Es uno de
los santos más estimados y desde el siglo XIII constante objeto de estudio.
Nació en Lisboa, Portugal, a finales del siglo XII, quizá en torno a 1191. Sus
padres eran mercaderes y tenían una buena posición. Es posible que Martim de
Bulhôes, su progenitor, estuviese al servicio del rey. Él y su esposa, Teresa
Taveira, dieron al pequeño Fernando, que fue el nombre de pila del santo, una
educación acorde con su posición. En la pubertad atravesó un periodo de dudas y
crisis en el que no faltaron las tentaciones propias de la edad y contra las
que entabló una lucha sin cuartel. De una de esas íntimas batallas queda
constancia en la catedral de Lisboa ya que, perturbado por una de ellas,
mientras ascendía al coro, trazó en la pared la señal de la cruz dejando
perenne huella en la piedra que cedió bajo la presión de sus dedos.
Desdeñando
las vanidades y placeres del mundo, ingresó con los canónigos regulares de
Lisboa. Pero la oración y el recogimiento eran frecuentemente perturbados por
las inoportunas visitas de familiares y amigos que rompían la paz del cenobio.
Buscando sosiego, en 1212 se trasladó al monasterio de Santa Cruz en Coimbra.
Su memoria prodigiosa y la intensidad de su dedicación pronto hicieron de él un
gran conocedor de las Sagradas Escrituras. En 1220 se sintió llamado al
martirio conmovido por las reliquias de cinco franciscanos que trajo de
Marruecos el rey de Portugal. Eso determinó su ingreso con los frailes menores
de San Antonio de Olivares, con intención de partir a tierras moriscas,
como hizo junto a otro hermano a finales de ese año. Hallándose en el norte de
África una hidropesía truncó repentinamente sus sueños y determinó regresar a
Lisboa. Entonces se desencadenó una violenta tempestad y el barco encalló cerca
de la siciliana Mesina.
Repuesto
de la enfermedad, en la primavera de 1221 participó en el capítulo «de las
esteras». Allí conoció a san Francisco y adoptó plenamente la sencillez y
pobreza evangélicas. Creció en este espíritu junto a fray Graciano, y en el
estío de ese año le acompañó a Monte Paolo. La predicación de Antonio en Forli
fue todo un descubrimiento. Sus magníficas dotes oratorias, alimentadas con la
oración y penitencia, calaron en las gentes y no pasaron desapercibidas en su
entorno. De hecho, fray Graciano le encomendó esta misión. Era un consumado
maestro y predicador; exponía el evangelio con agudeza e ingenio. Además,
poseía una envidiable cultura científica, teológica y filosófica.
En 1223,
cuando Francisco disolvió la casa abierta en esta ciudad, temiendo que los
frailes pudieran centrarse en el estudio en detrimento de la vida de piedad,
determinó que Antonio fuese maestro de teología, y le indicó que impartiese
esta disciplina en Bolonia. Desde 1224 evangelizó distintas regiones de Francia
y del norte de Italia, combatiendo sectas y herejías de albigenses y cátaros,
como hizo en Rímini. Predicó en Padua, Verona, Roma, etc. Multitudes se
convertían arrebatadas por su fervor y ardor apostólico; eran incontables los
que se abrazaban al carisma franciscano. Versado en la teología de Dionisio
Areopagita, enseñó esta materia en varias ciudades galas. Toulose y Montpellier
constataron su celo, ciencia y virtud. En ésta ciudad un novicio le robó el Salterio.
Se cuenta que el diablo al pasar el río le amenazó diciéndole: «Vuélvete a
tu Orden y devuelve al siervo de Dios, fray Antonio, el Salterio; si no, te
arrojaré al río, donde te ahogarás con tu pecado». El novicio, arrepentido,
lo devolvió y confesó su culpa.
En 1227
Antonio asistió al capítulo general de Asís. Lo designaron ministro provincial
en la Emilia-Romaña y gozó de completa libertad para la predicación a la que se
dedicó junto a la enseñanza y a la confesión. En 1228 Gregorio IX, que le oyó
predicar en San Juan de Letrán, le encomendó la redacción de los Sermones
Dominicales et festivi. Este pontífice lo denominó «arca del Testamento».
En 1230 participó en el capítulo general de Roma, y el papa contó con su
acertado juicio para abordar la interpretación de la regla franciscana. Ese año
escribió en Padua los Sermones de las solemnidades que habían sido
objeto de su predicación.
Desde
niño fue singularmente devoto de María. El don de milagros que había formado
parte de su infancia le acompañó siempre. Un día era un afligido penitente
incapaz de confesar sus culpas que llevaba escritas y que iban desapareciendo
del papel mientras el santo las leía. Otro dejaba atónitos a todos, en
particular a la madre cuyo hijo había caído en el interior de una caldera de
agua hirviendo mientras le escuchaba con fervor, y le veían salir de ella sin
haber sufrido mal alguno. O eran testigos de los bancos de peces multicolores
que asomaban su cabeza en la orilla del mar, y de las inmensas bandadas de aves
arremolinadas en torno a él, unos y otras con el objeto de oírle, ejemplo para
los incrédulos que daban la espalda a la palabra divina. Quienes le seguían
observaban asombrados su dominio de los elementos atmosféricos, la restitución
de un pie amputado, la resurrección de un difunto, etc. En suma, un rosario
interminable de portentosos prodigios inmortalizados por la iconografía. Fue
agraciado también con los dones de éxtasis, visiones, bilocación, profecía...
El 13 de
junio de 1231 en Camposampiero al ver llegada su hora pidió que lo llevaran a
La Cella, un barrio de Padua, donde los frailes tenían un convento y atendían a
las Damas Pobres. Y allí murió ese día con fama de santidad. Los frutos
espirituales de la fecunda e infatigable labor de este santo taumaturgo prosiguieron
después de su tránsito. Gregorio IX lo canonizó el 30 de mayo de 1232,
prácticamente un año después de su muerte. Pío XII lo proclamó doctor de la
Iglesia el 16 de enero de 1946, confiriéndole el título de «Doctor Evangélico».
Tuvo en cuenta su capacidad para infundir en los fieles la convicción de que la
respuesta a todas las necesidades y dificultades se halla en el evangelio.
(13 de
junio de 2014) © Innovative Media Inc.
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