<<Conócete
a ti mismo>>, decía uno de los siete sabios de Grecia. Voy, pues a pensar
en mí. ¿Qué soy yo? Soy un problema lleno de misterios.
No soy mío,
no me pertenezco; a mí me han hecho. Todo cuantos conozco son, como yo, de
Dios.
Yo soy de
ayer. Hace pocos años no existía.
Yo soy
impotente, necesitado, pobre de todo.
Yo soy muy
pequeño; siento que hay otro superior a mí, otro que me manda, que me prohíbe, que
me ve y vigila cuanto hago, que me reprende si hago mal, que me prueba si hago
bien, que me amenaza si no cumplo mi deber, que me asegura si lo cumplo.
Yo soy
ignorante y falible. ¡Qué poco sé! ¡Que poco alcanzo!
Yo soy
mudable, soy desgraciado, soy mortal, me acabo, me voy, no me puedo detener ni
esperarme quieto. Me empuja más allá, a la muerte, al fin. Marcho a paso
incesante por la senda de la vida a la muerte.
Al mismo
tiempo yo soy mío, yo soy libre, puedo hacer muchas veces lo que me da la gana.
Yo soy
inteligente, soy grande, valgo mucho, siento en medio de mi pequeñez un poder
sobremundano, me conozco superior a todas las cosas, superior a toda la materia
y a todo el mundo que me rodea, destinado a grandes cosas, criado para ser
feliz, inmortal y eterno.
No soy una
piedra, no soy una flor, no soy un perro. Soy mucho más. Y aun cuando muera, sé
que hay algo que me espera después de la muerte.
¡Qué poco
valgo y cuanto valgo! ¡Sin Dios y respecto a Dios… nada! ¡Con Dios y respecto
del mundo… mucho! Debo de ser humilde y puedo ser magnánimo. Sin Dios nada; con
Dios mucho.
Autor: P.
Remigio Vilariño, S.J.
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