sábado, 10 de diciembre de 2011

Educación Bajo el Signo de la Esperanza



Una de las características negativas de nuestros tiempos y que se acrecienta mirando el futuro, es la falta de esperanza. Se vive para el presente, para el goce pasajero, para el utilitarismo que termina, y hasta parecería que se intenta quitar a la vida su sentido trascendente. Además, conviene no perder la atención de las nuevas corrientes de ateísmo y secularismo que luchan por alejar a Dios de las personas y de la sociedad.

Anteriormente, al desarrollar la educación como anuncio y enseñanza de testimonio, decíamos que el anunciar al Señor Jesús tiene un solo nombre: evangelización, y que toda evangelización conlleva una dimensión educativa de la persona. Pues bien, como lo expresó Pablo VI en la Evangelii nuntiandi, «la evangelización comprende además la predicación de la esperanza en las promesas hechas por Dios mediante la Nueva Alianza en Jesucristo».

En su carta apostólica Tertio millennio adveniente, el Papa Juan Pablo II invita a que los creyentes sean llamados a redescubrir la virtud de la esperanza y afirma que «la actitud fundamental de la esperanza, de una parte, mueve al cristiano a no perder de vista la meta final que da sentido y valor a su entera existencia y, de otra, le ofrece motivaciones sólidas y profundas para el esfuerzo cotidiano en la transformación de la realidad para hacerla conforme al proyecto de Dios».

No es novedad, pero sí constituye hoy una nota de mayor urgencia, el buscar una educación más ligada a la esperanza. El Concilio Vaticano II, en la Gravissimum educationis exhortó a acostumbrarse a dar testimonio de la esperanza y a ayudar a la configuración cristiana del mundo, mediante la cual los valores naturales contenidos en la consideración integral del hombre redimido por Cristo contribuyan al bien de toda la sociedad.

Para nosotros los cristianos, Jesucristo constituye el principio y razón de nuestra esperanza y es la única opción que nos permitirá tener éxito en la formación integral de la niñez y juventud que le ha tocado vivir «uno de los aspectos más lúgubres e inquietantes de la cultura contemporánea, sobre todo occidental», que «es su falta de esperanza. La humanidad parece inmersa en la angustia y en el miedo por su supervivencia a causa de las guerras injustas, de las divisiones entre los pueblos, del uso de armas cada vez más potentes, de la pobreza casi irreversible de continentes enteros, de la poca atención a la solidaridad hacia los necesitados y oprimidos, el paro y desocupación creciente, la masificación cultural, los desequilibrios ecológicos causados por intervenciones violentas sobre la naturaleza, las enfermedades contagiosas que se difunden de modo perverso, y, del uso de la droga entre los jóvenes, cada vez más extendido... El horizonte de la denominada postmodernidad parece transformar la existencia del hombre en un infierno dantesco: Dejad toda esperanza, vosotros los que entráis».

A este panorama descrito descarnadamente, la educación y la escuela católica no puede pensarse que podrían estar ajenas. La Congregación para la Educación Católica sostiene en el documento citado que «la escuela es, indudablemente, encrucijada sensible de las problemáticas que agitan este tramo final del milenio.

La escuela católica, de este modo, se ve obligada a relacionarse con adolescentes y jóvenes que viven las dificultades de los tiempos actuales. Se encuentra con alumnos que rehuyen el esfuerzo, incapaces de sacrificio e inconstantes y carentes, comenzando a menudo por aquellos familiares, de modelos válidos a los que referirse. Hay casos, cada vez más frecuentes, en los que no sólo son indiferentes o no practicantes, sino faltos de la más mínima formación religiosa o moral. A esto se añade en muchos alumnos y en las familias un sentimiento de apatía por la formación ética y religiosa, por lo que al fin aquello que interesa y se exige a la escuela católica es sólo un diploma o a lo más una instrucción de alto nivel y capacitación profesional. El clima descrito produce un cierto cansancio pedagógico, que se suma a la creciente dificultad, en el contexto actual, para hacer compatible ser profesor con ser educador».

No ha sido la intención presentar cuadros y panoramas desoladores y que inspiren miedo y desánimo. Todo lo contrario. Sólo de una justa apreciación de la realidad, del reconocimiento de los progresos mundiales y de los logros de la educación católica, pero también de los peligros que hay que afrontar, es que se puede obtener la energía y el valor para encararlos. No es dejándonos vencer por el miedo, sino todo lo contrario. Juan Pablo II, predicador constante de la esperanza, no se ha cansado de repetir, desde el primer día de su pontificado: «¡No tengáis miedo de lo que vosotros mismos habéis creado, no tengáis miedo tampoco de todo lo que el hombre ha producido, y que está convirtiéndose cada día más en un peligro para él! En fin, ¡no tengáis miedo de vosotros mismos!».
Autor: Andrés Cardó Franco | Fuente: multimedios.org

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