Fue en 1991, en el norte de Italia. Mis superiores me
habían encargado fundar un seminario, lo cual no es nada fácil. Sin embargo, a
pesar de tanto trabajo, fui a visitar a un joven de veintisiete años, enfermo
de sida. Lo llamaré «Lauro».
Era mi primera experiencia. Una característica general de
los enfermos terminales es la monotonía de las horas que pasan lentamente ante
la cruda realidad: no queda más que esperar la muerte. Se confesó y comulgó
después de varios años.
Las visitas a Lauro se multiplicaron. Pasé de ser el «sacerdote que visita al enfermo» a ser el «sacerdote-amigo» y, en poco tiempo, el «amigo que es también sacerdote». Y aquí inicia el milagro.
Las visitas a Lauro se multiplicaron. Pasé de ser el «sacerdote que visita al enfermo» a ser el «sacerdote-amigo» y, en poco tiempo, el «amigo que es también sacerdote». Y aquí inicia el milagro.
Un día iba por la carretera para visitar a Lauro. Una idea
me molestaba: «Tú llegas, te paras allí media hora, bromeas, lo confiesas y
después lo dejas en su martirio. ¡No basta!…» Pero no sabía qué hacer. De
pronto, una voz me habló. La escuché tan claramente que me giré dentro del auto
para ver quién me había hablado. Luego se repitió muy fuerte. La voz venía de
dentro de mí: «Detente en la próxima parroquia y pide un crucifijo». Fue
sorprendente.
Me paré en la primera iglesia –afortunadamente conocía al
párroco–, entré y le dije en voz baja: «Padre, necesito un crucifijo». «¿Un
crucifijo?», respondió extrañado. «Sí, no me pregunte para qué, porque tampoco
yo lo sé». Fuimos a la sacristía y me dió uno lleno de polvo. Le agradecí el
gesto y volví al coche. Aún quedaba media hora de camino. Apagué la radio para
tratar de comprender qué tenía que hacer. Al llegar iba a salir del coche sin
el crucifijo, pero al verlo entendí todo. Entré en la casa. Conversé con Lauro
y al final le dije: «Lauro, te quiero dar un regalo. Depende de tu respuesta.
¿Estás listo?» Pensó que era una broma. Le pregunté: «¿Quieres ser misionero?»
Puso cara de extrañeza. Le enseñé el crucifijo y le dije: «Míralo bien: tú
estás clavado a la cama y Él está clavado a la cruz, por eso te entiende. Pero
hay una diferencia: Él era inocente y se ofrecía por nuestra salvación, y en
cambio tú… Lauro, ¡son casi idénticos!»
Él, sin quitar los ojos del crucifijo, asentía. Dios
estaba penetrando su corazón.
Percibiendo esto, continué: «Tú tienes un tesoro inmenso:
sufrimientos, soledad y a veces también angustia. ¡No lo desperdicies! Si
ofreces esta montaña de dolor a tu Amigo, ¡puedes salvar el mundo! ¡Dios no
puede resistir ante tu ofrenda!»
Con los ojos llenos de lágrimas levantó su mano lentamente
hacia la cruz y me dijo:
«Ya entiendo». «No, aún no termino. Mira, mis superiores
me han encargado abrir un seminario en seis meses y tengo que encontrar casa,
permisos, dinero y vocaciones. Además, cada día encuentro muchos casos
difíciles y no sé cómo ayudar a todos; por ello te propongo ser misionero
conmigo. Cada vez que encuentre un caso difícil te llamaré, tú rezarás y
ofrecerás el dolor por ellos y por el seminario. De verdad, yo sólo no puedo,
pero contigo sí. ¿Me ayudas?» Y asintió con un movimiento de su cabeza.
La lista de casos difíciles aumentaba. En las visitas a Lauro le refería sucesos, dificultades, nombres y él absorbía cada detalle para llevarlo al altar de su sufrimiento. Ahora era él quien me animaba. ¡Increíble!
La lista de casos difíciles aumentaba. En las visitas a Lauro le refería sucesos, dificultades, nombres y él absorbía cada detalle para llevarlo al altar de su sufrimiento. Ahora era él quien me animaba. ¡Increíble!
El día de la fundación del seminario, en el mismo momento
en que celebraba la misa de inauguración pensando en Lauro, Dios se lo llevó.
Fue sepultado con su crucifijo de misionero en el pecho. No pude participar en
su funeral y cuando fui a visitar a su madre, ella misma me contó algunos
particulares. Los últimos meses Lauro pedía que le sostuvieran la cruz delante
de sus ojos durante horas y él rezaba mientras le iban leyendo la lista de
casos difíciles. Oraba profundamente y luego decía: «Otro mamá» y ella leía el
nombre siguiente.
Su madre no conocía toda la historia, así que se la conté. Ella me escuchaba conmovida, pero cuando mencioné el nombre de la iglesia donde conseguí el crucifijo, rompió en llanto. Después de unos momentos me preguntó: «¿De dónde dijiste que tomaste esa cruz?» «De la parroquia de Pernate», le respondí. Volvió a llorar. Y entonces me dijo: «Vivíamos allí cuando Lauro nació; en esa misma iglesia fue bautizado.
Autor: P. Hernán Jiménez, LC
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