Se ha vuelto costumbre afirmar que el diálogo soluciona los
conflictos. En parte es verdad. Lo que no siempre tenemos en cuenta es que el
diálogo como tal exige por parte de los interlocutores cierta estatura moral,
intelectual y espiritual, cuando se trata de cuestiones religiosas, para que
pueda alcanzar sus fines. La historia está plagada de ejemplos de
diálogos infecundos entre quienes pretendieron tener la razón y la impusieron
por la fuerza, la amenaza o los gritos.
Sócrates, tal vez uno de los principales filósofos de la historia y de enorme estatura moral, se vio abocado a soportar la pena capital mediante la toma de cicuta cuando sus enemigos fueron incapaces de soportar todos los argumentos que les planteaba y que les hacían creer que estaba corrompiendo la juventud. Jesús, desde el punto de vista religioso y espiritual se vio enfrentado a la obcecación de sus enemigos quienes estaban convencidos de antemano que poseían la verdad y se negaban siquiera el poder replantearse un poco lo que hasta el momento habían aprendido de manera ciega. Resultó más fácil para ellos quitarlo de en medio que revisar su fe.
Ante esto podemos afirmar que es incuestionable el hecho de que hay ciertos diálogos que por más que se hagan resultan estériles. Entre la fe y el fanatismo, por ejemplo, no existe la posibilidad del más mínimo punto de encuentro. Mientras la primera da razón de sí misma, el segundo se pretende imponer con la fuerza de las armas y de la violencia.
Cuando en la familia sus miembros buscan solucionar ciertos conflictos es necesario plantearse un escenario en el que los hablantes posean cierta formación y hayan adquirido esa estatura que implica la posibilidad de llegar al tema no con la convicción de vencer sino de convencer. ¿Puede haber un diálogo entre padres e hijos menores de edad? Ciertamente que sí, pero habrá un momento en que la sabiduría paterna y el sentido común, al no lograr convencer a los chicos de la conveniencia o no de ciertas normas, deba imponerse razonablemente con la autoridad que le es propia en su condición de progenitores. Estos chicos muchas veces preguntarán: “¿y por qué debo hacerlo así?”, a lo que los padres responderán sin asomo de autoritarismo, pero sí con autoridad: “Porque soy tu padre (madre) y debes obedecer; lo entenderás después”.
Cuando se quiere llegar a una conciliación es fundamental ir con la fuerza de la argumentación y no sencillamente con la pasión de las vísceras. Éstas envenenan desde el inicio lo que se pretende alcanzar. La irascibilidad, el prejuicio, la malformación académica hacen que el resultado sea inocuo.
En su diálogo con Nicodemo a la pregunta de éste ¿”Cómo puede uno volver a nacer siendo ya viejo?”, Jesús le responde: “El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído…” (Jn. 3,31). No está Nicodemo a la misma altura espiritual que Jesús y le resulta en principio complicado entender lo que aquel Maestro le quiere enseñar.
El diálogo interreligioso requiere de humildad y apertura; el diálogo esponsal necesita de una enorme dosis de búsqueda del bien mutuo y no de la imposición de criterios para alcanzar dominio y poder; el diálogo de padres-hijos implica sabiduría de parte de aquellos y de apertura de parte de estos; en el diálogo entre Dios y el hombre, mediante la oración, éste necesita reconocer que no es igual a Dios y que debe educarse en la obediencia para saber aceptar incluso aquellas cosas que le cuesta trabajo entender con la razón.
Todos somos buscadores de la verdad y en esa búsqueda resulta fundamental la disponibilidad de poder revisar, derrumbar y reconstruir nuevos conceptos y convicciones. Hay que saber que todos estamos en procesos de construcción académica, espiritual y moral y siempre estamos ante el crecimiento paulatino de nuestra propia humanidad.
Dia-logar (a través de la palabra) es una herramienta de entendimiento y de solución de conflictos, pero cuando se ambiciona imponer el propio punto de vista entonces ya hemos infectado la fuerza de la verdad verdadera para someterlo todo a nuestros deseos.
Dialogar no sólo es hablar, es buscar la verdad, argumentar las razones, revisar los conceptos, alcanzar el bien, desbaratar prejuicios, elaborar juicios, renunciar a sí mismo por el bien de todos, morir para saber dar vida. Esto, obviamente, no es lo que quieren quienes pretenden sabérselas todas.
Sócrates, tal vez uno de los principales filósofos de la historia y de enorme estatura moral, se vio abocado a soportar la pena capital mediante la toma de cicuta cuando sus enemigos fueron incapaces de soportar todos los argumentos que les planteaba y que les hacían creer que estaba corrompiendo la juventud. Jesús, desde el punto de vista religioso y espiritual se vio enfrentado a la obcecación de sus enemigos quienes estaban convencidos de antemano que poseían la verdad y se negaban siquiera el poder replantearse un poco lo que hasta el momento habían aprendido de manera ciega. Resultó más fácil para ellos quitarlo de en medio que revisar su fe.
Ante esto podemos afirmar que es incuestionable el hecho de que hay ciertos diálogos que por más que se hagan resultan estériles. Entre la fe y el fanatismo, por ejemplo, no existe la posibilidad del más mínimo punto de encuentro. Mientras la primera da razón de sí misma, el segundo se pretende imponer con la fuerza de las armas y de la violencia.
Cuando en la familia sus miembros buscan solucionar ciertos conflictos es necesario plantearse un escenario en el que los hablantes posean cierta formación y hayan adquirido esa estatura que implica la posibilidad de llegar al tema no con la convicción de vencer sino de convencer. ¿Puede haber un diálogo entre padres e hijos menores de edad? Ciertamente que sí, pero habrá un momento en que la sabiduría paterna y el sentido común, al no lograr convencer a los chicos de la conveniencia o no de ciertas normas, deba imponerse razonablemente con la autoridad que le es propia en su condición de progenitores. Estos chicos muchas veces preguntarán: “¿y por qué debo hacerlo así?”, a lo que los padres responderán sin asomo de autoritarismo, pero sí con autoridad: “Porque soy tu padre (madre) y debes obedecer; lo entenderás después”.
Cuando se quiere llegar a una conciliación es fundamental ir con la fuerza de la argumentación y no sencillamente con la pasión de las vísceras. Éstas envenenan desde el inicio lo que se pretende alcanzar. La irascibilidad, el prejuicio, la malformación académica hacen que el resultado sea inocuo.
En su diálogo con Nicodemo a la pregunta de éste ¿”Cómo puede uno volver a nacer siendo ya viejo?”, Jesús le responde: “El que es de la tierra pertenece a la tierra y habla de la tierra. El que vino del cielo da testimonio de lo que ha visto y oído…” (Jn. 3,31). No está Nicodemo a la misma altura espiritual que Jesús y le resulta en principio complicado entender lo que aquel Maestro le quiere enseñar.
El diálogo interreligioso requiere de humildad y apertura; el diálogo esponsal necesita de una enorme dosis de búsqueda del bien mutuo y no de la imposición de criterios para alcanzar dominio y poder; el diálogo de padres-hijos implica sabiduría de parte de aquellos y de apertura de parte de estos; en el diálogo entre Dios y el hombre, mediante la oración, éste necesita reconocer que no es igual a Dios y que debe educarse en la obediencia para saber aceptar incluso aquellas cosas que le cuesta trabajo entender con la razón.
Todos somos buscadores de la verdad y en esa búsqueda resulta fundamental la disponibilidad de poder revisar, derrumbar y reconstruir nuevos conceptos y convicciones. Hay que saber que todos estamos en procesos de construcción académica, espiritual y moral y siempre estamos ante el crecimiento paulatino de nuestra propia humanidad.
Dia-logar (a través de la palabra) es una herramienta de entendimiento y de solución de conflictos, pero cuando se ambiciona imponer el propio punto de vista entonces ya hemos infectado la fuerza de la verdad verdadera para someterlo todo a nuestros deseos.
Dialogar no sólo es hablar, es buscar la verdad, argumentar las razones, revisar los conceptos, alcanzar el bien, desbaratar prejuicios, elaborar juicios, renunciar a sí mismo por el bien de todos, morir para saber dar vida. Esto, obviamente, no es lo que quieren quienes pretenden sabérselas todas.
Autor: Juan Ávila Estrada
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