viernes, 30 de mayo de 2014

Ascensión






 ¿El que descendió sobre la tierra – sólo él sabe cómo - en el momento de irse de nuevo - cómo? Él sólo lo sabe - tomó a aquellos a los que amaba y los llevó a una montaña… para levantarles la cabeza y el espíritu… El Señor, extendiendo los brazos como alas, cubrió así como una águila el nido que cuidaba tiernamente (Dt 32,11) y dijo a sus pequeños: "Os he protegido con mi sombra contra todos los peligros (Sal.90,1): así como yo os he amado, amadme. Yo no me separo de vosotros: estoy con vosotros, ¿quién estará contra vosotros? "(cf Mt 28,20; Rm 8,31)…

    Con estas palabras, el Salvador les causó a sus apóstoles una gran pena. Posiblemente llorando decían: "¿nos dejas, te separas de aquellos que te quieren?... Esto nos angustia, porque nuestro deseo es estar contigo. Buscamos tu rostro; no hay otro Dios como tú (Sal. 26,8; Is 45,5). No te alejes de los que te quieren, quédate cerca de nosotros y dinos: 'Yo no me separo de vosotros: estoy con vosotros, y ¿quién estará contra vosotros?' "

    El Señor, viendo las quejas de aquellos que le amaban, los sostuvo como un padre a sus hijos: "no lloréis, amigos, porque no es tiempo de lágrimas… Es la hora de mi alegría: para ir hacia mi Padre ' tomo las alas, y reposaré ' en mi tienda (Sal. 138,9). Porque del firmamento del cielo hice una tienda…, como lo dice Isaías: ' Dios levantó el cielo como una bóveda y como una tienda donde se vive ' (Is 40,22), Dios que dice a los suyos: 'Yo no me separo de vosotros: estoy con vosotros, y ¿quién estará contra vosotros? ' "

    "Estad ahora alegres y radiantes, 'cantad un cántico nuevo' (Sal. 97,1), porque todo lo que va a suceder es por vosotros. Por amor vuestro descendí aquí abajo y fui por todas partes, con el fin de amaros y de ser acogido por vosotros. También por amor a vosotros subo a los cielos, con el fin de disponer el lugar donde debo estar con vosotros: porque "en la casa de mi Padre hay muchas moradas" (Jn 14,2)… Voy pues a preparar una morada para vosotros y llevaros allí, y 'Yo no me separo de vosotros: estoy con vosotros, y ¿quién estará contra vosotros?' "

Autor: San Román el Melódico (?-v. 560), compositor de Himnos. Himno 48, La Ascensión, 2-4, 7-8; SC 283 (trad. SC p. 141s rev.)

miércoles, 28 de mayo de 2014

¿Quién soy yo...








¿Quién soy yo ante mi Señor que sufre? ¿Quién soy yo ante mi Señor que sufre?

¿Soy de aquellos que, invitados por Jesús a velar con él, se duermen y, en lugar de rezar, tratan de evadirse cerrando los ojos a la realidad? ¿Soy de esos?

¿O me reconozco con aquellos que huyeron por miedo, abandonando al Maestro en la hora más trágica de su vida terrena?

¿Descubro en mí el doblez, la falsedad de aquel que lo vendió por treinta monedas, que, fue llamado amigo y, sin embargo, traicionó a Jesús?

¿Me reconozco con aquellos que fueron débiles y lo negaron, como Pedro? Él, poco antes, había prometido a Jesús que lo seguiría hasta la muerte (cf. Lc 22,33); después, acorralado y preso del pánico, jura que no lo conoce.

¿Me parezco a aquellos que ya estaban organizando su vida sin Él, como los dos discípulos de Emaús, necios y duros de corazón para creer en las palabras de los profetas (cf. Lc 24,25)?

O bien, gracias a Dios, ¿me encuentro entre aquellos que fueron fieles hasta el final, como la Virgen María y el apóstol Juan? Cuando sobre el Gólgota todo se oscurece y toda esperanza parece terminar, sólo el amor es más fuerte que la muerte. El amor de la Madre y del discípulo amado los impulsa a permanecer a los pies de la Cruz, para compartir hasta el fondo, el dolor de Jesús.

¿Me reconozco con aquellos que han imitado a su Maestro y Señor hasta el martirio, testimoniando hasta qué punto Él era todo para ellos, la fuerza incomparable de su misión y el horizonte último de sus vidas?

La amistad de Jesús con nosotros, su fidelidad y su misericordia son el don inestimable que nos anima a continuar con confianza en su seguimiento, a pesar de nuestras caídas, nuestros errores y también nuestras traiciones.

Pero esta bondad del Señor no nos exime de la vigilancia frente al tentador, al pecado, al mal y a la traición que pueden atravesar. Todos estamos expuestos al pecado, al mal, a la traición. Advertimos la desproporción entre la grandeza de la llamada de Jesús y nuestra pequeñez; entre la sublimidad de la misión y nuestra fragilidad humana. Pero el Señor, en su gran bondad y en su infinita misericordia, nos toma siempre de la mano, para que no nos ahoguemos en el mar del desaliento. Él está siempre a nuestro lado, no nos deja nunca solos. Por tanto, no nos dejemos vencer por el miedo y la desaliento, sino que con coraje y confianza vayamos adelante en nuestro camino y en nuestra misión.

Fragmento del encuentro de Papa Francisco con los sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas en la Iglesia de Getsemaní, en el marco de su visita a Tierra Santa. 26 de mayo de 2014
Autor: Papa Francisco | Fuente: es.radiovaticana.va




lunes, 19 de mayo de 2014

Soñar un mundo cristiano





¿Podemos soñar un mundo cristiano? Quizá sea un poco difícil. ¿Podemos soñar, entonces, en un país cristiano, una ciudad cristiana? ¿Cómo serían, cómo vivirían los hombres y mujeres que tuviesen el amor como punto de referencia de todas sus decisiones?

Soñemos, por un momento, en esa civilización del amor. Todo nacería de la Eucaristía. La misa sería el centro de la vida de cada corazón, de la familia, del mundo del trabajo, de los hospitales, de los políticos. Todos acudirían a celebrar con amor el misterio de la muerte y resurrección de Cristo. La semana recibiría luz y sentido desde la experiencia dominical, desde el Evangelio escuchado y el amor recibido en el momento íntimo, profundo, eclesial, de la comunión eucarística.

En esta sociedad no habría odios, ni guerras, ni rencores. Alguna discusión se escaparía, quizá un rato de rabia, pero el perdón cubriría todo, y la justicia reinaría en lo más profundo de cada corazón.

Los esposos se amarían, sin egoísmos, sin celos. Ella pensaría en hacerle feliz a él, y él no se dejaría ganar en generosidad. Acogerían con amor cada hijo que Dios les concediese. También si viene enfermo, también si va a significar un mayor esfuerzo para toda la familia. No olvidarían a los abuelos: irían a visitarlos, los invitarían a casa, les darían un lugar principal en el hogar. Educarían a los hijos a la alegría, a la esperanza, a la ayuda mutua, a la donación a los demás. No permitirían imágenes o escenas en televisión que hablen de odio, traición, infidelidad o placeres egoístas.

Los hijos obedecerían con cariño, pensarían cómo hacer más feliz a sus padres, se ayudarían entre sí, trabajarían juntos para el bien de la familia. Escucharían con afecto a los abuelos, buscarían ratos para estar con ellos. Irían a visitar a ancianos que viven solos, a enfermos que pasan horas y horas en espera de alguien que les dé consuelo. Los ancianos harían todo lo posible para no obstaculizar la vida de sus hijos, respetarían a las nueras y los nueros. Buscarían mil maneras ingeniosas para ayudar con discreción y ofrecer esa sabiduría madurada con el paso de los años y los ratos de oración ante Cristo en el Sagrario.

Los edificios no serían bloques de existencias aisladas en las que el saludo se cruza solamente en el ascensor o la escalera. Cada vivienda, cada urbanización, sería una comunidad de afecto en las que todos pensasen en el vecino anciano, en el enfermo, en el que necesita un poco de dinero para esa operación más cara.

En el trabajo, los jefes evitarían cualquier abuso, cuidarían que el salario fuese justo, pensarían en las familias de sus trabajadores y buscarían mil maneras ingeniosas para ayudar sin ofender al que se encuentra en una situación difícil. Los empleados, obreros, oficinistas, respetarían a sus jefes, buscarían cómo hacer más fácil la tarea directiva. El salario que llegase a sus bolsillos sería para la familia, y sólo en familia verían cómo hacer que ese dinero ayudase a los de casa y a los de lejos (sin olvidar antes a ese vecino que pasa por un problema de dinero).

Los empresarios y los banqueros no vivirían sólo para acumular dinero, vencer a la competencia y dominar el mercado. Su ilusión sería dar más trabajo, con mejor seguridad, en un clima de amor y de respeto. No habría créditos con intereses abusivos. Cuando en el banco se descubriese que alguno no puede pagar la mensualidad o cubrir el crédito, se inventarían mil maneras de solidaridad y de apoyo para que nadie, por culpa de los créditos, cayese poco a poco en la pobreza y la desesperanza de deudas absurdas y opresoras.

Los médicos y enfermeras amarían a los enfermos, se preocuparían por ellos. Verían en cada uno a Cristo sufriente, y los tratarían como a hermanos, sin quejas, sin prisas, sin protestas. Los enfermos, a su vez, ofrecerían sus dolores a Dios por tantos hombres y mujeres que no tienen esperanza, que no aman, que no conocen el sentido de la vida ni la belleza de sus almas. Sabrían esperar, con paciencia, la llegada de su turno, y algunas veces intentarían consolar al mismo médico que llora ante la inevitable derrota de la muerte: “doctor, llega la muerte, pero yo viviré para siempre: ¡nos vemos en el cielo...!”

Los políticos serían honestos, trabajarían por el bien de la sociedad, de los pobres, los marginados, los enfermos. Harían maravillas para que el hospital fuese bien atendido, para mejorar las calles, para hacer que los parques y el aire limpio alegrasen la vida de los pequeños, los medianos y los grandes. Los policías y los jueces no pedirían un cumplimiento frío, ausente, de las normas ciudadanas, sino que tratarían a cada uno con respeto, incluso al que falló, al que tuvo un mal momento. Su respeto, su honradez, serían garantía de que la justicia basada en el amor es más eficaz que la orden impuesta desde el miedo, o que ese mundo triste de los sobornos y los favoritismos.

Hemos soñado un poco. Llega la hora de despertar, de mirar afuera, de encontrar los males de siempre y las penas que no acaban. Quizá condenemos a aquel, que va a misa, que presume de cristiano pero vive como pagano. Quizá nos quejemos ante Dios por un mundo que pudo haber sido un poco mejor, más justo, más llevadero...

Haríamos bien en no juzgar, ni a Dios ni al hermano. Tendríamos que mirar adentro, a ese corazón que sueña el bien y no lo hace, que se ilusiona con las bienaventuranzas y persigue luego un placer amargo o unos dineros ganados a escondidas...

Sabemos que el sueño puede ser menos sueño si ahora mismo dejo ese proyecto de egoísmos y empiezo a mejorar mi cariño aquí, en casa, entre los míos. O allá, entre la gente con la que viajo, en el lugar donde trabajo, en ese encuentro fortuito con alguien que también espera, este día, amar y ser amado, para ser, de veras, más cristiano, más bueno. Así podremos imitar un poco a ese Padre bueno de los cielos que no ha dejado ni un día de amarnos con locura, porque somos sus hijos predilectos...




Autor: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net

domingo, 18 de mayo de 2014

San Juan Pablo II







El Papa Juan Pablo II recientemente ha sido declarado santo! Su canonización, junto a la del Papa Juan XXIII, fue proclamada y celebrada alrededor del mundo. Sin embargo, entre toda la emoción, queríamos hacer la pregunta: ¿por qué Juan Pablo II fue hecho santo?, ¿Qué fue lo que hizo?, ¿Qué significa que haya sido proclamado un santo?


En una vida como la de Karol Wojytla’s, la lista de características notables e importantes eventos es tan larga como impresionante. Fue un hombre de muchos dones que vivió al máximo e indudablemente hizo del mundo un lugar mejor. Pero… ¿qué había al centro de todo esto? Aparte de todas estas cosas, ¿por qué cosas deberiamos recordarlo?

“San Juan Pablo II, la Vida de un Papa Santo” nos presenta: su decisión a vivir para Jesucristo y su Iglesia, colocándose el mismo bajo el manto de Santa María. Esta es la llave para entender su vida y su amor. Todo lo demás, las pruebas a las que fue sometido, los éxitos que alcanzó, las personas a las que llegó, todo esto que encuentra sentido en su relación con Cristo.

Autor: http://catholic-link.com/

sábado, 17 de mayo de 2014

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida







    Toda la vida de Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se convence de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo reconozcan... A veces perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno… Tenemos un tesoro de vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se cura con un infinito amor…

    Unidos a Jesús, buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos es la gloria del Padre; vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más allá de cualquier otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más profundo, el más grande, la razón y el sentido final de todo lo demás. Se trata de la gloria del Padre que Jesús buscó durante toda su existencia. Él es el Hijo eternamente feliz con todo su ser «hacia el seno del Padre» (Jn1,18). Si somos misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más allá de que nos convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos ama.

Autor: Papa Francisco. Exhortación apostólica “Evangelii Gaudium / La alegría del evangelio” § 265.267 (trad. © copyright Libreria Editrice Vaticana)