viernes, 6 de abril de 2012

¿Por qué buscáis entre los muertos el que está vivo?



 Para mí, hermanos, «la vida es Cristo y morir significa una ganancia» (Flp 1,21) Me voy, pues, a Galilea, a la montaña que Jesús nos ha indicado (Mt 28,10.16). Lo veré y lo adoraré para no morir ya más, porque todo aquel que ve al Hijo del Hombre y cree en él tiene la vida eterna, «aunque haya muerto, vivirá.» (Jn 11,25)

        Hoy, hermanos, ¿cuál es el testimonio de la alegría que colma vuestro corazón por el amor de Cristo? Si alguna vez habéis experimentado el amor a Jesús, vivo o muerto, resucitado: hoy cuando los mensajeros proclaman su resurrección en la Iglesia, vuestro corazón exulta y exclama: «Me han traído esta buena noticia: Jesús, mi Dios, vive. Al escuchar estas palabras, mi corazón que estaba hundido en la pena y en el desánimo, languideciendo de tibieza y cobardía, ha recobrado ánimo.» Hoy, la suave música de este gozoso mensaje reanima a los pecadores que estaban hundidos en la muerte. Sin este mensaje no habría más salida que desesperar y enterrar en el olvido a aquellos que Jesús, saliendo de los infiernos, habría dejado en el abismo.

        Comprobarás que tu espíritu ha recobrado la vida en Cristo, si dices: «Si Jesús vive, esto me basta. Si él vive, yo vivo en él, mi vida depende de él. El es mi vida, él es mi todo. ¿qué me puede faltar si Jesús vive? Mejor aún: que todo lo demás me falte, no me importa, si sé que Jesús vive.»

Autor: Beato Guerrico de Igny (hacia 1080-1157), abad cisterciense, Sermón 1 para el día de la resurrección; PL 185ª, 143-144

jueves, 5 de abril de 2012

La revelación del futuro




Si la inspiración es participación en una existencia concreta, en una vida múltiple y diversa que no puede ser definida sino cantada o descrita en cada uno de sus detalles -en cada una de sus edades-, la vocación es, en cambio, separación, ruptura con una existencia anterior. Si la inspiración es, ante todo, una revelación del espacio, la vocación es una revelación del tiempo. Hesíodo, el pastor que apacienta su rebaño a los pies del monte Helicón, en su Beocia natal, es el mismo que recibe la inspiración de las Musas y toma parte, por ello, en una vida consagrada al canto y la alabanza. El espacio en el que Hesíodo realiza y consuma su vida nueva es el mismo en el que transcurría su vida anterior, su vida cotidiana de pastor de ovejas. La novedad que la inspiración introduce en su vida cotidiana no la cambia de espacio habitual. La novedad se introduce, más bien, en su vida de una manera natural, revelándole el silencio en el que cada cosa se manifiesta. El silencio de la palabra inspirada es la revelación de los silencios en los que las cosas se manifiestan para que el poeta pueda oír la voz divina y participar de aquella vida en la que cada cosa tiene su silencio propio. La inspiración es, en este sentido, una revelación del espacio: todo lo que para el no inspirado es lo mismo, para el inspirado es diferente. Por serlo, hay que recorrerlo con el canto y con la danza, hay que decirlo desde el principio, desde los orígenes del mundo.

La vocación, a diferencia de la inspiración, no es ya una revelación del espacio sino una revelación del tiempo. No se trata ya, en la vocación, de cambiar de lugar o de permanecer donde se estaba sino de cambiar de tiempo. La vocación es la revelación de un tiempo diferente de aquel en el que naturalmente se vive. Si, para el inspirado, la diferencia permanece al alcance de los sentidos -se despliega en el espacio natural de una ladera de montaña-, para el llamado la diferencia no encuentra ya lugar en el espacio de la experiencia común, no se hace presente como se hacen presentes las cosas de las que tenemos alguna noticia. No se hace presente sino futura, en forma de teofanía. La vocación es revelación de un tiempo diferente de aquel en el que se vive: es revelación del futuro, el tiempo de Dios. No es que el futuro se le haga presente al hombre que recibe la vocación. Sucede, más bien, que el propio hombre se ve arrebatado al futuro. Ser arrebatado al futuro es el éxtasis de la visión que abre el capítulo sexto del libro de Isaías, profeta de Israel durante la segunda mitad del siglo VIII: “El año de la muerte del rey Ozías vi al Señor sentado en un trono alto y excelso”. Obviamente, lo visto por el profeta no pertenece al tiempo en el que la visión acontece, el año de la muerte del rey. No pertenece, en realidad, a tiempo alguno porque el futuro es el tiempo de la no pertenencia. El tiempo del que el hombre todavía no dispone y que, por ello, puede proyectar. Porque no lo tiene a su disposición, necesita anticiparlo.

Pero el profeta no anticipa el futuro: es, como decimos, arrebatado a él. Ser arrebatado vale aquí como ser despojado de toda pertenencia. Ver en visión es quedarse viendo en silencio, sin poder hablar de lo que se ve. Sin poder participar en lo visto. Uno puede hablar de lo que ve mientras lo está viendo o después de haberlo visto porque la visión humana es visión participante: no ven los ojos sino el hombre en cuerpo y alma. La visión humana no es nunca objetiva porque un hombre no está separado jamás de todo cuanto pueda ver. Toda visión humana tiene algo de inspiración: inspira siempre en el espectador algún sentimiento, alguna forma de participación emotiva en lo visto. Y no podemos olvidar que la indiferencia es también un sentimiento. No deberíamos tener la indiferencia que pueda inspirarnos la visión de algo por garantía de una visión objetiva. Antes, al contrario, visión objetiva sólo puede ser aquella que nos deja diferentes, no indiferentes. Pues bien, vocación es visión objetiva, visión de un tiempo diferente de aquel en el que vivimos, separado absolutamente del nuestro. La diferencia no está ya a la vista, como sucede en el caso de la inspiración. La vista es arrebatada, más bien, allí donde el vidente de nada dispone, donde se ve despojado de toda pertenencia.

 Autor: Víctor Márquez Pailos

Herbert von Karajan




Herbert von Karajan (Salzburgo, 5 de abril de 1908 - Anif, cerca de Salzburgo, 16 de julio de 1989), fue uno de los más destacados directores de orquesta austriacos del periodo de posguerra. Dirigió la Orquesta Filarmónica de Berlín durante treinta y cinco años. Realizó más de 900 grabaciones y vendió más de 300 millones de discos en todo el mundo.
Reverenciado y detestado, siempre polémico, si hay un músico que represente mejor que nadie la dirección orquestal durante el siglo XX, ese ha sido Karajan. Por un lado su carisma, su forma apasionada de acercarse a la música, su capacidad única para arrancar las más brillantes sonoridades a la orquesta (aunque basado en una realidad, se ha convertido ya en un tópico hablar del «sonido Karajan») y, por otro, tanto su culto a la técnica y los estudios de grabación como su profundo conocimiento del mercado discográfico lo convirtieron en la batuta más popular y aclamada de toda la centuria y también en una de las más vilipendiadas por quienes le criticaban su afán megalómano, su superficialidad a la hora de afrontar el repertorio y su conservadurismo estético, cerrado a las nuevas corrientes musicales de su tiempo. Acusaciones estas que, siendo ciertas en el fondo, no pueden hacer olvidar su magisterio en la interpretación de las grandes obras del repertorio sinfónico y operístico romántico, con Beethoven, Chaikovski y Richard Strauss a la cabeza.
Hay un consenso general sobre el don de Karajan para extraer una bella sonoridad de una orquesta. Donde la opinión varía es acerca de los grandes fines estéticos para los que el sonido Karajan era empleado. El crítico estadounidense Harvey Sachs analizó la postura de Karajan así:
Vemos que Karajan eligió un sonido para todo propósito, altamente refinado, enlacado, calculadamente voluptuouso que podría ser aplicado, con las modificaciones estilísticas que estimaba necesario, a Bach y Puccini, Mozart y Mahler, Beethoven y Wagner, Schumann y Stravinski... muchas de sus interpretaciones tienen una cualidad prefabricada que otros como Toscanini, Furtwängler y otros nunca tuvieron... muchas de las grabaciones de Karajan son exageradamente pulidas, una suerte de contraparte sonora a las películas y fotografías de Leni Riefenstahl.
Sin embargo, el crítico y comentarista Jim Svejda ha dicho que el estilo de Karajan anterior a 1970 no parece tan calculadamente pulido como su estilo posterior.
Este estilo general impacta a muchos oyentes en diferentes grados de pareceres sobre el logro final en la música de diferentes épocas. La información en la Web sugiere que de las numerosas grabaciones de Karajan, aquéllas del repertorio principal romántico del siglo XIX a menudo atrae mayor admiración (y muchos comentan que sus grabaciones de las sinfonías de Beethoven dan la norma para otras versiones de las mismas), pero hay menos afecto por su obra en la música del clasicismo, siendo estas y sus incursiones en la música barroca más bien mediocres.
Dos reseñas que podrían considerarse representativas de la muy leida Guía Penguin de Discos Compactos pueden servir para ilustrar este tema.
  • Respecto de una grabación de Tristán e Isolda de Richard Wagner, una obra romántica muy importante, los autores del Penguin dicen «La de Karajan es una interpretación sensual de la obra maestra de Wagner, cuidadosamente hermosa y con una ejecución bastante refinada de la Filarmónica de Berlín... una excelente primera opción».
  • Acerca de la grabación de las sinfonías París de Haydn, los mismos autores dicen, «un Haydn a lo big-band con una venganza... No se puede dejar de pasar que la calidad de la ejecución orquestal es soberbia. Sin embargo, son versiones pesadas, más cercanas al Berlín Imperial que a París... los Minuetos son también muy lentos... Estas interpretaciones son tan carentes de encanto y de gracia para ser recomendadas de corazón».
Con respecto a la música del siglo XX, Karajan fue criticado por haber dirigido y grabado casi exclusivamente obras compuestas antes de 1945 (Mahler, Schoenberg, Berg, Webern, Bartók, Sibelius, Richard Strauss, Puccini, Ildebrando Pizzetti, Arthur Honegger, Prokofiev, Debussy, Ravel, Paul Hindemith, Carl Nielsen y Stravinski), si bien grabó dos veces la Sinfonía n.º 10 (1953) de Dmitri Shostakóvich, y estrenó el Trionfi de Afrodite (Teatro alla Scala, de Milán, 13 de febrero de 1953) y la De Temporum Fine Comoedia (en el Festival de Salzburgo el 20 de agosto de 1973), ambas del compositor Carl Orff.

miércoles, 4 de abril de 2012

El misterio de los misterios




Misterio es, a mi entender, todo aquello de lo que siempre cabe seguir preguntándose. De lo que se tiene alguna noticia, pues sólo de lo que se tiene noticia es posible preguntarse. Pero, para que sea posible aún preguntarse por algo, la noticia que de ello se tiene ha de ser insignificante -insuficiente, al menos- respecto de la ignorancia en que la noticia misma nos deja. Ha de ser como el sonido de las palabras humanas en medio del ruido. Para que el significado de las palabras pueda llegar hasta nosotros han de ser audibles. Si el silencio no las envuelve en alguna medida, se vuelven insignificantes: apenas una voz humana en medio del ruido. El silencio, por cierto, no se limita a envolver su sonido haciendo posible su audición. El silencio envuelve también su significado: lo que no puede ser oído no puede ser entendido. Pues bien, si misterio es todo aquello de lo que se puede siempre decir algo -a modo de pregunta-, misterio de los misterios será el silencio que envuelve las palabras con las que se habla del misterio. Es, en realidad, el mismo silencio que envuelve toda palabra humana. Es el silencio del que nunca se habla, sobre el que nadie se pregunta: sin él, no obstante, todas las palabras humanas se volverían insignificantes. Si no hubiera silencio, misterio de los misterios, no habría misterio porque el misterio existe sólo para quienes tienen de él alguna noticia. Para quienes hablan de él sin cesar con palabras humanas.

El misterio de los misterios se abre ante nosotros cuando nos preguntamos si hay algo -o alguien- por lo que, tal vez, aún no nos hayamos preguntado. Algo, pues, de lo que nada sepamos porque de lo que sabemos ya algo es de lo único sobre lo que podemos preguntarnos lo que nos falta por saber. De lo que nada sabemos, en cambio, nada podemos preguntarnos. El misterio de los misterios se abre ante nosotros cuando nos preguntamos si hay algo -o alguien- más acá de todo lo que sabemos. Algo más acá de lo que podamos ver u oír, sentir y comprender. La primera manifestación de lo que nada sabemos aparece para nosotros en el más antiguo de los textos que nos ha dejado la literatura griega. Me refiero a la Teogonía de Hesíodo, poeta y pastor del siglo VIII a. c. Esta obra se abre con un proemio dedicado a las Musas y de ellas se dice que “enseñaron una vez a Hesíodo un bello canto mientras apacentaba sus ovejas al pie del divino Helicón”. Las Musas son deidades hermanas entre sí -todas ellas “de iguales pensamientos”- cuya única tarea consiste en alabar con su canto la augusta estirpe de los dioses, la raza de los hombres y los violentos Gigantes. Narran, de este modo, ellas al unísono el presente, el pasado y el futuro del mundo: la totalidad, en suma, de lo que nos seguimos preguntando los seres humanos. El misterio.

Pero el misterio de los misterios no se abre ante nosotros con la pregunta sino con el silencio, del que nunca se habla, sobre el que nadie se pregunta. Y el silencio empieza su historia sobre la nevada cumbre del Olimpo, que retumba al propagarse por todas partes el delicado canto de las Musas. El silencio empieza su historia allí donde el ser humano ha podido tener la primera experiencia del silencio: en medio de eso que hoy llamamos “naturaleza”. “Naturaleza” o “silencio” son palabras demasiado comunes como para expresar la riqueza de lo que se nos da a los mortales en una diversa multiplicidad de manifestaciones. Hay, en efecto, el silencio del viento, ante todo, al que las Musas lanzan su voz maravillosa. Sin el silencio del viento las Musas no podrían hacer oír su voz, que llega hasta los palacios de los inmortales. El silencio de la montaña grande y divina del Helicón, que sirve de morada a las diosas. El silencio de la niebla, que envuelve a las diosas en su marcha al abrigo de la noche. El silencio de las aguas del Permeso, donde lavan ellas su suave piel.

Sabe el poeta que la montaña no es la niebla o que las aguas no son el viento porque sabe distinguir el silencio de la montaña del silencio de la niebla. Y el silencio de las aguas del silencio del viento. El no inspirado, en cambio, no sabe distinguir el silencio de cada cosa. Todos los silencios son, para él, silencio: siempre el mismo silencio. Pero el silencio no existe sino como expresión de nuestra propia ignorancia. Nunca se debería hablar del silencio ni debería tampoco preguntarse nadie por él porque el silencio no existe. Lo que existe es el silencio de la montaña, diferente del silencio de las aguas o del silencio del viento. Y no existe tampoco la naturaleza en sí misma. Lo que existe es una multiplicidad de cosas que sólo por comodidad -por ignorancia- llamamos “naturales”. Para el no inspirado todo es lo mismo, es decir, nada tiene existencia concreta porque nada de lo que existe realmente puede ser lo mismo que otra cosa. Para el inspirado, en cambio, todo es diferente, es decir, todo tiene una existencia concreta. Todo tiene su silencio propio: la montaña, el agua, el viento, la niebla. Todo es distinto porque tiene un silencio diferente.

 Autor: Víctor Márquez Pailos

martes, 3 de abril de 2012

Anécdota de San Benito Abad





 Un día el niño Plácido fue a sacar agua del algo, pero cae el agua y lo arrebata la corriente. 

  Benito estaba en su celda tuvo conocimiento del hecho y llamó al hermano Mauro y le da la orden de ir a socorrer al niño y le imparte su bendición, Mauro va a prisa, creyendo que camina sobre tierra firme avanza sobre el agua, toma al niño de los cabellos y regresa a la orilla y recién allí se da cuenta de que había andado sobre las aguas. 


   El niño luego cuenta que él veía sobre su cabeza la capa del abad y estaba creído que era él el que lo sacó del agua.




lunes, 2 de abril de 2012

ABBA JOSE. “Tres acciones a los ojos de Dios”



José, el Tebano, dijo: “Tres acciones son estimables en el hombre a los ojos del Señor: cuando, estando abrumado por la enfermedad y las tentaciones, él las acoge con reconocimiento; en segundo lugar, si todas sus obras se cumplen puramente a la presencia de Dios, sin rastros de lo humano y, en tercer lugar, cuando permanece sumiso a su Padre espiritual renunciando a su voluntad personal. Esto último merece una corona eminente”.


Autor: Abadía del Tepeyac

domingo, 1 de abril de 2012

EL ABAD ARSENIO Y SU HUMILDAD



Los ancianos contaban que un día regalaron a los hermanos de Scitia unos pocos higos. Y como eran tan pocos, no le enviaron nada al abad Arsenio, para que no lo tomase como ofensa. El abad Arsenio lo supo, y no acudió, según la costumbre, a la asamblea de los hermanos, diciendo: «Me habéis excomulgado al no darme nada del regalo que el Señor ha enviado a los hermanos, del cual no fui digno de participar». Al oírle se edificaron todos de la humildad del anciano. Vino el sacerdote y le llevó algunos higos y le acompañó a la reunión rebosante de alegría.


Autor: Abadia del Tepeyac