotros esta nueva condición de hijos de Dios. Y esto es el mejor regalo que recibimos del Misterio Pascual de Jesús. Es Dios que nos trata como hijos, nos comprende, nos perdona, nos abraza, nos ama aún cuando cometemos errores. Ya en el Antiguo Testamento, el profeta Isaías dice que aunque una madre pueda olvidarse del hijo, Dios nunca nos olvida, en ningún momento (cf. 49,15). ¡Y esto es hermoso!

Sin embargo, esta relación filial con Dios no es como un tesoro que guardamos en un rincón de nuestras vidas, sino que debe crecer, debe ser alimentado cada día por la escucha de la Palabra de Dios, la oración, la participación en los sacramentos, especialmente de la Penitencia y de la Eucaristía, y de la caridad. ¡Podemos vivir como hijos!

Y esta es nuestra dignidad --tenemos la dignidad de hijos. ¡Comportémonos como verdaderos hijos! Esto significa que cada día debemos dejar que Cristo nos transforme y nos haga semejantes a Él; significa tratar de vivir como cristianos, tratar de seguirlo, a pesar de nuestras limitaciones y debilidades. La tentación de dejar a Dios a un lado para ponernos al centro nosotros, siempre está a la puerta y la experiencia del pecado daña nuestra vida cristiana, nuestra condición de hijos de Dios.

Por eso debemos tener la valentía de la fe y no dejarnos llevar por la mentalidad que nos dice: "Dios no es necesario, no es importante para ti", y otras cosas más. Es justamente lo contrario: solo comportándonos como hijos de Dios, sin desanimarnos por nuestras caídas, por nuestros pecados, sentiéndonos amados por Él, nuestra vida será nueva, inspirados en la serenidad y en la alegría. ¡Dios es nuestra fuerza! ¡Dios es nuestra esperanza!

Queridos hermanos y hermanas, antes que nada debemos tener  bien firme esta esperanza, y debemos ser un signo visible, claro y brillante para todos. El Señor resucitado es la esperanza que no falla, que no defrauda (cf. Rm. 5,5). La esperanza no defrauda. ¡Aquella del Señor! ¡Cuántas veces en nuestra vida las esperanzas se desvanecen, cuántas veces las expectativas que llevamos en nuestro corazón no se realizan! La esperanza de nosotros los cristianos es fuerte, segura y sólida en esta tierra, donde Dios nos ha llamado a caminar, y está abierta a la eternidad, porque está fundada en Dios, que es siempre fiel.

No hay que olvidarlo: Dios es siempre fiel; Dios es siempre fiel a nosotros. Estar resucitados con Cristo por el bautismo, con el don de la fe, para una herencia que no se corrompe, nos lleva a buscar aún más las cosas de Dios, a pensar más en Él, a rezarle más. Ser cristiano no se reduce a seguir órdenes, sino que significa estar en Cristo, pensar como él, actuar como él, amar como Él; es dejar que él tome posesión de nuestra vida y que la cambie, la transforme, la libere de las tinieblas del mal y del pecado.

Queridos hermanos y hermanas, a los que nos piden razones de la esperanza que está en nosotros (cf. 1 P. 3,15), señalemos al Cristo Resucitado. Señalémoslo con la proclamación de la Palabra, pero sobre todo con nuestra vida de resucitados. ¡Mostremos la alegría de ser hijos de Dios, la libertad que nos da al vivir en Cristo, que es la verdadera libertad, la que nos salva de la esclavitud del mal, del pecado y de la muerte!

Miremos a la Patria celeste, tendremos una nueva luz y fuerza aún en nuestras obligaciones y en el esfuerzo cotidiano. Es un valioso servicio que le debemos dar a nuestro mundo, que a menudo ya no puede mirar a lo alto, que no es capaz de elevar la mirada hacia Dios.

Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.













miércoles, 10 de abril de 2013

Emaús, ni lejos ni cerca





¿Qué era Emaús?

Emaús estaba a unos 11 kilómetros de Jerusalén. Estaba cerca y lejos. Cerca, para volver por cualquier noticia; lejos, para estar seguros de cualquier persecución. Era el lugar ideal: ni con Cristo, ni contra Él.

Es el estado típico de muchos cristianos de hoy: ni con Cristo, ni contra Él. ¡Cuántas veces vivimos nosotros así! Estamos con Cristo, pero sólo hasta donde nosotros le permitimos, ni un paso más; pero también refleja el estado de muchos de nosotros que seguimos a Cristo sin reconocerlo como tal; muchos de nosotros, como los de Emaús, con el Cristo de una esperanza muerta.

¿Por qué fueron a Emaús?

Estos discípulos habrán visto muchos milagros de Jesús, quizá convivieron con Él durante mucho tiempo; “lo conocían”, o al menos creían conocerlo; supusieron cosas y se equivocaron. En nuestras vidas suponemos muchas cosas y esto nos lleva a equivocarnos.

¿Por qué se fueron a Emaús? Ellos mismo nos lo dicen: “Lo de Jesús el Nazareno, que fue un profeta poderoso en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo”.

Llevaban muchos años con Él y aún no lo reconocían como el Mesías. Era sólo un profeta, poderoso sí, pero no el Mesías, su mesías, el salvador de sus vidas; el salvador en sus vidas.

Y esto quizá se dé también en nuestras vidas. Reconocemos que Jesús es alguien grande, poderoso, pero no el Mesías: mi Salvador. Y no supongamos esto, porque nos equivocaríamos. Cristo es Dios, Rey. ¿Es el rey de tu corazón?

No sigas a un profeta; a un filósofo; sigue a Jesús y Él es Dios. Lo puede todo en tu vida, Todo.

Camino de Emaús, Jesús les sale a su paso y no le reconocen

Dice el Evangelio: “Ellos se pararon con aire entristecido”. El camino a Emaús es un camino triste. Seguir a un profeta no nos llena, más bien, nos llena pero de tristeza. Y ¿por qué? Porque estamos hechos para Dios, somos unos buscadores de Dios. En palabras de nuestro Beato Juan Pablo II: “En realidad, es a Jesús a quien buscáis cuando soñáis la felicidad; es Él quien os espera cuando no os satisface nada de lo que encontráis; es Él la belleza que tanto os atrae; es Él quien os provoca con esa sed de radicalidad que no os permite caer en el conformismo...Es Él quien suscita en vosotros el deseo de hacer de vuestra vida algo grande..., la valentía de comprometeros para mejoraros a vosotros mismos y a la sociedad.” (Juan Pablo II a los jóvenes en Tor Vergata, 19 de agosto del 2000).

Si en nuestras vidas brilla la tristeza, quizá sea porque nos falta hacer la experiencia de un Dios vivo: hablarle como tal, seguirlo como tal.

Y vean detalle: Jesús les sale a su paso, así, tristes, Él va y los busca; Jesús se hace el encontradizo y les comienza a explicar las Escrituras. ¡Claro que les comenzó a arder el corazón! Si Jesús está muerto, las Escrituras son letra muerta o poco más. Las Escrituras adquieren su verdadero sentido cuando Cristo está vivo, rompen el molde frío de las letras y se convierten en dardos que se van insertando en nuestro corazón.

Y no le reconocen; creo que hay muchas razones, yo les propongo una: no le reconocen porque para ellos Jesús está muerto. En nuestras vidas nos pasa igual: si no reconocemos a Jesús, es porque buscamos mal, buscamos entre los muertos, y este es nuestro gran error. A Jesús hay que buscarlo entre los vivos, Cristo vive, y esto no es una poesía; estamos tocando el corazón de nuestra fe.

Al partir el pan se les abrieron los ojos

Y la máxima expresión del ser vivo de Jesús es la Eucaristía. Estos dos de Emaús descubrieron al amigo precisamente al partir el pan: en la Eucaristía.

Ojalá nosotros nos enseñemos a reconocerle en la Eucaristía. Es la presencia viva de Jesús. Ojalá la Eucaristía nos vaya abriendo los ojos para que encontremos a Dios en nuestras vidas, a un Dios vivo, cercano, que está a nuestro lado.

Ojalá que al final de cada Misa inventemos un pretexto para pedirle que se quede con nosotros, como lo hicieron los de Emaús: «Quédate con nosotros, porque atardece y el día ya ha declinado».

Y Jesús entró y se quedó con ellos. Esta es la oportunidad de nuestra vida, que hoy Él se quede con nosotros y nos haga ver la luz que brilla junto a la Esperanza de la presencia de Cristo que nunca falta.

NO DIGAS PADRE...

No digas Padre, si cada día no te portas como su hijo.

No digas Nuestro, si vives aislado en tu egoísmo.

No digas que estás en los cielos, si sólo piensas en las cosas terrenales.

No digas santificado sea tu nombre, si no lo honras.

No digas venga a nosotros tu Reino, si lo confundes con el éxito material.

No digas hágase tu voluntad, si no estás dispuesto a aceptarla aun cuando sea dolorosa.

No digas el pan nuestro de cada día danos hoy, si teniendo, no te preocupas por el hambriento.

No digas perdona nuestras ofensas, si le guardas rencor a tu prójimo.

No digas no nos dejes caer en la tentación, si tienes intención de seguir pecando.

No digas líbranos del mal, si no tomas parte activa contra el mal.

No digas Amén, si no has tomado en serio la palabra del Padre Nuestro.

Autor:  P. Dennis Doren L.C. Fuente: churchforum.org

lunes, 1 de abril de 2013

Letanías de la humildad





-Jesús manso y humilde de Corazón, ...Óyeme.

-Del deseo de ser lisonjeado,...Líbrame Jesús (se repite)
-Del deseo de ser alabado,
-Del deseo de ser honrado,
-Del deseo de ser aplaudido,
-Del deseo de ser preferido a otros,
-Del deseo de ser consultado,
-Del deseo de ser aceptado,
-Del temor de ser humillado,
-Del temor de ser despreciado,
-Del temor de ser reprendido,
-Del temor de ser calumniado,
-Del temor de ser olvidado,
-Del temor de ser puesto en ridículo,
-Del temor de ser injuriado,
-Del temor de ser juzgado con malicia,

-Que otros sean más estimados que yo,...Jesús dame la gracia de desearlo (se repite)
-Que otros crezcan en la opinión del mundo y yo me eclipse,
-Que otros sean alabados y de mí no se haga caso,
-Que otros sean empleados en cargos y a mí se me juzgue inútil,
-Que otros sean preferidos a mí en todo,
-Que los demás sean más santos que yo con tal que yo sea todo lo santo que pueda.

ORACIÓN

Oh Jesús que, siendo Dios, te humillaste hasta la muerte, y muerte de cruz, para ser ejemplo perenne que confunda nuestro orgullo y amor propio. Concédenos la gracia de aprender y practicar tu ejemplo, para que humillándonos como corresponde a nuestra miseria aquí en la tierra, podamos ser ensalzados hasta gozar eternamente de ti en el cielo. Amén.


 Autor: Cardenal Merry del Val