Permitidme, queridos chicos y chicas, que al final de esta Carta recuerde
unas palabras de un salmo que siempre me han emocionado: ¡Laudate pueri
Dominum! ¡Alabad niños al Señor, alabad el nombre del Señor. Bendito sea el
nombre del Señor, ahora y por siempre. De la salida del sol hasta su ocaso, sea
loado el nombre del Señor! (cf. Sal 113112, 1-3). Mientras medito las palabras
de este salmo, pasan delante de mi vista los rostros de los niños de todo el
mundo: de oriente a occidente, de norte a sur. A vosotros, mis pequeños amigos,
sin distinción de lengua, raza o nacionalidad, os digo: ¡Alabad el nombre del
Señor!
Puesto que el hombre debe alabar a Dios ante todo con su vida, no olvidéis
lo que Jesús muchacho dijo a su Madre y a José en el Templo de Jerusalén: « ¿No
sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre? » (Lc 2, 49). El hombre
alaba al Señor siguiendo la llamada de su propia vocación. Dios llama a cada
hombre, y su voz se deja sentir ya en el alma del niño: llama a vivir en el
matrimonio o a ser sacerdote; llama a la vida consagrada o tal vez al trabajo
en las misiones... ¿Quién sabe? Rezad, queridos muchachos y muchachas, para descubrir
cuál es vuestra vocación, para después seguirla generosamente.
¡Alabad el nombre del Señor! Los niños de todos los continentes, en la noche
de Belén, miran con fe al Niño recién nacido y viven la gran alegría de la
Navidad. Cantando en sus lenguas, alaban el nombre del Señor. De este modo se
difunde por toda la tierra la sugestiva melodía de la Navidad. Son palabras
tiernas y conmovedoras que resuenan en todas las lenguas humanas; es como un
canto festivo que se eleva por toda la tierra y se une al de los Angeles,
mensajeros de la gloria de Dios, sobre el portal de Belén: « Gloria a Dios en
las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes El se complace » (Lc 2,
14). El Hijo predilecto de Dios se presenta entre nosotros como un recién
nacido; en torno a El los niños de todas las Naciones de la tierra sienten
sobre sí mismos la mirada amorosa del Padre celestial y se alegran porque Dios
los ama. El hombre no puede vivir sin amor. Está llamado a amar a Dios y al
prójimo, pero para amar verdaderamente debe tener la certeza de que Dios lo
quiere.
¡Dios os ama, queridos muchachos! Quiero deciros esto al terminar el Año de
la Familia y con ocasión de estas fiestas navideñas que son particularmente
vuestras.
Os deseo unas fiestas gozosas y serenas; espero que en ellas viváis una
experiencia más intensa del amor de vuestros padres, de los hermanos y
hermanas, y de los demás miembros de vuestra familia. Que este amor se extienda
después a toda vuestra comunidad, mejor aún, a todo el mundo, gracias a vosotros,
queridos muchachos y niños. Así el amor llegará a quienes más lo necesitan, en
especial a los que sufren y a los abandonados. ¿Qué alegría es mayor que el
amor? ¿Qué alegría es más grande que la que tú, Jesús, pones en el corazón de
los hombres, y particularmente de los niños, en Navidad?
¡Levanta tu mano, divino Niño,
y bendice a estos pequeños amigos tuyos,
bendice a los niños de toda la tierra!
y bendice a estos pequeños amigos tuyos,
bendice a los niños de toda la tierra!
Autor: Juan Pablo II Vaticano, 13 de diciembre
de 1994.
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