jueves, 24 de mayo de 2012

¿Existe el voto católico?




¿Existe el voto católico? La pregunta puede ser respondida a diversos niveles. Queremos ahora fijarnos en dos.

En el primer nivel, el nivel sociológico, la respuesta es relativamente sencilla: si por “voto católico” se entiende el voto que los católicos ponen en las urnas durante las elecciones, resulta claro que existe el “voto católico”, entendido como el “voto de los católicos”. Porque muchos católicos votan allí donde viven, como votan también muchas personas que pertenecen a otras religiones o creencias.

Pero con esta primera respuesta, quizá se diluye el ser católico como un dato marginal que no tiene especial relevancia a la hora de dar el voto. Porque los votantes, según algunos, participan en las elecciones simplemente como ciudadanos, no como católicos o como musulmanes o como protestantes, aunque sociológicamente podemos decir que han votado católicos, musulmanes y protestantes.

Por eso podemos buscar una segunda respuesta en un nivel más profundo: el “voto católico” consistiría en un modo de valorar y decidir sobre las distintas posibilidades electorales según la visión que nace desde la propia fe católica.

Esta segunda respuesta nos lanza a una nueva pregunta: ¿existe en la religión cristiana, en la Iglesia católica, una doctrina que tenga consecuencias sociales, políticas, electorales?

Si volvemos a la primera respuesta, constataremos con una cierta perplejidad que en el pasado y en el presente los católicos han dado su voto a propuestas políticas muy diferentes entre sí, incluso algunas gravemente inmorales.

Por ejemplo, en Alemania hubo católicos que ofrecieron sus votos a un partido claramente anticatólico, el partido nazi. En otros países ha habido y hay católicos que votan por partidos políticos que promueven el odio de clases (como en el comunismo), o que defienden el aborto, o que están a favor de un capitalismo salvaje que pisotea los derechos de los obreros, o que se caracterizan por una mentalidad belicosa que origina guerras injustas y sumamente dañinas, o que faltan gravemente al respeto que merece la libertad religiosa y de conciencia, o que fomentan la destrucción de la familia.

Ante esta situación, nos damos cuenta de que el voto católico no puede ser visto simplemente en clave sociológica, sino que la identidad propia de la fe cristiana debe hacerse visible y tener consecuencias prácticas en las elecciones políticas.

Un católico que vote realmente como católico, por ejemplo, tiene que dejar de lado a los partidos que defienden el aborto y apoyar a los partidos promotores de los derechos de los hijos antes de nacer. Un católico que vote como católico estará en contra de cualquier partido racista o clasista, y escogerá a los partidos que defienden la igual dignidad de todos los seres humanos. Un católico que vote como católico promoverá las opciones y los candidatos que favorecen la paz nacional e internacional y excluirá de su voto cualquier partido político que promueva guerras y agresiones dentro o fuera de sus fronteras.

Causa un profundo dolor descubrir que muchos católicos no llegan a comprender el nexo que existe entre su fe, con todas las riquezas que contiene, y su modo de participar en la vida política. A veces esto ocurre porque existe muy poca formación y el bautizado se deja llevar por la propaganda o las ideas dominantes. Otras veces se da una auténtica prostitución de la conciencia por la que se llega a ver como bueno algo intrínsecamente malo e injusto. Otras veces existe una actitud cobarde cuando uno está llamado a defender las propias convicciones y prefiere optar por lo que parece conveniente, sin fijarse en los principios básicos que todo católico debería defender en la vida social.

Frente a esta situación, es urgente una esmerada preparación de los católicos que les permita participar en la vida política con ideas claras y con convicciones fuertes. No podemos ver con indiferencia cómo existen países donde la mayoría de la población es católica y, al mismo tiempo, gobiernan partidos políticos que promueven el aborto, que atacan a la familia, que no garantizan los derechos laborales, que aprueban leyes que fomentan la inmoralidad pública.

Existen para los católicos una serie de principios irrenunciables desde los cuales pueden juzgar a los partidos políticos. Aquellos partidos que no respeten ni defiendan esos principios no pueden ser votados por los católicos. Aquellos partidos que sí los promueven y garanticen, pueden ser elegidos por los católicos.

¿Cuáles son esos principios? Podemos resumirlos, desde un importante documento en la Iglesia (Congregación para la Doctrina de la Fe, “Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política”, 24 de noviembre de 2002, n. 4), en los siguientes puntos, algunos de los cuales vamos a copiar literalmente:

1. El respeto a la vida, también de los embriones humanos, y la clara oposición al aborto y a la eutanasia.

2. “La tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio monógamo entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio”.

3. “La libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos”.

4. “La tutela social de los menores” y la “liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la droga y la explotación de la prostitución)”.

5. “El derecho a la libertad religiosa”.

6. “El desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, respetando la justicia social, el principio de solidaridad humana y el de subsidiariedad, según el cual deben ser reconocidos, respetados y promovidos los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio”.

7. El tema de la paz, que es obra de la justicia y de la caridad, y que “exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo, y requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que tienen la responsabilidad política”.

El “voto católico” será, por lo tanto, verdaderamente católico si sabe respetar estos siete puntos básicos para la vida social, que valen no sólo para los católicos, sino para todos los hombres y mujeres que forman parte de un estado. Son puntos, según dice la Nota doctrinal antes citada (n. 4), que “no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno”. Es decir, son puntos no negociables, sobre los que un verdadero católico no puede ceder a la hora de poner su voto en una urna.

La fe, hemos de tenerlo presente, ilumina y permite vivir más a fondo la justicia. Un católico, en ese sentido, se siente llamado a construir un mundo que esté de acuerdo con la verdad sobre el hombre y sobre la sociedad, que respete en serio los derechos humanos. Por eso su voto será responsable: excluirá cualquier opción y partido que vaya contra los principios que acabamos de recordar, y escogerá y promoverá aquellas opciones y partidos que defiendan programas en los que sean respetados los puntos no negociables y ofrezcan garantías administrativas, legales y jurídicas para la tutela de los mismos.
Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic net

miércoles, 23 de mayo de 2012

Quince años después "des hommes et des dieux"




Ocurrió en 1996. Siete monjes franceses de la orden cisterciense que vivían en Argelia, en la última congregación católica del país, fueron secuestrados y posteriormente asesinados a manos de fundamentalistas islámicos.

El asesinato de los monjes trapenses fue uno más de los hitos de aquel 1996, un suceso que dio la vuelta al mundo y que conmocionó especialmente a la sociedad francesa. Casi quince años después, la herida se reabre, no tanto para doler, sino para traer a la memoria el ejemplo de coherencia y fe de ese grupo de religiosos. Lo hace a través de la película De dioses y hombres, que se llevó el Gran Premio del Jurado del pasado Festival de Cannes.

Los llamados “monjes mártires” fueron chivos expiatorios.

En 1993, en el contexto de una guerra civil que dejó entre 150.000 y 200.000 muertos, el Grupo Islámico Armado (GIA) había exigido a los extranjeros que se fuesen, y en 1994 iniciaron una oleada de violencia contra “cruzados e infieles”, matando a 19 religiosos.

Tenían entre 45 y 82 años y vivían en la abadía de Notre Dame del Atlas, en la localidad de Tibhirine. El prior era Christian Marie de Chergé, Dom Christian. Luc era el médico, muy querido y que atendía a las personas sin cobrarles. Célestin, que había trabajado como educador de marginados, se ocupaba de la hospedería. Michelatendía la cocina y el jardín. Christophe, el más joven, era el agricultor. Bruno y Paul estaban de visita. Sólo Amédée y Jean-Pierre Schumacher se salvaron.

Decapitados

En la noche del 26 al 27 de marzo, un comando armado entró en el monasterio y secuestró a los siete monjes. El 23 de mayo, el GIA confirmaba el asesinato a través de un comunicado y una semana más tarde eran descubiertas sus cabezas; los cuerpos nunca han aparecido.

Los monjes se dedicaban a la oración y al trabajo en los campos; vecinos de una población musulmana con la que practicaban un verdadero encuentro entre religiones, fundaron el grupo de diálogo ‘Vínculo de paz’ (Ribat es-Salâm). Rechazaban la violencia, siempre se volcaron con las gentes del lugar y habían donado la mayor parte de sus terrenos al Estado), pero se negaron a colaborar con los guerrilleros, a los que llamaban “los hermanos de la montaña”.

Cuando los extremistas exigieron la salida de los extranjeros, ellos prefirieron quedarse, por fidelidad a la gente sencilla a la que acompañaban, verdaderas víctimas, opinaban ellos, de la miseria y el fanatismo. No quisieron la protección del Ejército ni la casa en Túnez que les ofreció el nuncio papal. En palabras de Juan Pablo II: “Su fidelidad y coherencia honran a la Iglesia y, seguramente, serán semilla de reconciliación y de paz para el pueblo argelino”.

Previendo el fatal desenlace que le esperaba, Christian de Chergé escribió, dos años antes, un sobrecogedor testamento espiritual en el que subrayaba:

 “Recuerden que mi vida estaba entregada a Dios y a este país. (…) Que sepan asociar esta muerte a tantas otras tan violentas y abandonadas en la indiferencia del anonimato. Mi vida no tiene más valor que otra vida. Tampoco tiene menos”.

Oración interreligiosa en febrero de 2007

Defensor del encuentro islamo-cristiano hasta el final, el prior deseaba el perdón de Dios y de los hombres para su verdugo: “No veo cómo podría alegrarme que este pueblo al que yo amo sea acusado, sin distinción, de mi asesinato. Sería pagar muy caro para lo que se llamará, quizás, la ‘gracia del martirio’, el debérsela a un argelino”.

Durante la guerra de independencia de Argelia (1954-1962), el P. Christian había sido salvado por un amigo argelino y musulmán que posteriormente fue asesinado en represalia; aquello marcó la vida del prior y de su comunidad. Ellos decidieron ser “orantes en medio de un pueblo de orantes” a favor de la paz.

“Soy suyo y sobre sus pasos sigo mi camino hacia la Pascua… La llama parpadea, la luz se debilita… Puedo morir. Aquí estoy”, expresó Christophe en sus últimos versos. El hermano Luc, por su parte, dejó una cassette con una canción de Edith Piaf, “Non, je ne regrette rien”(‘No, no lamento nada’).

La localidad vecina sintió enormemente la tragedia. Durante años habían vivido con miedo y el asesinato de los monjes los sumió en la desesperanza.

El funeral tuvo lugar el 2 de junio en la Basílica de Nuestra Señora de África, en Argel. Francis Arinze, entonces presidente del Consejo Pontificio para el Diálogo Interreligioso, aseguró en la homilía que esta muerte no compromete las relaciones entre el islam y el cristianismo: “Más bien al contrario. Pone de relieve la necesidad de promoverlas”.
Incluso en la mañana siguiente al secuestro, Amédée y Jean Pierre estaban decididos a continuar. Amedée se quedó en Argel y en torno a él se constituyó una comunidad con hermanos procedentes de Francia, España y América Latina, a la espera de que se dieran las condiciones propicias y volver a Tibhirine; la iniciativa no prosperó. Mientras, Jean Pierre se había marchado a la comunidad aneja a Tibhirine establecida en Fez (Marruecos), que con el tiempo recibió el estatuto canónico de monasterio de Notre Dame del Atlas.

En el año 2000, se trasladaron a la ciudad marroquí de Midelt, llevándose no sólo libros y otros objetos de la comunidad primera, sino su herencia espiritual. “Nuestro proyecto de vida monástica es –escribe Schumacher, prior entre 1996 y 1999– vivir en el espíritu que teníamos en Tibhirine: presencia de Dios en la oración, los oficios, la lectio divina, la vida fraternal, el trabajo, la acogida y, sobre todo en este país, la vida solidaria, de respeto, de amistad, de convivencia con las personas: el crecer juntos en la vida de fe por la ‘sumisión’ a Dios, a su espíritu, con mucha ‘discreción’ en los dos sentidos de la palabra: no proselitismo, sino escucha de lo que Dios dice y pide”.

En 1999, el P. Jean Pierre Flachaire fue elegido prior por seis años, y en enero de 2005, reelegido por un período “indeterminado”. En este tiempo se ha esforzado por acondicionar los edificios para conseguir un monasterio funcional adaptado a la pequeña comunidad y a la acogida de peregrinos. “Estamos convencidos de que esta comunidad tiene su lugar en la pequeña Iglesia del país; ella nos ha marcado con su afecto y cuenta con nosotros”.
El 10 de enero de 2009, se reunió por primera vez en Roma la comisión de historiadores para la causa de los mártires de Argelia, en la que se incluyen los siete trapenses de Tibhirine.

Autor: Cristian H Andrade

martes, 22 de mayo de 2012

¿Donde está Dios cuando el hombre sufre?




Dijo Yahveh: "Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado su clamor en presencia de sus opresores; pues ya conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle de la mano de los egipcios..." (Ex 3,7-8)

Cuán necesitado se encuentra hoy el mundo de percibir la cercanía de Dios entre los que sufren. El hambre, la injusticia, la pobreza extrema y humillante, las guerras, la violencia entre las ciudades, las enfermedades, los huérfanos, los niños de la calle, las prostitutas, las familias desintegradas, los chavos banda; en fin existen entre nosotros miles de hombres y mujeres que sufren a diario y claman al cielo, ¿dónde está Dios?

Si tan sólo hubiera suficientes manos dispuestas para hacerles saber que Dios está con quien sufre, que los acompaña y sufre con ellos. El trabajo tiene que comenzar por la solidaridad, por la acogida incondicional, por el amor gratuito, por la ayuda concreta y eficaz. Así comenzó Jesús, curando sus enfermedades y expulsando demonios para que comprendieran palpablemente la Buena Noticia:

¡Dios está con nosotros!

Creo que para hablar del sufrimiento es necesario dividirlo en dos tipos, según su origen: el sufrimiento causado por la naturaleza misma, dónde encontramos las enfermedades, los niños que nacen con alguna deficiencia, las tragedias naturales, etc.; y por otro lado, el sufrimiento causado por la injusticia del hombre, es decir por el egoísmo, la avaricia, la inconciencia y la insensibilidad de muchos; entre estos sufrimientos encontramos: la pobreza extrema, el hambre de millones, los actos deshumanizantes como lo son la prostitución los niños de la calle asesinados o utilizados para la pornografía, el desempleo "sistemático", etc.

La presencia de Dios en ambas situaciones es evidente. El se ha revelado así, a lo largo de la historia humana, la misma historia de salvación. Esto lo constatamos en los diálogos que Dios ha sostenido con el hombre a través de profetas, reyes y su mismo Hijo, Jesucristo. Nuestra fe no nos muestra un Dios ajeno a la historia humana; él sufre con el que sufre y goza con quien ha encontrado la felicidad verdadera; Jesucristo se compadece del enfermo y por eso lo sana, así como también se goza por que su Padre le ha querido revelar su Verdad a los pequeños y humildes.

Pero esta presencia de Dios no es igual en ambas situaciones del sufrimiento. Sabemos que la presencia de Dios es también Palabra de Dios; es decir, dónde Dios está, ahí está su Palabra. Así, la Palabra divina tiene mensajes muy distintos para cada una de las situaciones de sufrimiento que enumeramos arriba. En el caso del sufrimiento por la naturaleza misma, Dios está presente para consolar, para dar fortaleza y esperanza, para animar con el consuelo y la Paz que su Espíritu nos da. Así, quien sufre en este sentido, encuentra en la Presencia de Dios la fuerza y la Paz para seguir caminando, asumiendo su sufrimiento como medio de santificación, de oblación, con la conciencia de compartir los sufrimientos que Cristo padeció por nosotros. El que sufre no deja de esperar el milagro que lo saque de esa situación, pero sabiendo que su fe lo lleva a mirar más allá del bienestar físico. La presencia de Dios es óleo que cura la herida más profunda que un sufrimiento puede causar, la desesperación, y llena al hombre con la Luz que conduce por el sendero de la paz y el consuelo.

En cambio, la presencia divina en las situaciones de injusticia posee un carácter muy distinto. Su presencia es Palabra de denuncia, es presencia que interpela el corazón del hombre como lo hicieron los profetas (Amós, Oseas, Jeremías) ante las injusticias de los poderosos; su Palabra clama justicia. Quienes sufren por estos motivos pueden encontrar su identidad en el mismo Jesucristo que sufrió la muerte por las injusticias y las envidias de su pueblo; para ellos la presencia de Dios es aliento, esperanza, sostén para iniciar la denuncia de las injusticias. Han de saberse inspirados por el Espíritu Santo para no perder la esperanza, sabiendo que su misma vida es ya un testimonio que denuncia la injusticia y clama justicia silenciosamente, su misma vida es Palabra de Dios que clama un cambio, una conversión.

Dios está con nosotros, él fue anunciado así por el profeta Isaías como el Emmanuel, el Dios con nosotros. Es este testimonio el que estamos llamados a llevar a nuestros hermanos. Pero para hacerlo debemos comenzar por experimentar en nuestras vidas tal Presencia.

Autor:   Padre Héctor M. Pérez Villarreal

lunes, 21 de mayo de 2012

Al mal tiempo buena cara




Fuera hace frío, mucho frío; se ve el aliento de las personas al respirar, mientras caminan envueltos en abrigos y bufandas y las manos en los bolsillos. Quizá las crestas de los montes estén cubiertas de nieve o de hielo, pero hay gente que tiene su corazón caliente, y no importa el frío de las calles; personas que tienen una razón para vivir, gentes felices y que saben amar, que saben convertir todas las cosas duras de la vida en algo bueno, algo positivo, tienen esperanza, confían en Dios, aman a su prójimo y se esfuerzan por mantener un clima de paz y calor en sus hogares, en su trabajo.

Pero, ¡qué duro debe ser que ahí fuera haga frío y que el corazón esté congelado, hecho hielo, también! Frío por fuera y frío por dentro; Hielo es la desesperanza, dejarse arrancar día a día los restos de confianza a los que uno se agarra para seguir viviendo. Hielo es el rencor y el odio que va pudriendo poco a poco de modo irremediable tantos corazones. ¡Qué hielo tan duro, es el miedo a la vida, al futuro, a la vejez, a la enfermedad y a la soledad!

Necesitamos que salga el sol dentro de nosotros mismos, el sol de la esperanza, del amor, del optimismo, de la paz interior; tenemos que forzarnos a nosotros mismos y, antes que nada, obligarnos a creer que el sol puede salir en nuestra vida.

El que desespera de todo, puede tener muchas razones y excusas, pero también algo de culpa porque penas, sufrimientos, apuros económicos, contratiempos, están repartidos en la vida de todos, pero ahí esta también la mente, nuestra mente, para buscar soluciones a los problemas, y unos la usan y otros no.

Ahí están nuestras manos para trabajar, y unos les dan uso y otros no, ahí está Dios que sí ayuda a los que confían, pero unos le rezan a ese Dios y otros le dan la espalda; ahí están las oportunidades que ofrece la vida, pero unos las buscan y otros se excusan diciendo que nada se puede hacer.

El sol de la esperanza puede salir y de hecho sale en la vida de todos los que se fuerzan a sí mismos a creer en Dios y en sí mismos, que se fuerzan a esperar lo mejor, a luchar por salir adelante a pesar de todo

Yo no puedo controlar el clima de afuera, pero sí el interior de mi espíritu. Los problemas lo pueden quebrantar a uno si se deja, pero pueden fortalecerlo si los enfrenta como retos magníficos.

Autor: Padre Mariano de Blas L.C.

domingo, 20 de mayo de 2012

La teoría del valor



La teoría del valor, basada en la utilidad subjetiva, que se encuentra en las obras de San Bernardino, es copiada literalmente de la de Pedro Juan de Olivi. Dice el santo: «… en cada cosa que tenga un valor se pueden observar tres calidades o características: su virtud, su escasez y su capacidad de satisfacer las necesidades humanas». Esta es la parte que también San Antonino transcribe literalmente en su Summa. Sostiene el santo que el valor de las cosas depende primero de su virtud o su esencia: es decir, de las características intrínsecas del bien; en segundo lugar, de su escasez: cuanto más escaso es un bien, céteris paribus, su valor será mayor; y, en tercer lugar, de su complacibilitas: «ció che ha di lusinghevole»; es decir, de su capacidad de satisfacer las necesidades humanas; su utilidad, considerada desde el punto de vista del sujeto. Por lo que pertenece el precio, dice San Bernardino: «El precio justo es el precio conforme a la estimación de la plaza; es decir,  el valor de la cosa que se quiere vender, que comúnmente se estima en un determinado tiempo y lugar; y cuando un individuo transfiere mercancías de un sitito a otro, puede venderlas al precio de este lugar». Además, San Bernardino anticipa en cinco siglos el análisis austriaco-jevoniano de la oferta y del coste: el coste del trabajo, la habilidad y el riesgo, dice el santo, no afectan directamente al precio, pero afectan la oferta de la mercancía, y, coeteris paribus, las cosas que requieren más esfuerzo o destreza para ser producidas tenderán a ser más caras.
En cuanto a la usura, San  Bernardino, lo mismo que San Antonino, fue más tradicionalista y no se alejó mucho de la interpretación oficial de la Iglesia. Siendo su primera preocupación salvar las almas de los ciudadanos, en el tema de la usura dejaba de lado el razonamiento económico y puramente lógico, para adoptar una postura casi dogmática. Tres eran, según el santo, los pecados más peligrosos en las ciudades de la época: la soberbia, la lujuria y –el más peligroso de los tres, por ser causa de los mayores problemas sociales– la avaricia. A pesar de la profundidad del análisis económico de la realidad de la época en sus sermones, prevalece en él una visión moralista de la pobreza y de la riqueza; el autor señala la usura como causa primera de la miseria: «Usurero, devorador de los pobres, serás castigado por tus pecados. Usurero, que has prestado… y bebido la sangre de los pobres, cuánto daño has hecho y cuánto has pecado en contra de los mandamientos de Dios». Es cierto que San Bernardino comprendió la diferencia entre el simple dinero estéril y el capital, entendido como dinero destinado a la inversión en negocios rentables (dinero que tiene un cierto carácter seminal de algo provechoso y que, por lo tanto, no pretende solamente la devolución del nominal, sino, además, de un valor sobreañadido o superadjunctus), y apoyó el concepto de lucrum cessans (concepto clave en la futura abolición del pecado de usura): o sea que es moral cobrar intereses sobre un préstamo iguales a la rentabilidad sacrificada, u oportunidad perdida, en una inversión legítima; pero limita el concepto de lucrum cessans solamente a los casos de préstamos por caridad y no a los prestamistas profesionales. A pesar de entender la diferencia entre dinero estéril y capital, y de intuir el concepto del coste de oportunidad, su preocupación moralizadora prevaleció sobre la estricta deducción lógica en el caso de la usura.
Finalmente, San Bernardino fue uno de los primeros en la historia en intuir el concepto de preferencia temporal: es decir, que los hombres prefieren bienes presentes a bienes futuros (o mejor dicho, la expectativa en el presente de bienes que se obtendrán en el futuro). Este concepto vendrá enunciado con más claridad, probablemente bajo la influencia de la obra del santo, por parte de Martín de Azpilcueta, el doctor Navarro (1493-1586), uno de los escolásticos de la Escuela de Salamanca: «Un derecho sobre alguna cosa vale menos que la cosa misma, y… es patente que aquello que no puede utilizarse hasta dentro de un año tiene menos valor que algo de iguales característica que pueda utilizarse de inmediato».
Bibliografía
§  Opera Omnia, 8 vol., Florencia 1950-1963.
§  De contractibus et usuris, Strasburg, Enrico de Rimini, 1474.
§  Istruzioni morali intorno al trafico de all'usura e con varie annotazioni illustrate per commodo de utile de' negozianti, Venecia, 1774.
§  Le prediche volgari di San Bernardino da Siena dette nella Piazza del Campo l'anno 1427, Luciano Bianchi, 3 vol., Siena, 1880-1888.
§  Le prediche volgari, Piero Bargellini, Roma, 1936.

Autor: Universidad Francisco Marroquín