Hay cosas que no comprendemos. Sólo podemos acercarnos a
ellas con fe. Y con amor. ¿Por qué Jesucristo murió en una cruz? ¿Fue necesaria esta horrible pasión
para liberarnos de nuestras oscuridades interiores? Desde luego que no. Dios
habría podido perdonar nuestros pecados de mil maneras distintas – o
simplemente no perdonarlos. Probablemente, ha elegido la más impresionante de
todas, aquella que manifiesta más claramente la locura de su gran amor: se ha
hecho hombre –uno de nosotros–, y ha compartido las alegrías y durezas de
nuestra vida hasta el final. A pesar de su omnipotencia eterna, se dejó
–¡libremente!– humillar, flagelar, escupir, ridiculizar, coronar de espinas y
clavar en un madero. ¿Por qué? Quizá para mostrarnos que es capaz de hacer
“todo” por nosotros, como un amigo que muere para salvar al otro. Y para
convencernos –una vez por todas– que tenemos un inmenso valor: nuestro destino
no es indiferente a Dios. Misterio de amor, sobreabundancia de generosidad.
¿Esto quiere decir que los cristianos tenemos que vivir ahora de un modo severo y riguroso? ¿Que no debemos disfrutar de las cosas buenas de la vida? ¡Todo lo contrario! Cristo ha muerto para que nosotros vivamos; ha sufrido para que nosotros seamos felices; ha roto nuestras cadenas para que anunciemos su reino de libertad. La obra de salvación debería reflejarse en el rostro, en la mirada, en la sonrisa y la risa, en la serenidad y la fortaleza, en la comprensión y la amistad, en el ánimo sincero, solidario y generoso de los “liberados”.
Quien experimenta que es profundamente aceptado y amado, no puede más que transmitir el amor con alegría. Y quiere estar cada vez más cerca al amor de su vida. Lo advertimos en el amor humano, a veces con una claridad que nos hace temblar. Pensemos, por ejemplo, en las mujeres alemanas que acompañaron voluntariamente a sus marido judíos a los campos de concentración nazi. O en aquella madre que se acostumbró a cerrar los ojos durante casi todo el día, para percibir el mundo del mismo modo que su hijo ciego.
Algo parecido ocurre en el amor a Cristo. Los cristianos quieren compartir su destino. ¿No es verdad que dos personas se unen más fuertemente cuando llevan juntas un gran dolor, que cuando celebran juntas una maravillosa fiesta? Por esto, los cristianos quieren estar también en la cruz, y no tienen reparos en subir libremente al monte Calvario. ¿Cómo lo hacen? Tratan de aceptar, con ánimo, los múltiples problemas de la vida diaria; los utilizan como el material del que fabrican una cruz, “su cruz”, aquella para la que Cristo les considera preparados, y la que lleva con ellos. Como es sabido, Dios suele actuar así con sus amigos.
Sin embargo, quien ama, es capaz de “excederse”, de cometer locuras. Los cristianos quieren identificarse cada vez más plenamente con el amado, que se dejó –¡libremente!– crucificar. Por esto, buscan, según una larga tradición, también libremente “mortificaciones corporales”, como son el ayuno o una peregrinación austera y tantas otras. Lo que aman, por supuesto, no es la cruz en sí, sino al Crucificado. No quieren tener las cosas mejor que Él. Si la gente ha flagelado y escupido a Cristo, no desean que a ellos les den honores. No quieren vivir en comodidad y aburguesamiento, sino con Él y como Él. Este es el primer aspecto, el más importante, de la “mortificación corporal”.
Hay también otro, que tiene que ver con nuestra naturaleza: somos cuerpo y alma. Todas nuestras actividades espirituales se encuentran profundamente unidas a nuestra vida sensible. Además, nuestra naturaleza humana está debilitada por el pecado. Hay desorden y tentaciones. Oponerse a la realidad y pretender contradecir los movimientos de la naturaleza, resulta del todo inútil. Una empresa con este fin conduciría únicamente a la rigidez de un estoicismo inhumano. Pero sería igualmente erróneo ceder ante todos los deseos y olvidar la realidad que vive cada uno. Lo más conveniente es aceptarse como uno es. Cuando hay algo en el corazón que contradice al amor, necesitamos sinceridad para reconocer nuestros sentimientos, y no ocultarlos o simplemente reprimirlos; ello sólo conduciría a una actitud convulsiva.
Un cristiano quiere limpiar su “casa interior”, cada día de nuevo, para que Dios pueda habitar cada vez más hondamente en ella. Es el otro aspecto de la “mortificación corporal” que, por cierto, es una expresión poco feliz: no se trata de “matar” nada ni a nadie, sino de ordenar las pasiones y educar los sentidos. Es importante que cada uno encuentre su propio modo de actuar, que le ayude a crecer en el amor y, de paso, a vencer las tentaciones. No hace falta que todos hagan lo mismo. Cada época tiene su estilo particular, su mentalidad, sus costumbres y formas.
Aunque es, ciertamente, más importante la lucha interior, no deberíamos despreciar la exterior que puede prepararnos a ella. Tal vez, el recto significado de la “mortificación corporal” fue tergiversado en el pasado, y se llegó a exageraciones. Por eso, hoy en día, la “mortificación” es rechazada por amplios sectores de la sociedad. Pero no se trata de que, debido a algunas exageraciones conocidas, se renuncie a todo tipo de vida ascética; más bien, la ascética debe vivirse en forma inteligente, prudente y oportuna. El poner orden en el caos interior que, a veces, tenemos, puede lograrse por amor a Dios, sin miedo ni escrúpulos ni formalismos, con mucha confianza y una gran libertad, y con un corazón generoso. Es una forma de rezar: orar en cuerpo y alma.
Si la lucha es sincera, conduce a un encuentro más personal con Cristo. A través de ella, no se busca la propia perfección, sino el amor de Dios. No debemos conducirnos por miedo de “no hacer nada malo”, y de no caer jamás. Lo decisivo es el valor de levantarse una y otra vez. Dios nos es más suave y más grato cuando elevamos a Él nuestro corazón dolorido, que cuando pretendemos mostrarle todos nuestros logros ascéticos y nuestra perfección moral.
Si la lucha es humilde, se ensancha nuestro corazón. El mismo Dios, que quiere habitar en nosotros, nos hace participar no sólo en su cruz, sino también en su resurrección. Nos da la fuerza de superar nuestras rigideces y estrecheces, y nuestra ceguera para ver la indigencia de los demás. Y nos da la luz para ver los propios límites y la gran necesidad que tenemos de los otros. En una palabra, nos hace capaz de amar de verdad.
¿Esto quiere decir que los cristianos tenemos que vivir ahora de un modo severo y riguroso? ¿Que no debemos disfrutar de las cosas buenas de la vida? ¡Todo lo contrario! Cristo ha muerto para que nosotros vivamos; ha sufrido para que nosotros seamos felices; ha roto nuestras cadenas para que anunciemos su reino de libertad. La obra de salvación debería reflejarse en el rostro, en la mirada, en la sonrisa y la risa, en la serenidad y la fortaleza, en la comprensión y la amistad, en el ánimo sincero, solidario y generoso de los “liberados”.
Quien experimenta que es profundamente aceptado y amado, no puede más que transmitir el amor con alegría. Y quiere estar cada vez más cerca al amor de su vida. Lo advertimos en el amor humano, a veces con una claridad que nos hace temblar. Pensemos, por ejemplo, en las mujeres alemanas que acompañaron voluntariamente a sus marido judíos a los campos de concentración nazi. O en aquella madre que se acostumbró a cerrar los ojos durante casi todo el día, para percibir el mundo del mismo modo que su hijo ciego.
Algo parecido ocurre en el amor a Cristo. Los cristianos quieren compartir su destino. ¿No es verdad que dos personas se unen más fuertemente cuando llevan juntas un gran dolor, que cuando celebran juntas una maravillosa fiesta? Por esto, los cristianos quieren estar también en la cruz, y no tienen reparos en subir libremente al monte Calvario. ¿Cómo lo hacen? Tratan de aceptar, con ánimo, los múltiples problemas de la vida diaria; los utilizan como el material del que fabrican una cruz, “su cruz”, aquella para la que Cristo les considera preparados, y la que lleva con ellos. Como es sabido, Dios suele actuar así con sus amigos.
Sin embargo, quien ama, es capaz de “excederse”, de cometer locuras. Los cristianos quieren identificarse cada vez más plenamente con el amado, que se dejó –¡libremente!– crucificar. Por esto, buscan, según una larga tradición, también libremente “mortificaciones corporales”, como son el ayuno o una peregrinación austera y tantas otras. Lo que aman, por supuesto, no es la cruz en sí, sino al Crucificado. No quieren tener las cosas mejor que Él. Si la gente ha flagelado y escupido a Cristo, no desean que a ellos les den honores. No quieren vivir en comodidad y aburguesamiento, sino con Él y como Él. Este es el primer aspecto, el más importante, de la “mortificación corporal”.
Hay también otro, que tiene que ver con nuestra naturaleza: somos cuerpo y alma. Todas nuestras actividades espirituales se encuentran profundamente unidas a nuestra vida sensible. Además, nuestra naturaleza humana está debilitada por el pecado. Hay desorden y tentaciones. Oponerse a la realidad y pretender contradecir los movimientos de la naturaleza, resulta del todo inútil. Una empresa con este fin conduciría únicamente a la rigidez de un estoicismo inhumano. Pero sería igualmente erróneo ceder ante todos los deseos y olvidar la realidad que vive cada uno. Lo más conveniente es aceptarse como uno es. Cuando hay algo en el corazón que contradice al amor, necesitamos sinceridad para reconocer nuestros sentimientos, y no ocultarlos o simplemente reprimirlos; ello sólo conduciría a una actitud convulsiva.
Un cristiano quiere limpiar su “casa interior”, cada día de nuevo, para que Dios pueda habitar cada vez más hondamente en ella. Es el otro aspecto de la “mortificación corporal” que, por cierto, es una expresión poco feliz: no se trata de “matar” nada ni a nadie, sino de ordenar las pasiones y educar los sentidos. Es importante que cada uno encuentre su propio modo de actuar, que le ayude a crecer en el amor y, de paso, a vencer las tentaciones. No hace falta que todos hagan lo mismo. Cada época tiene su estilo particular, su mentalidad, sus costumbres y formas.
Aunque es, ciertamente, más importante la lucha interior, no deberíamos despreciar la exterior que puede prepararnos a ella. Tal vez, el recto significado de la “mortificación corporal” fue tergiversado en el pasado, y se llegó a exageraciones. Por eso, hoy en día, la “mortificación” es rechazada por amplios sectores de la sociedad. Pero no se trata de que, debido a algunas exageraciones conocidas, se renuncie a todo tipo de vida ascética; más bien, la ascética debe vivirse en forma inteligente, prudente y oportuna. El poner orden en el caos interior que, a veces, tenemos, puede lograrse por amor a Dios, sin miedo ni escrúpulos ni formalismos, con mucha confianza y una gran libertad, y con un corazón generoso. Es una forma de rezar: orar en cuerpo y alma.
Si la lucha es sincera, conduce a un encuentro más personal con Cristo. A través de ella, no se busca la propia perfección, sino el amor de Dios. No debemos conducirnos por miedo de “no hacer nada malo”, y de no caer jamás. Lo decisivo es el valor de levantarse una y otra vez. Dios nos es más suave y más grato cuando elevamos a Él nuestro corazón dolorido, que cuando pretendemos mostrarle todos nuestros logros ascéticos y nuestra perfección moral.
Si la lucha es humilde, se ensancha nuestro corazón. El mismo Dios, que quiere habitar en nosotros, nos hace participar no sólo en su cruz, sino también en su resurrección. Nos da la fuerza de superar nuestras rigideces y estrecheces, y nuestra ceguera para ver la indigencia de los demás. Y nos da la luz para ver los propios límites y la gran necesidad que tenemos de los otros. En una palabra, nos hace capaz de amar de verdad.
Autor: Jutta Burggraf es Doctora en Teología por la
Universidad de Navarra.
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